Capítulo 52

El teléfono estaba sonando. El fijo. Cleo se inclinó hacia delante en el sofá, para poder leer la pantalla. Era el número del móvil de Grace.

Lo dejó sonar. Esperó. Cuatro tonos. Cinco. Seis. Entonces saltó el contestador. Debía de ser la cuarta llamada -quizás incluso la quinta- que le hacía hoy a esta línea. Más todas las que tenía en el móvil.

Era un comportamiento muy infantil no contestarle, lo sabía, y tarde o temprano tendría que hacerlo; pero aún no estaba segura de qué quería decirle.

Apesadumbrada, levantó la copa de vino y vio, con ligera sorpresa, que estaba vacía. Otra vez. Cogió la botella de Sauvignon Blanc chileno y vio, con más sorpresa aún, que no quedaban más que un par de centímetros.

– Mierda -dijo, y se lo sirvió todo. Apenas cubrió el fondo de la copa grande.

Este fin de semana estaba de guardia, lo que significaba que no debería beber demasiado, o nada, ya que podían llamarla en cualquier momento del día o de la noche. Pero hoy necesitaba muchísimo el alcohol. Había sido un día de mierda. Un día de mierda de verdad. Después de pelearse con Roy, y de pasarse en vela el resto de la noche, la habían telefoneado para que fuera al depósito a las diez de la mañana a recibir el cadáver de una niña de seis años que había sido atropellada por un coche.

Durante los ocho años que llevaba ejerciendo esta profesión se había acostumbrado a casi todo, pero no al cadáver de un niño. Eso le afectaba siempre. La gente parecía sufrir un dolor distinto por un niño, más profundo que por el adulto más querido, como si fuera incomprensible que un crío pudiera desaparecer de la vida de alguien. Odiaba ver que un empleado de la funeraria traía un ataúd minúsculo y odiaba realizar esas autopsias. La de esta niña pequeña sería el lunes, por lo que no era un lunes que estuviera deseando que llegara, precisamente.

Luego, aquella tarde, había tenido que ir a un piso deprimente en una casa adosada venida a menos cerca de la estación de Hove y recuperar el cadáver de una anciana que llevaba allí un mes largo, como mínimo, según la opinión de su compañero Walter Hordern, a juzgar por el estado del cuerpo y el nivel de infestación de moscas y larvas.

Walter había ido con ella, al volante de la furgoneta del forense. Era un hombre pulcro y educado de unos cuarenta y cinco años; siempre vestía con la misma elegancia que alguien que trabajara en un despacho en la City. Su cargo oficial era el de jefe de los cementerios de Brighton y Hove, pero entre sus deberes también figuraba dedicar una parte de su tiempo a ayudar en el proceso de recogida de cadáveres del lugar de la muerte y ocuparse del papeleo considerable que requería cada uno.

Últimamente Walter y Darren se retaban el uno al otro a ver quién determinaba con mayor precisión la hora de la muerte. Era una ciencia inexacta, sujeta a condiciones meteorológicas y muchos factores más, y cuanto más se tardaba en recuperar el cadáver más difícil se volvía. Contar las etapas del ciclo vital de ciertos insectos era una guía muy aproximada, y desagradable. Y Walter Hordern se había empollado el tema en una página de medicina forense que había encontrado en internet.

Después, hacía tan sólo un par de horas, había recibido una llamada angustiosa de su queridísima hermana Charlie, que le contó que su novio, con quien llevaba saliendo más de seis meses, la había dejado. De veintisiete años, Charlie era dos años y medio menor que ella. Guapa y apasionada, siempre elegía a los hombres equivocados.

Como ella, se percató, con más tristeza que amargura. Cumpliría treinta en octubre. Su mejor amiga, Millie -Millie la Loca, la llamaban cuando eran unas adolescentes rebeldes en la Roedean School-, había sentado la cabeza con un ex oficial de marina que había ganado una fortuna organizando conferencias; ahora estaban esperando su segundo hijo. Cleo era la madrina del primero, Jessica, así como de dos niños más de antiguas compañeras del colegio. Empezaba a parecerle que aquél era su destino en la vida. Ser la madrina que tenía un trabajo raro y que era incapaz de hacer nada «normal», ni siquiera conservar una relación «normal».

