Capítulo 17

La sala de autopsias del depósito no se parecía a ningún lugar de la tierra que Roy Grace pudiera imaginar. Era un crisol donde se desmontaba a los seres humanos hasta sus elementos más básicos, o eso parecía a veces. Independientemente de lo limpio que pudiera estar, el olor a muerte flotaba en el aire, se te aferraba a la piel y a la ropa y volvías a sentirlo estuvieras donde estuvieses horas después de haberte marchado.

Aquí todo era muy gris, como si la muerte eliminara el color de los alrededores, y de los propios cadáveres. Las ventanas eran de un gris opaco que sellaba la habitación a los ojos de los curiosos. Los azulejos de las paredes eran grises, como el suelo de baldosas moteadas con el desagüe que recorría toda la sala. En ocasiones, cuando había estado aquí solo, con tiempo para meditar, le parecía incluso que la luz era de un gris etéreo, teñida por las almas de los cientos de víctimas de muertes repentinas o inexplicables que cada año sufrían una última humillación aquí, entre estas paredes.

Dominaban la habitación dos mesas de autopsia de acero, una fijada al suelo y la otra, en la que descansaba Katie Bishop -su rostro más pálido ya que cuando la había visto antes-, provista de ruedecillas. Había un torno hidráulico azul y una hilera de neveras con puertas de metal que iban del suelo al techo. En una pared había fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En la otra, una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina de «trofeos» macabros, un expositor lleno de artículos truculentos -marcapasos y prótesis de cadera en su mayoría- extraídos de los cadáveres. Al lado, había un gráfico de pared donde se detallaba el nombre de cada fallecido, con columnas para los pesos de su cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Lo único que aparecía escrito por el momento era: «KATHERINE BISHOP». Como si fuera la afortunada ganadora de una competición, pensó Grace con aire sombrío.

Como un quirófano, la sala no contenía nada que tuviera un propósito decorativo, nada superficial o frívolo, nada que aliviara el trabajo deprimente que allí dentro se llevaba a cabo. Pero al menos en un quirófano la gente tenía la motivación de la esperanza. En esta sala no había esperanza alguna, sólo curiosidad clínica. Un trabajo que realizar. La maquinaria fría e impersonal de la ley en funcionamiento.

En cuanto morías, dejabas de pertenecer a tu cónyuge, pareja, padres, hermanos. Perdías todos tus derechos y te convertías en propiedad del forense local, hasta que él, o ella, quedara satisfecho y determinara que efectivamente eras tú el que había muerto, hasta que estuviera claro qué te había matado. No importaba que tus seres queridos no quisieran que tu cuerpo fuera eviscerado. No importaba que tu familia tuviera que esperar semanas, a veces meses, para enterrarte o incinerarte. Tú dejabas de ser tú. Para ser un ejemplar de la biología. Una masa de fluidos, proteínas, células, fibras y tejidos en descomposición, cualquier fragmento microscópico de los cuales tal vez tuviera una historia que contar sobre tu muerte.

Pese a la repugnancia que sentía, Grace estaba fascinado. Debía observar siempre la profesionalidad aparentemente inagotable de los patólogos y le imponía respeto el cuidado meticuloso que tenían. La causa de la muerte no era lo único que se establecería con seguridad en esta mesa de autopsias; el cuerpo podía proporcionar innumerables pistas más, como la hora aproximada de la muerte, el contenido del estómago o si había habido una pelea, una agresión sexual o una violación. Y con suerte, quizás en un arañazo o en el semen, se podría hallar el santo grial de las pruebas actuales: el ADN del asesino. A menudo, la sala de autopsias es el lugar donde en realidad se resuelven los crímenes hoy en día.

Por todo aquello, Grace, como investigador jefe, tenía que estar presente, acompañado por otro agente -Glenn Branson- por si debía ausentarse por algún motivo. Derek Gavin, del equipo del SOCO, también se encontraba allí, grabando cada etapa en vídeo, así como una agente del juzgado de instrucción, una ex policía de pelo gris y de unos cuarenta y cinco años, tan callada y discreta que casi pasaba desapercibida. También presentes estaban Cleo Morey y su compañero Darren, el ayudante del técnico de patología anatómica, un joven astuto y guapo de veinte años, moreno con el pelo de punta, que había comenzado su vida laboral de manera bastante apropiada, pensó Grace. De aprendiz de carnicero.

