Capítulo 22

Sophie se bajó del tren en la estación de Brighton y recorrió el andén. Tras utilizar su abono de temporada en el punto de control, pisó el suelo pulido del vestíbulo. Debajo del inmenso techo de cristal, una paloma solitaria volaba a gran altura. Un anuncio por megafonía resonó en todo el edificio, una voz masculina cansada que enumeraba los destinos y los lugares donde iba a parar algún tren.

Sudaba profusamente por el calor pegajoso y porque no corría nada de aire, y estaba muerta de sed. Se detuvo en el quiosco de prensa a comprar una lata de Coca-Cola, que abrió bruscamente y que apuró en dos tragos. Se moría, literalmente, por ver a Brian.

Entonces, delante de sus narices, vio las letras negras garabateadas en el tablón blanco del Argus: MUJER MUERTA EN CASA DE MILLONARIO.

Debajo del titular, con las mismas palabras, había una fotografía en color de una imponente mansión de estilo Tudor, la entrada y la calle de delante estaban acordonadas con cinta policial y atestadas de vehículos, incluidos coches patrulla, varias furgonetas y el enorme tráiler laboratorio que pertenecía al centro de investigaciones científicas. Había una fotografía mucho más pequeña en blanco y negro de Brian Bishop con pajarita, junto a una mujer atractiva con un elegante peinado.

El artículo debajo decía:

A primera hora de esta mañana se ha hallado, en Dyke Road Avenue, el cuerpo de una mujer en la mansión del adinerado empresarlo Brian Bishop, de cuarenta y un años de edad, y su mujer Katie, de treinta y cinco. Un patólogo del Ministerio del Interior acudió a la casa y, posteriormente, se procedió al levantamiento del cadáver.

La Policía de Sussex ha abierto una investigación, dirigida por el comisario Roy Grace del Departamento de Investigación Criminal de Sussex.

Bishop, natural de Brighton y director ejecutivo de International Rostering Solutions PLC, una de las cien empresas de mayor crecimiento en el Reino Unido este año según el Sunday Times, declino hacer comentarios. Su mujer es miembro del comité de la organización benéfica infantil Rocking Horse Appeal, con sede en Brighton, y ha contribuido a recaudar dinero para muchas causas locales.

Esta tarde se realizará la autopsia al cadáver.

Con el estomago revuelto, Sophie se quedo mirando la pagina. Nunca había visto ninguna fotografía de Katie Bishop, no tenia ni idea de como era físicamente. Dios mío, era guapa. Mucho mas atractiva que ella, mucho mas de lo que llegaría a serlo jamas. Parecía tener tanto estilo, ser tan feliz, tan…

Dejo el periódico en la pila, aun mas desconcertada ahora. Siempre le había resultado difícil conseguir que Brian hablara de su esposa. Y, al mismo tiempo, aunque una parte de ella sentía una curiosidad ardiente de saberlo todo sobre la mujer, otra parte había intentado negar su existencia. Nunca había tenido una aventura con un hombre casado, nunca había querido tenerla, había intentado vivir siempre según un código moral sencillo. «No hagas nada que no querrías que nadie te hiciera a ti.»

Todo aquello cayó en saco roto cuando conoció a Brian. Se había quedado prendada de él, simplemente. Hipnotizada. Aunque todo había comenzado como una amistad inocente. Y ahora, por primera vez, estaba mirando a su rival. Y Katie no era la mujer que ella esperaba. En realidad, no sabia que esperar porque Brian nunca hablaba demasiado de su esposa. En su mente, se había imaginado a una viejecita de rostro avinagrado y con el pelo recogido en un moño. Una carcamal espantosa que había atraído a Brian a un matrimonio sin amor. No esta belleza impresionante, segura de sí misma y de aspecto alegre.

De repente se sintió totalmente perdida. Se preguntó qué diablos se creía que estaba haciendo allí. Sin ganas, sacó el móvil del bolso, el de lona barata color limón que compró a principios de verano porque se había puesto de moda, pero que ahora estaba tan sucio que daba vergüenza. Igual que ella, tal como comprobó al verse y observar la ropa cutre en el espejo de un fotomatón.

Tendría que ir a casa a cambiarse y asearse. A Brian le gustaba que tuviera buen aspecto. Recordó la mirada de desaprobación que pareció lanzarle una vez que tuvo que quedarse trabajando hasta tarde en el despacho y se reunió con él en un pequeño restaurante sin haberse cambiado de ropa.

Tras un momento de vacilación, marcó su número y se llevó el teléfono al oído, concentrándose con fiereza y sin percatarse todavía del hombre de la capucha que se encontraba tan sólo a unos metros de ella y que, al parecer, echaba un vistazo a una serie de libros de bolsillo en un expositor giratorio del quiosco.

