Capítulo 91

El Multimillonario de Tiempo lo sabía todo sobre los antidepresivos. Pero nunca había tomado ninguno. No le hacía falta. Bueno, ¿quién los necesitaba cuando podías llegar a casa un lunes por la noche y ver que el cartero te había dejado en el felpudo el manual de taller de un deportivo MG TF del 2005 que habías pedido el sábado?

Este modelo se fabricó el último año antes de que MG dejara de producir y fuera comprada por una empresa china. Era el modelo que conducía Cleo Morey. Azul marino. Y ahora llevaba la cubierta dura azul a juego, a pesar del calor sofocante, porque algún capullo había rajado la capota de tela con un cuchillo. ¡Qué hijo de puta! ¡Qué mamón! ¡Qué gamberro de mierda!

¡Y era martes por la mañana! ¡Uno de los días que la mujer de la limpieza estúpida y gruñona con la hija desagradecida no iba a la casa! Se lo había dicho ella misma, ayer.

Y lo mejor de todo, habían detenido a Brian Bishop. El Argus lo anunciaba a toda plana en su edición matinal. ¡Lo anunciaba la radio local! Seguro que saldría en el telediario local. ¡Tal vez incluso en el nacional! ¡Fantástico! ¡Todo marchaba sobre ruedas! ¡Como las ruedas de un coche! ¡El coche de Cleo Morey!

Ella tenía el mejor de la gama, el TF 160, con su motor con control de válvula variable. Lo estaba escuchando ahora, 1,8 litros acelerando dulcemente en el aire fresco de primera hora de la mañana. Las ocho. La chica trabajaba mucho, eso tenía que reconocérselo.

Ahora salía del sitio donde tenía aparcado el coche y subía la calle, manteniendo demasiado rato la primera, pero quizá le gustara el ronroneo del tubo de escape.

Cruzar la verja delantera del patio de la urbanización donde vivía Cleo Morey fue sencillo. Sólo eran cuatro números en un panel táctil. Los había descifrado fácilmente observando con unos prismáticos, desde la comodidad de su coche, a otros residentes que regresaban a casa.

El patio estaba vacío. Si algún vecino curioso miraba desde detrás de las persianas, vería al mismo hombre de ayer pulcramente vestido con su tablilla sujetapapeles y el emblema de Seeboard en el bolsillo de la chaqueta, así que supondría que iba a comprobar de nuevo el contador. O algo así.

La llave nueva giró con dulzura en la cerradura. ¡Gracias a Dios! Entró en un área grande y abierta en la planta baja y cerró la puerta tras él. El silencio olía a cera para muebles y granos de café recién molidos. Oyó el zumbido débil de un frigorífico.

Miró a su alrededor, asimilándolo todo, algo que no había tenido tiempo de hacer ayer, con la mujer malhumorada pegada a él. Vio paredes color crema con cuadros abstractos que no comprendió. Alfombras modernas extendidas por el suelo reluciente de roble. Dos sofás rojos, muebles negros lacados, un televisor grande, un equipo de música caro. Un ejemplar de la revista Sussex Life sobre una mesa auxiliar. Y velas apagadas. Muchas. Decenas, en candelabros de plata, en cuencos de cristal opaco, en jarrones. ¿Era una fanática religiosa? ¿Celebraba misas negras? Otra buena razón por la que tenía que morir. ¡A Dios le alegraría deshacerse de ella!

Entonces vio la pecera cuadrada sobre una mesita de café, con un pez de colores nadando alrededor de lo que parecían los restos de un templo griego en miniatura.

– Hay que liberarte -dijo el Multimillonario de Tiempo-. Está mal tener a los animales encerrados.

Caminó hasta una hilera de estantes que iban del suelo al techo. Vio Brighton rock, de Graham Greene. Luego una novela de James Herbert, Nobody true. Una novela policíaca de Natasha Cooper. Varios libros de Ian Rankin y un thriller histórico de Edward Marston.

– ¡Vaya! -dijo en voz alta-. ¡Tenemos el mismo gusto literario! ¡Qué pena que nunca tengamos la oportunidad de hablar de libros! ¿Sabes?, en otras circunstancias tú y yo tal vez habríamos sido buenos amigos.

Entonces abrió el cajón de una mesa. Contenía gomas elásticas, un fajo de tiques de aparcamiento, un mando roto para abrir la puerta del garaje, una pila solitaria, sobres. Hurgó entre las cosas, pero no encontró lo que buscaba. Lo cerró. Luego miró a su alrededor, abrió dos cajones más y volvió a cerrarlos, sin suerte. Los cajones de la cocina tampoco aportaron nada.

Aún le dolía la mano. Le escocía todo el tiempo, cada vez era peor, a pesar de las pastillas. Y le dolía la cabeza. Notaba pinchazos constantemente y tenía un poco de fiebre, pero podía soportarlo.

Subió las escaleras despacio, tomándose su tiempo. Cleo Morey acababa de irse a trabajar. Disponía de todo el tiempo del mundo. ¡Horas si quería!

En el segundo piso, encontró un baño pequeño. Enfrente estaba su estudio. Entró. Era una habitación caóticamente desordenada, revestida de nuevo con estanterías abarrotadas; casi todos los libros parecían ser de filosofía. Delante de una ventana con vistas que se extendían por encima de los tejados de Brighton hacia el mar, había una mesa llena de papeles, con un ordenador portátil en el centro. Abrió todos los cajones del escritorio, inspeccionando ordenadamente el contenido antes de cerrarlos con cuidado. Luego abrió y cerró los cuatro cajones de un archivador metálico.

El dormitorio al otro lado de una escalera de caracol parecía conducir a la terraza. Entró y olisqueó su cama. Luego apartó una colcha púrpura y apretó la nariz en las almohadas, inhalando profundamente. Los aromas le tensaron la entrepierna. Con cuidado, retiró el edredón y olió cada centímetro de las sábanas. ¡Más de ella! ¡Todavía más! ¡Ninguna fragancia del comisario Grace! ¡Ninguna mancha de su semen en las sábanas! ¡Sólo los olores de ella! ¡Sólo de ella! Dejados allí para que él los disfrutara.

Volvió a colocar el edredón, luego la colcha, cuidadosamente. Muy cuidadosamente. Nadie sabría nunca que había estado allí.

En la habitación había un moderno tocador negro lacado. Abrió el único cajón y allí, acurrucado entre sus cajas de joyas, ¡lo vio! El llavero de piel negra con las letras MG grabadas en oro. Las dos llaves brillantes sin estrenar y la anilla que las unía.

Cerró los ojos y rezó una breve oración para dar las gracias a Dios, que le había guiado hasta ellas. Entonces se acercó las llaves a los labios y les dio un beso.

– ¡Qué preciosidad!

Cerró el cajón, se guardó el llavero en el bolsillo, regresó abajo y se dirigió a la pecera. Se subió el puño de la chaqueta, luego la manga de la camisa y hundió la mano en el agua tibia. ¡Era como intentar coger una pastilla de jabón en la bañera! Pero al final consiguió agarrar el pez resbaladizo y escurridizo, cerrando los dedos en torno a la estúpida criatura.

Luego lo tiró al suelo.

Mientras salía por la puerta, lo oyó retorcerse.

Загрузка...