Como Richard, el abogado del que se había enamorado perdidamente después de que fuera al depósito a ver el cadáver de un caso de asesinato que estaba defendiendo. No fue hasta después de prometerse, dos años más tarde, cuando le soltó la «gran sorpresa». Había encontrado a Dios. Y eso se convirtió en un problema.

Al principio pensó que podría llevarlo bien. Pero después de asistir a diversos servicios religiosos carismáticos en los que la gente se tiraba al suelo, poseída por el Espíritu Santo, comenzó a darse cuenta de que nunca en la vida sería capaz de conectar con aquello. Había visto demasiadas muertes injustas. Demasiados niños. Demasiados cadáveres de jóvenes encantadores aplastados o, peor, carbonizados en accidentes de tráfico. O muertos por sobredosis, intencionadas o accidentales. O mujeres y hombres honrados de mediana edad que habían fallecido en sus cocinas, al caer de una silla o enchufar algún aparato. O ancianos amables atropellados por autobuses cuando cruzaban la calle o fulminados por un ataque al corazón o una apoplejía.

Devoraba las noticias. Veía historias sobre mujeres jóvenes en países africanos que eran violadas por un grupo de hombres y después éstos les insertaban cuchillos en las vaginas o revólveres que luego disparaban. Y le dijo a Richard que lo lamentaba, que no podía creer que existiera un Dios afectuoso que dejaba que toda aquella mierda pasara.

La reacción de él fue cogerla de la mano y ordenarle que le rogara a Dios que la ayudara a comprender «Su voluntad».

Cuando aquello no funcionó, Richard comenzó a acosarla de manera ferviente e incansable, bombardeándola alternativamente con amor y luego con odio.

Entonces, Roy Grace, un hombre que siempre había considerado un ser humano decente de verdad, además de muy atractivo, pasó a formar parte de su vida de repente, aquel verano. Incluso había empezado a creer, tal vez ingenuamente, que eran almas gemelas. Hasta esa mañana, cuando se había percatado de que ella no era más que la sustituta temporal de un fantasma. Eso era lo único que llegaría a ser en esta relación.

Todas las secciones del Times y el Guardian de hoy estaban desparramadas en el sofá a su lado, la mayoría sin leer. No dejaba de intentar ponerse a trabajar en su curso de la universidad a distancia, pero era incapaz de concentrarse. Tampoco podía coger su libro nuevo, una novela de Margaret Atwood, El cuento de la criada, que llevaba años queriendo leer y que por fin había comprado esa tarde en su librería preferida de Hove, City Books. Había leído y releído la primera página cuatro veces, pero no podía conectar con las palabras.

A regañadientes, porque odiaba desperdiciar el tiempo -y consideraba que ver la televisión era justo eso-, cogió el mando a distancia y empezó a hacer zapping por los canales de Sky. Puso el Discovery Channel, con la esperanza de que tal vez dieran un documental de naturaleza, pero un profesor con aspecto de fósil estaba pontificando sobre los estratos de la Tierra. Interesante, pero esta noche no, gracias.

Ahora su teléfono volvía a sonar. Miró un momento la pantalla. El número estaba oculto. Casi seguro que era trabajo. Contestó.

Era un operador del centro telefónico de la policía de Brighton. El mar había arrastrado a la playa un cadáver, cerca del West Pier. Necesitaban que lo acompañara al depósito.

Tras colgar, hizo un cálculo rápido. ¿Cuándo había abierto la botella de vino? Sobre las seis. Hacía cuatro horas y media. Dos dosis de alcohol habrían situado a la mujer media al límite para poder conducir. Una botella de vino contenía un promedio de seis dosis. Se quemaba una cada hora. Tendría que poder conducir, o casi.

Cinco minutos después, salió de casa, recorrió la calle y abrió la puerta de su MG deportivo.

Mientras subía y trataba de ponerse el cinturón, una figura surgió de entre las sombras del portal de una tienda, a poca distancia calle abajo, y dio los pocos pasos que la separaban de su propio coche. Cleo puso en marcha el MG, aceleró el motor y se incorporó a la carretera. El pequeño Toyota Prius negro, propulsado por un motor eléctrico, se deslizó silenciosamente en la oscuridad, detrás de ella.

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