Nadiuska de Sancha, la patóloga, y los dos técnicos llevaban delantales gruesos sobre los uniformes verdes, guantes de goma y botas de agua blancas. El resto de las personas de la sala llevaba trajes protectores verdes y chanclos. El cuerpo de Katie Bishop estaba envuelto en un plástico blanco, con bolsas atadas con bandas elásticas en las manos y los pies, para proteger cualquier prueba que hubiera quedado atrapada debajo de las uñas. En estos momentos, la patóloga estaba desenvolviendo el plástico, escudriñándolo en busca de cabellos, fibras, células epidérmicas o cualquier otra materia, por muy pequeña que fuera, que pudiera haber pertenecido al agresor y que pudiera habérsele pasado por alto cuando examinó el cadáver de Katie en su dormitorio.

Se alejó para dictar a su grabadora. Veinte años mayor que Cleo, o tal vez más, Nadiuska era, a su manera, una mujer igual de atractiva. Guapa y circunspecta, tenía los pómulos altos y unos ojos verde claro que podían ponerse tremendamente serios un momento y brillar con humor al siguiente; lucía una cabellera pelirroja encendida que ahora llevaba recogida perfectamente. Tenía un porte aristocrático, apropiado para alguien que era, según se decía, la hija de un duque ruso, y usaba unas gafas pequeñas de montura gruesa de las que gustan a los intelectuales de los medios. Dejó la grabadora cerca del fregadero, volvió con el cadáver y desenvolvió despacio la mano derecha de Katie.

Cuando por fin el cuerpo estuvo completamente desnudo y Nadiuska hubo retirado y registrado los restos de debajo de las uñas, la patóloga centró su atención en las marcas que la mujer presentaba en el cuello. Después de examinarlas unos minutos con una lupa, estudió los ojos antes de dirigirse a Grace.

– Roy, esto de aquí es una herida de arma blanca superficial, con una marca de atadura sobre el mismo lugar. Acércate a mirar la esclerótica, el blanco de los ojos. Verás la hemorragia. -En su voz había una ligera inflexión gutural centroeuropea.

El comisario, ataviado con los chanclos toscos y el traje verde, que hacía frufrú al caminar, se acercó a Katie Bishop y miró a través de la lupa, primero el ojo derecho, luego el izquierdo. Nadiuska tenía razón: en el blanco de los dos ojos podían verse con total claridad varias manchitas rojas, del tamaño de un pinchazo. En cuanto hubo visto suficiente, retrocedió un par de pasos.

Derek Gavin avanzó y fotografió cada ojo con un macro.

– La presión en el cuello fue suficiente para comprimir las venas, pero no las arterias -explicó Nadiuska, ahora más alto, como si hablara tanto para Roy como para todos los demás presentes en la sala-. La hemorragia es un buen indicador de estrangulamiento o asfixia. Lo extraño es que no tiene marcas en el cuerpo. Es de imaginar que si se resistió a su agresor tendría que haber arañazos o moratones, ¿no? Sería lo normal.

Tenía razón. Grace había pensado lo mismo.

– Entonces, ¿pudo tratarse de alguien a quien conocía? ¿Un juego sexual que se torció? -preguntó.

– ¿Con la herida de arma blanca? -intervino Glenn Branson con recelo.

– Estoy de acuerdo -dijo Nadiuska-. No encaja necesariamente.

– Bien visto -les concedió Grace, sorprendido de que se le hubiera pasado por alto algo tan obvio; lo achacó al cansancio mental.

Luego la patóloga comenzó por fin la disección. Con un bisturí en una mano enguantada, levantó el pelo enmarañado de Katie y realizó una incisión alrededor de la parte trasera del cuero cabelludo, luego lo retiró hacia delante, con el pelo aún pegado, de forma que quedó colgando, del revés, sobre la cara de la mujer muerta, como una máscara horrorosa y sin facciones. Entonces Darren, el técnico asistente, se acercó con la sierra giratoria.

