Capítulo 51

La marea empezaba a subir en la orilla de Brighton y Hove, pero aún quedaba una extensión amplia de marismas descubiertas entre la playa de guijarros y la espuma blanca de las olas. Aunque eran casi las ocho y media de la noche y el sol se ponía deprisa en el horizonte, todavía había mucha gente en la playa.

El humo dulce de la barbacoa se mezclaba con los olores a salitre, algas y alquitrán. La música de un grupo de percusión colocado que tocaba en el paseo marítimo flotaba en el aire cálido y tranquilo. Dos niños pequeños desnudos clavaban palas de plástico en el barro, ayudados por un hombre rollizo muy quemado por el sol, ataviado con unos pantalones cortos de colores chillones y una gorra de béisbol, que añadía una capa más a un castillo de arena que ya parecía terminado.

Dos amantes jóvenes, vestidos con pantalones cortos y camisetas, caminaban descalzos por el barro frío y húmedo. Pisaban las líneas de los rastros de las lombrices de tierra, las conchas vueltas del revés, los filamentos de las algas, evitando cuidadosamente la lata oxidada, la botella tirada y el recipiente de plástico vacío que encontraban de vez en cuando. Iban cogidos con fuerza de la mano y se detenían cada pocos pasos para besarse, balanceando sus chanclas en la mano libre.

Despreocupados, sonrientes, pasaron por delante de un anciano solemne con un sombrero blanco arrugado muy calado que movía un detector de metales, unos centímetros por encima de la superficie del barro. Luego se cruzaron con un joven que llevaba botas de agua, pantalones color caqui y una camisa abierta y suelta, a su lado en el suelo una cesta de pesca. Sacaba lombrices con una pala para utilizarlas de anzuelo y las echaba en un cubo de goma.

A poca distancia, más adelante, estaban las vigas de metal ennegrecidas de las ruinas del West Pier, que se alzaban desde el mar en la luz mortecina, como una escultura fantasmagórica. El agua parecía viajar más deprisa, con más urgencia a cada minuto, las olas cada vez mayores, más ruidosas.

La chica gritó e intentó apartar a su novio hacia la orilla al ver que, de repente, el agua avanzaba mucho más que antes y les cubría los pies descalzos.

– ¡Me estoy mojando, Ben!

– Tamara, ¡qué tonta eres! -contestó él, manteniéndose firme mientras el agua de otra ola, más cerca aún, les llega a los tobillos y, luego, una tercera, casi a las rodillas. El chico señaló hacia el horizonte, a la esfera carmesí del sol-. Mira la puesta de sol. Cuando toca el horizonte, sale un destello de luz verde. ¿Lo has visto alguna vez?

Pero la chica no estaba mirando el sol. Observaba un tronco que rodaba una y otra vez con la espuma. Un tronco que arrastraba largos zarcillos de algas marinas enredadas en un extremo. Una ola aún mayor rugió y aspiró el madero hacia dentro. Y por un instante breve, fugaz, mientras el tronco rodaba, vio una cara. Unos brazos y unas piernas. Y se percató de que no eran algas lo que había en el extremo. Era cabello humano.

Chilló.

Ben le soltó la mano y entró corriendo en el agua, hacia él. Una ola le golpeó las rodillas, rodándole el cuerpo y la cara, salpicando los cristales de sus gafas de sol, empañándole la vista. El cuerpo volvió a rodar, una mujer desnuda con la cara parcialmente roída, la piel del color de la cera. El mar se la tragaba, alejándola de Ben, reclamada por el océano como si sólo la hubiera mostrado para una breve inspección.

El joven avanzó deprisa, ahora el agua le llegaba hasta los muslos, estaba totalmente empapado. Entonces otra ola explotó a su alrededor, agarró un brazo por la muñeca y tiró con fuerza. la piel estaba fría y viscosa, como la de un reptil. Se estremeció, pero siguió aferrándolo con decisión. La mujer parecía poco corpulenta, pero con la fuerza del océano en su contra, pesaba como un plomo. La atrajo hacia él, atrapado en un tira y afloja sombrío.

– ¡Tam! -gritó-. ¡Pide ayuda a alguien! ¡Saca el móvil y llama al 112!

Luego, de repente, todavía agarrando la muñeca con fuerza, cayó hacia atrás. Aterrizó de espaldas en el barro, mientras la espuma ensordecedora de otra ola rugía y aspiraba y borboteaba en su cara y a su alrededor. Y ahora oyó otro sonido en sus oídos, un gemido apagado e irregular, cada vez más fuerte, más intenso, más desgarrador.

Era Tamara. Rígida, sus ojos grandes y horrorizados, la boca abierta, el grito nacido en lo más profundo de su ser.

Ben todavía no se había dado cuenta del todo de que el brazo que estaba agarrando se había soltado del resto del cuerpo.

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