Capítulo 30

A las siete y cuarto, el sol comenzaba a abandonar al fin la costa de Sussex. El Multimillonario de Tiempo estaba sentado en la terraza de un café abarrotado, bebiendo su tercera Coca-Cola Zero y, de vez en cuando, arañando más restos de la copa de helado de nueces de pacana que tenía delante, para ayudar a pasar el rato. Estaba gastando algunos de sus dólares, libras, euros de tiempo. Más valía gastarse el dinero; no podías llevártelo contigo.

Se llevó la mano a la boca y se la chupó unos momentos. El escozor seguía allí y no estaba seguro de si eran imaginaciones suyas, pero la hilera de minúsculas marcas rojas, rodeadas por un cardenal tenue del color de una mancha de nicotina, parecía más amoratada.

A poca distancia, un grupo de percusión tocaba música caribeña. Island in the Sun, isla soleada.

Una vez estuvo a punto de ir a una isla soleada. Estaba todo planificado y luego pasó «eso». La vida se había cagado en él desde una gran altura. Bueno, exactamente la vida no. No, no, no.

Sólo uno de sus habitantes.

El aire tenía un sabor salado. Olía a cabos, óxido, barniz de barco y, cada pocos minutos, llegaba un hedor repentino y tenue, pero muy claro, a orina. Un rato después de que se pusiera el sol, saldría la luna. Los hombres también se habían cagado en eso.

El recibo de su cuenta, ya pagada, estaba debajo del cenicero, ondeando como una mariposa moribunda en la suave brisa marina. Siempre estaba preparado, siempre listo para su siguiente movimiento. Nunca podía predecir cuál sería. A diferencia del sol.

Se preguntó adónde iba ese disco ocre de gases silenciosos y achicharrantes e intentó calcular mentalmente algunos de los husos horarios del mundo. Ahora mismo, a 21.700 kilómetros de distancia, sería una bola carmesí, elevándose poco a poco en el horizonte en Sydney. Aún reluciría abrasador en lo alto del cielo de la tarde de Río de Janeiro. Daba igual dónde estuviera, nunca era consciente de su poder. Del poder que le daba a la gente. A diferencia de él, que sí era consciente del poder que llevaba dentro.

El poder de la vida y de la muerte.

Perspectiva. Todo dependía de la perspectiva. La oscuridad de un hombre era la luz de otro. ¿Cómo era posible que tanta gente no se percatara de ello?

¿Esa chica estúpida, sentada en la playa unos metros por delante de él, que miraba más allá de los cuerpos tumbados en la playa, a la masa monótona, cambiante, del océano? ¿Las velas flojas de las yolas y las tablas de windsurf? ¿Las manchas grises distantes de los buques cisterna y portacontenedores descansando, inmóviles, a lo lejos en el horizonte, como juguetes en una estantería? ¿Los bañistas estúpidos de última hora que chapoteaban en el inodoro asqueroso que imaginaban que era un mar puro y limpio?

¿Sabía Sophie Harrington que ésta era la última vez que veía todo aquello?

¿La última vez que olería los cabos alquitranados, la pintura de barca o la orina de desconocidos?

Toda la maldita playa era una alcantarilla de carne desnuda. Cuerpos con ropa escasísima. Blanca, roja, morena, negra. Exhibiéndose. Algunas de las mujeres iban en topless, putas asquerosas. Observó a una que se paseaba, la cabellera pelirroja despeinada hasta los hombros, las tetas hasta el estómago, el estómago hasta la pelvis, bebiendo una botella de cerveza rubia o negra -estaba demasiado lejos para distinguirlo-, el culo gordo saliendo de una tela de nailon azul eléctrico, los muslos marcados por la celulitis. Se preguntó cómo le quedaría la máscara antigás con su pubis pelirrojo desgreñado aplastado en la cara de él. Se preguntó a qué olería ahí abajo. ¿A ostras?

Entonces, centró la atención de nuevo en la estúpida chica que estaba sentada en la playa desde hacía dos horas. Ahora se levantaba, pisaba los guijarros, con los zapatos en la mano, haciendo una mueca de dolor con cada paso que daba. ¿Por qué, se preguntó, no se calzaba? ¿Tan corta era realmente?

Le formularía la pregunta luego, cuando estuviera a solas con ella en su dormitorio y tuviera la máscara antigás en la cara, cuando su voz le llegara terrible y ominosa.

Tampoco es que le importara la respuesta.

Lo único que le importaba era lo que había escrito cuando tenía doce años en el apartado en blanco para notas que cerraba su cuaderno escolar Letts azul. Ese cuaderno era una de las pocas posesiones que aún conservaba de su infancia. Estaba dentro de una pequeña caja metálica donde guardaba aquellas cosas que tenían un valor sentimental para él. La caja se encontraba en un garaje, bastante cerca de aquí, que alquilaba por meses. De niño había aprendido la importancia de hallar un espacio propio en este mundo, por muy pequeño que fuera. Donde poder guardar tus cosas. Sentarte y pensar.

Fue en un espacio privado que encontró cuando tenía doce años donde se le ocurrieron por primera vez las palabras que anotó en su cuaderno:

Si realmente quieres hacer daño a alguien, no lo mates, eso sólo duele un tiempo breve. Es mucho mejor matar aquello a lo que aman. Eso les dolerá para siempre.

Repitió esas palabras una y otra vez, como un mantra, mientras seguía a Sophie Harrington, guardando una distancia prudente, como siempre. Ella se detuvo y se puso los zapatos, luego recorrió el paseo marítimo, pasando por delante de las tiendas con la fachada de ladrillo rojo del Arches, uno de cuyos locales era una galería de artistas de Brighton, y luego por una marisquería, se paró ante un grupo de percusión, vio una mina antigua de la Segunda Guerra Mundial que el mar había arrastrado y que ahora estaba colocada sobre un pedestal, y una tienda que vendía sombreros de playa, cubos, palas y molinetes giratorios.

La siguió a través de una muchedumbre despreocupada y bronceada, rampa arriba hacia la concurrida Kings Road, donde dobló a la izquierda, en dirección oeste, y dejó atrás el Hotel Royal Albion, el Old Ship, el Odeon Kingswest, el Thistle, el Grand, el Metropole.

Con cada minuto que pasaba estaba más excitado.

La brisa zarandeaba los laterales de su capucha y por un momento casi se la quitó. La agarró con fuerza sobre su frente y sacó el móvil del bolsillo. Tenía que hacer una importante llamada de negocios.

Esperó a que cruzara un coche de policía, la sirena ululando, antes de marcar, mientras seguía caminando, cincuenta metros detrás de ella. Se preguntó si Sophie iría a pie hasta su casa o cogería un autobús o un taxi. En realidad no le importaba. Sabía dónde vivía. Tenía su propia llave.

Y disponía de todo el tiempo del mundo.

Luego, con una punzada de pánico repentina, se dio cuenta de que había olvidado en la terraza del bar la bolsa de plástico que contenía la máscara antigás.

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