Grace se preparó para aguantar aquel momento y se fijó en la expresión de los ojos de Glenn Branson. Éste era uno de los momentos que más le desagradaba -éste y cuando abrían el estómago, que siempre liberaba un olor que podía provocarte arcadas-. Darren pulsó el botón de encendido, la máquina gimió y sus dientes afilados empezaron a girar. Luego se oyó ese chirrido que le golpeó la boca del estómago y todos los nervios de su cuerpo, cuando los dientes penetraron en el borde superior del cráneo de Katie.

Era tan horrible, tan especialmente horrible con el estómago revuelto y la martilleante resaca, que Grace quiso retirarse a un rincón y taparse los oídos con los dedos. Pero no podía, por supuesto. Tuvo que resistir mientras el joven técnico del depósito repasaba todo el cráneo con la sierra, los fragmentos de hueso volando como serrín, hasta que al fin terminó. Luego levantó el casquete del cráneo, como si fuera la tapa de una tetera, y el cerebro, de aspecto brillante, quedó al descubierto.

La gente siempre se refería a él como «materia gris», pero a Grace, que había visto muchos, nunca le había parecido que fueran realmente grises -más bien de un color marrón crema-. Se volvían grises más tarde. Nadiuska avanzó; la observó mientras examinaba el cerebro. Darren le acercó un cuchillo para deshuesar de hoja fina, un Sabatier que podría estar en el cajón de cualquier cocina. Lo introdujo en la cavidad craneal, cortó los músculos y los nervios ópticos, luego sacó el cerebro, como si fuera un trofeo, y se lo dio a Cleo. Ella lo llevó a la balanza, lo pesó y anotó la cantidad en la lista de la pared: 1,6 kilos.

Nadiuska la miró.

– Normal para su estatura, peso y edad -afirmó.

Darren colocó una bandeja de metal sobre los tobillos de Katie, las patas encima de la mesa a cada lado de las piernas de la mujer. La patóloga cogió un cuchillo de carnicero de hoja larga y palpó el cerebro en diversos lugares con los dedos, mirándolo detenidamente. Luego, con el cuchillo, sajó un trozo fino en un extremo, como si estuviera cortando el asado del domingo.

En ese momento, a Grace le sonó el móvil. El comisario se retiró para contestar.

– Roy Grace -dijo.

Era Linda Buckley otra vez.

– Hola, Roy -dijo la policía-. Brian Bishop acaba de volver. He llamado para anular la alerta.

– ¿Dónde diablos estaba?

– Dice que ha salido a tomar el aire.

– Ya, seguro -dijo Grace saliendo de la sala al pasillo-. Habla con el equipo que controla las cámaras de seguridad. A ver qué tienen de las inmediaciones del hotel en las últimas horas.

– Lo haré, ahora mismo. ¿Cuándo acabaréis, para llevarlo a reconocer el cadáver?

– Aún tardaremos un rato. Tres o cuatro horas por lo menos. Te llamaré.

Al colgar, el teléfono volvió a sonar al instante. No reconoció el número: vio una larga serie de dígitos que comenzaba por 49, lo que sugería que la llamada provenía del extranjero. Contestó.

– ¡Roy! -dijo una voz que le resultó familiar.

Era su viejo amigo y compañero Dick Pope. En su día, Dick y su mujer, Lesley, habían sido sus mejores amigos. Pero a Dick lo destinaron a Hastings y, desde que se mudaron, Grace no los había visto demasiado.

– ¡Dick! Me alegra escucharte… ¿Dónde estás?

Hubo una vacilación repentina en la voz de su amigo.

– Estamos en Munich. De vacaciones con el coche. ¡Probando la cerveza bávara!

– ¡Qué bien suena! -dijo Grace, intranquilo por la vacilación, como si hubiera algo que su amigo no quisiera contarle.

– Roy… Mira, puede que no sea nada. No quiero causarte ningún… Ya sabes, ningún trastorno ni nada. Pero Lesley y yo creemos que acabamos de ver a Sandy.

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