Capítulo 3

Marlon hacía lo de siempre, es decir, nadar por su pecera, circunnavegando por su mundo con la determinación incansable de un explorador que se adentra en otro continente desconocido. Abría y cerraba la boca, casi siempre mordiendo el agua, sólo engullendo de vez en cuando una de las bolitas microscópicas que Grace imaginaba que, por lo que le habían costado, serían el equivalente para peces de una cena en el restaurante de Gordon Ramsay.

Grace estaba en el salón de casa, apoltronado en el sillón reclinable. Su esposa, Sandy, desaparecida tiempo atrás, había decorado la sala con un estilo minimalista en blanco y negro; hasta hacía poco, allí sus recuerdos abundaban. Ahora tan sólo quedaban algunos objetos singulares de los cincuenta que habían comprado juntos (ocupando el lugar de honor estaba una máquina tocadiscos que habían restaurado) y una única fotografía de ella, en un marco de plata, tomada doce años atrás en unas vacaciones en Capri, su rostro hermoso y bronceado sonriendo con descaro. Estaba apoyada en unas rocas escarpadas, con su pelo rubio revoloteando al viento, bañado por la luz del sol, como la diosa que había sido para él.

Tomó un trago de Glenfiddich, los ojos pegados a la pantalla del televisor, viendo una película antigua de DVD. Era una de las diez mil que su amigo Glenn Branson no podía creer que no hubiera visto nunca.

Y no era que últimamente la superioridad de Branson en temas cinematográficos sacara lo mejor de su naturaleza competitiva, sino que Grace se había propuesto aprender, educarse, llenar ese enorme agujero negro cultural que tenía en la cabeza. Durante el mes pasado, se había ido dando cuenta de que su cerebro era el depositario de páginas y páginas de manuales de instrucción policial y datos sobre rugby, fútbol, automovilismo, criquet y poco más. Y eso tenía que cambiar. Deprisa.

Porque por fin estaba quedando otra vez con alguien -salía con una mujer, la deseaba, estaba totalmente loco por ella, tal vez incluso enamorado-. Y no podía creer la suerte que tenía. Pero ella era mucho más culta que él. A veces parecía haber leído todos los libros que se habían escrito, que hubiera visto todas las películas, que hubiera asistido a todas las óperas y que conociera intelectualmente la obra de todos los artistas de renombre, vivos o muertos. Y por si no fuera poco, estaba estudiando un curso de Filosofía en la universidad a distancia. Aquello explicaba la pila de libros de esta disciplina que descansaban sobre la mesita de café junto al sillón. La mayoría los había comprado hacía poco en City Books, en Western Road, y el resto, rebuscando en casi todas las librerías de Brighton y Hove.

Dos títulos supuestamente accesibles, Las consolaciones de la filosofía y Zenón y la tortuga, estaban arriba del montón. Libros para profanos que comenzaba a comprender. Bueno, algunos trozos, en cualquier caso. Al menos le proporcionaban conocimientos suficientes para salir del apuro en las conversaciones que mantenía con Cleo sobre algunos de los temas de los que hablaba. Y descubrió que le interesaban de verdad, lo cual era bastante sorprendente. Conectaba en particular con Sócrates. Un solitario, condenado a muerte por sus pensamientos y enseñanzas, que en una ocasión dijo: «Una vida sin examen no es digna de ser vivida».

Y la semana pasada ella lo había llevado al Glyndebourne, a ver Las bodas de Fígaro, de Mozart. Algunos pasajes de la ópera se le hicieron largos, pero hubo momentos de una belleza tan intensa, tanto por la música como por el espectáculo, que casi se le escapó una lágrima de la emoción.

Ahora, se sentía atrapado por la película en blanco y negro que estaba viendo, ambientada en la Viena de posguerra. En escena, Orson Welles, que interpretaba a un estraperlista llamado Harry Lime; estaba con Joseph Cotten en la cabina de una noria en un parque de atracciones. Cotten reprobaba a su viejo amigo Harry que se hubiera vuelto un corrupto. Welles contraatacaba diciendo: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas… Pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».

Bebió otro trago largo de whisky. Welles interpretaba a un personaje simpático, pero Grace no sentía ninguna simpatía por él. El hombre era un villano y, a lo largo de sus veinte años de carrera hasta la fecha, el comisario jamás había conocido a un delincuente que no intentara justificar lo que había hecho. En sus mentes retorcidas, era el mundo el que estaba mal, no ellos.

Bostezó y movió el vaso vacío; los cubitos de hielo repiquetearon. Pensaba en mañana viernes y en la cena con Cleo. No la había visto desde el viernes anterior, pues había pasado el fin de semana fuera, en una gran reunión familiar en Surrey. Sus padres celebraban su trigésimo octavo aniversario de boda y él había sentido una punzadita de malestar porque no le había invitado, como si guardara las distancias para marcar que aunque estuvieran saliendo e hicieran el amor, en realidad no eran una pareja. Luego, el lunes, se había marchado a un curso de formación. Aunque habían hablado todos los días, y se habían enviado mensajes por móvil e internet, la echaba muchísimo de menos.

Mañana lo aguardaba una reunión a primera hora con su impredecible jefa, la agridulce Alison Vosper, la subdirectora de la Policía de Sussex. Muerto de cansancio de repente, se debatía entre servirse otro whisky y ver el resto de la película o dejarlo para la noche siguiente cuando llamaron a la puerta.

¿Quién diablos lo visitaba a medianoche?

El timbre volvió a sonar. Lo siguió un golpeteo seco. Luego otro más.

Perplejo y cauteloso, paró el DVD, se levantó, algo tambaleante, y salió al recibidor. Más golpes, insistentes. Luego sonó otra vez el timbre.

Grace vivía en un barrio tranquilo, casi residencial, en una calle de casas pareadas que llegaba hasta el paseo marítimo de Hove. Quedaba lejos del lugar que frecuentan los drogatas y los marginados que poblaban las noches de Brighton y Hove, pero de todas formas, estaba alerta.

A lo largo de los años, debido a su trabajo, se había peleado -cabreado- con muchos sinvergüenzas de esta ciudad. La mayoría eran meros delincuentes comunes, pero algunos eran actores poderosos. Había un sinfín de personas que podían tener una buena razón para ajustar las cuentas con él. Sin embargo, nunca se había molestado en instalar una mirilla o una cadena de seguridad en la puerta.

Así que, confiando en su ingenio y un tanto confundido por el exceso de whisky, abrió la puerta de par en par. Se encontró mirando al hombre a quien más quería en este mundo, el sargento Glenn Branson, un tipo de un metro noventa, negro y calvo como una bola de billar. Pero en lugar de ofrecerle su habitual sonrisa alegre, el sargento tenía los ojos llorosos.

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