Mientras otro anuncio rugía por la megafonía y resonaba a su alrededor, Sophie alzó la vista hacia el enorme reloj de cuatro caras con sus números romanos.

Las 16.51.

– Hola -dijo Brian. Su voz la sobresaltó, ya que contestó antes de que oyera sonar el telefono.

– Pobrecito -dijo-. Lo siento mucho.

– Sí. -Su voz era monótona, porosa. Parecía absorber la de ella, como un papel secante.

Hubo un silencio largo e incómodo. Al final, Sophie lo rompió.

– ¿Dónde estás?

– En un hotel. La maldita policía no me deja entrar en casa. No me deja entrar en casa. No me dicen qué ha pasado, ¿te lo puedes creer? Dicen que es la escena de un crimen y que no puedo entrar. Yo… Dios mío, Sophie, ¿qué voy a hacer? -Se echó a llorar.

– Estoy en Brighton -dijo ella en voz baja-. He salido temprano de trabajar.

– ¿Por qué?

– Yo… He pensado… He pensado que quizá… No sé… Lo siento… He pensado que podría hacer algo. Ya sabes. Ayudar.

Su voz se apagó. Miró el reloj ornamentado. Una paloma se posó de repente encima.

– No puedo quedar contigo -dijo él-. No es posible.

Sophie se sintió estúpida por haberlo sugerido siquiera. ¿En qué diablos estaría pensando?

– No -dijo, la dureza repentina de la voz de Brian le dolió-. Lo entiendo. Sólo quería decirte que si puedo hacer algo…

– Nada. Eres muy amable por llamar. Yo… Tengo que ir a identificar el cuerpo. Ni siquiera se lo he contado a los niños todavía. Yo…

Se calló. Sophie esperó con paciencia, intentando comprender la clase de emociones que él debía de estar sintiendo y percatándose de lo poco que lo conocía en realidad, de lo intrusa que era en su vida.

Entonces, con voz ahogada, Brian dijo:

– Te llamo luego, ¿de acuerdo?

– Cuando quieras. A la hora que sea, ¿vale? -le dijo para tranquilizarlo.

– Gracias -dijo-. Lo siento… Yo… Lo siento.

Después de esta conversación, Sophie llamó a Holly, se moría por hablar con alguien. Pero lo único que escuchó fue el nuevo saludo de su buzón de voz, aún más irritantemente alegre que el anterior. Dejó un mensaje.

Paseó sin rumbo por el vestíbulo de la estación unos minutos, antes de salir a la brillante luz del sol. No le apetecía ir a su piso -en realidad no sabía qué hacer-. Un torrente continuo de personas bronceadas subía la calle hacia la estación, muchas en camisetas de manga corta, sin mangas o camisas de colores chillones y pantalones cortos, con cestos de playa, como si fueran excursionistas que habían venido a pasar el día y ahora volvían a sus casas. Un hombre larguirucho, con unos vaqueros cortados por la rodilla, balanceaba una radio enorme con música rap a todo volumen, el rostro y los brazos del color de una langosta asada. La ciudad estaba de vacaciones y su estado de ánimo era muy distinto al de sus vecinos.

De repente volvió a sonar el móvil. Recuperó la alegría por un instante, pues esperaba que fuera Brian, pero vio el nombre de Holly en la pantalla. Pulsó la tecla para responder.

– Hola.

La voz de Holly quedó prácticamente ahogada por un zumbido continuo. Estaba en la peluquería, informó a su amiga, debajo del secador. Tras un par de minutos intentando explicarle lo que había sucedido, Sophie se rindió y sugirió hablar luego. Holly prometió llamarla en cuanto saliera.

El hombre de la capucha la seguía a una distancia prudencial, con su bolsa de plástico roja y chupándose el dorso de la mano libre. Era agradable estar de vuelta en la costa, lejos del aire sucio de Londres. Esperaba que Sophie bajara a la playa; sería una delicia sentarse allí, comerse un helado tal vez. Sería una buena forma de pasar el rato, una de esos millones de horas que tenía en depósito en su banco.

Mientras caminaba, pensó en la compra que había efectuado a la hora del almuerzo y sacudió la bolsa. En los bolsillos con cremallera de la chaqueta, además de la cartera y el móvil, llevaba un rollo de cinta adhesiva plateada, un cuchillo, cloroformo y un frasco de Rohypnol, la droga fulminante llamada también «de la violación». Y otras cosas, nunca se sabía cuándo iba a necesitarlas…

Le esperaba una buena noche. Otra vez.

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