Capítulo 39

Sus palabras le afectaron. La asustaron. Brian tenía los ojos vidriosos e inyectados en sangre. ¿Había bebido? ¿Había tomado alguna droga?

– ¡Ábrelo! -volvió a decir-. ¡Ábrelo, zorra!

Estuvo tentada de decirle que se fuera a la mierda y que no se atreviera a hablarle de aquella forma. Pero como era consciente del estrés que estaría sufriendo, intentó seguirle la corriente, tranquilizarle y traerle de vuelta del lugar o espacio en el que se encontraba. Retiró otra capa de papel de seda. Qué juego más extraño. Primero te grito y te insulto y luego te doy un regalo, ¿de acuerdo?

Levantó otra capa, hizo una bola y la dejó sobre la cama a su lado, pero Brian no rebajó la frialdad de su conducta, sino que la empeoró, temblando de ira.

– ¡Vamos, zorra! ¿Por qué tardas tanto?

Un escalofrío recorrió su cuerpo. De repente, no quería estar allí, atrapada en su habitación con él. No tenía ni idea de qué iba a encontrar en la caja. Nunca le había comprado un regalo, salvo flores un par de veces últimamente cuando había ido a su piso. Pero fuera lo que fuese, no le daba buena espina; era como si, de repente, el mundo se hubiera vuelto del revés.

Con cada capa que retiraba, aumentaba una sensación muy desagradable sobre lo que había en la caja. Entonces llegó a la última capa de papel de seda. Notó algo que era en parte duro, en parte blando y flexible, como si estuviera hecho de cuero, y se percató de lo que podía ser. Y se relajó. Le sonrió. El tío le estaba tomando el pelo, ¡había sido todo una broma!

– ¡Un bolso! -gritó-. Es un bolso, ¿verdad? ¡Cariño! ¿Cómo sabías que necesitaba un bolso nuevo? ¿Te lo dije?

Pero él no le devolvió la sonrisa.

– Tú ábrelo -volvió a decir con frialdad.

Ese breve momento repleto de buenas sensaciones se evaporó mientras su mundo se hundía otra vez. No había ni pizca de calidez en su expresión o sus palabras. Su miedo aumentó. ¿Y no era raro que le hiciera un regalo el mismo día que habían hallado muerta a su mujer? Luego, al fin, retiró la última capa de papel.

Miró horrorizada el objeto que quedó al descubierto.

No era un bolso. Algo extraño y siniestro, una especie de casco, gris, con lentes abultadas, una correa y un tubo estriado que colgaba en forma de hocico. Una máscara antigás, se percató consternada, de esas que había visto en las caras de los soldados destinados en Iraq, o quizá fuera más antigua. Olía a humedad y a goma.

Sophie lo miró sorprendida.

– ¿Vamos a invadir un país o algo?

– Póntela.

– ¿Quieres que lleve eso?

– Póntela.

Se la acercó a la cara pero ella la apartó al instante, arrugando la nariz.

– ¿De verdad que quieres que la lleve? ¿Quieres que me la ponga para hacer el amor? -Sonrió, un poco estupefacta, su miedo remitía-. ¿Te excita o qué?

A modo de respuesta, Brian se la arrancó de las manos, la apretó contra su cara y luego le pasó la correa por detrás de la cabeza, tirándole de algunos cabellos y haciéndole mucho daño. La correa le apretaba tanto que le dolía.

Por un momento, se quedó totalmente desorientada. Las lentes estaban sucias, manchadas y tintadas. Sólo podía verlo a él, y la habitación parcialmente, a través de una neblina verde. Cuando volvió la cabeza, Brian había desaparecido de su vista y tuvo que girar el cuello para verle de nuevo. Oyó el sonido de su propia respiración, jadeos ahogados como el rugido del mar en sus oídos.

– No puedo respirar -dijo aterrada, sintiendo claustrofobia, su voz apagada.

– Por supuesto que puedes respirar -oyó su voz confusa, distorsionada.

Presa del pánico, intentó quitarse la máscara. Pero Brian le agarró las manos, obligándola a alejarlas de la correa, cogiéndolas con tanta fuerza que le hacía daño.

– Deja de comportarte como una zorra estúpida -le dijo.

– Brian, no me gusta este juego -gimoteó Sophie.

Casi al instante, notó que la tumbaba de espaldas, sobre la cama. Mientras las paredes y el techo se deslizaban frente a sus ojos, el pánico se acentuó.

– ¡Nooo!

Sacudió las piernas, notó que el pie derecho golpeaba algo duro. Le oyó rugir de dolor. Luego consiguió liberarse de sus manos, rodó y, de repente, estaba cayendo. Aterrizó en el suelo enmoquetado y se hizo daño.

– ¡Zorra de mierda!

Esforzándose por ponerse de rodillas, Sophie subió las manos hacia la máscara, tiró de la correa y, entonces, sintió un golpe terrible, un crujido en el estómago que la dejó sin respiración. Se dobló de dolor, horrorizada al darse cuenta de lo que había ocurrido.

Le había pegado.

Y, de repente, percibió que la situación había cambiado. Se había vuelto loco.

Brian la arrojó sobre la cama y ella se golpeó las pantorrillas con el borde. Le gritó, pero su voz quedó atrapada dentro de la máscara.

«Tengo que escapar de él. Tengo que salir de aquí.»

Notó que le arrancaba la camiseta. Por un momento dejó de resistirse, de pensar, de intentar elaborar un plan. El ruido de su respiración era ensordecedor. «Tengo que quitarme esta maldita máscara.» El corazón le dolía al palpitar. «Tengo que llegar a la puerta, al piso de abajo, a los chicos de abajo. Ellos me ayudarán.»

Sacudió la cabeza a derecha e izquierda, para comprobar qué objetos había en las mesitas de noche que pudiera utilizar como arma.

– Brian, por favor, Brian…

Su mano, dura como un martillo, golpeó el lateral de la máscara. Sophie sintió como si el cuello le vibrara.

Había un libro, un tomo grueso de tapa dura sobre ciencia, de Bill Bryson, un libro que le habían regalado en Navidad y que hojeaba de vez en cuando. Rodó sobre sí misma, deprisa, lo cogió y le golpeó con él, alcanzándole de lleno en un lado. Le oyó gruñir de dolor y sorpresa; advirtió que se caía por un lado de la cama.

Sophie se puso en pie al instante, salió corriendo del dormitorio, recorrió el corto pasillo, sin quitarse la máscara, no quería perder un tiempo precioso. Llegó a la puerta, cogió el pomo, lo giró y tiró.

La puerta se abrió unos centímetros y luego se frenó, bruscamente, con un ruido metálico, seco.

Brian había puesto la cadena de seguridad.

Un pavor gélido explotó en su interior. Cogió la cadena mientras cerraba de nuevo la puerta, la movió, intentando liberarla, pero estaba encallada, ¡la muy puta estaba encallada! ¿Cómo podía estar encallada? Temblaba, gritaba, unos chillidos ahogados y resonantes.

– ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Ayuda! Por favor, ¡que alguien me ayude!

Entonces, justo detrás de ella, escuchó un chirrido metálico.

Giró la cabeza. Y vio lo que Brian tenía en la mano.

Sophie abrió la boca, en silencio esta vez, el miedo le había paralizado la garganta. Se quedó inmóvil, gimiendo de terror. Era como si todo su cuerpo se derrumbara. Incapaz de aguantarse, se meó encima.

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