Capítulo 59

Vestida sólo con una camiseta blanca arrugada, Cleo estaba sentada en su lugar preferido, sobre una alfombra en el suelo, apoyada en el sofá. Los periódicos del domingo descansaban esparcidos a su alrededor, y ella mecía una taza de café medio vacía que se enfriaba a cada minuto que pasaba. Encima de ella, Pez estaba ocupado explorando su pecera rectangular, como siempre. Nadó despacio unos momentos, como si acechara a alguna presa invisible y, luego, de repente, se lanzó hacia algo, quizás un trocito de comida, o hacia un enemigo o amante imaginario.

A pesar de que la habitación estaba en la sombra, y de que tenía todas las ventanas abiertas, el calor era tan pegajoso que resultaba desagradable. Tenía puesto Sky News en la televisión, pero el sonido estaba muy bajo y, en realidad, no prestaba atención, sólo era ruido de fondo. En la pantalla, se veía una columna de humo negro, la gente sollozaba, las imágenes temblorosas de una cámara al hombro mostraban a una mujer histérica, cadáveres, edificios inhóspitos, la bola de metal retorcida envuelta en llamas de lo que había sido un coche, un hombre cubierto de sangre a quien se llevaban en una camilla. Otro domingo más en Iraq.

Mientras tanto, su domingo también se consumía. Eran las doce y media, hacía un día magnífico y lo único que había hecho era levantarse y tumbarse aquí abajo, en esta habitación sombreada, hojeando sección tras sección de los periódicos hasta que tuvo los ojos demasiado cansados para seguir leyendo. Y tenía el cerebro demasiado cansado para pensar. La casa estaba hecha una pocilga, le hacía falta una buena limpieza, pero carecía de entusiasmo, de energía. Miró su móvil, esperando ver una respuesta al mensaje que le había mandado a Roy. «Maldito hombre», pensó. Pero en realidad, era a ella a quien maldecía.

Entonces, descolgó el teléfono y marcó el número de su mejor amiga, Millie.

Contestó una niña. Una voz titubeante, lenta, interminable de cinco años dijo:

– ¿Diga? Soy Jessica, ¿con quién hablo, por favor?

– ¿Está tu mamá? -preguntó Cleo a su ahijada.

– Mamá está bastante ocupada en estos momentos -contestó Jessica dándose importancia.

– ¿Podrías decirle que soy tu tía Kelo? -Kelo era como la llamaba Millie desde que ella recordaba. Todo había comenzado porque Millie era disléxica.

– Bueno, el tema es…, verás, tía Kelo, está en la cocina porque hoy tenemos mucha gente a comer.

Luego, al cabo de unos momentos, oyó la voz de Millie.

– ¡Eh, hola! ¿Qué pasa?

Cleo le contó lo que había pasado con Grace.

Lo que siempre le había gustado de Millie era que, por muy doloroso que pudiera ser escuchar la verdad, nunca se andaba con rodeos.

– Eres idiota, K. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué harías tú en su lugar?

– Me mintió.

– Todos los hombres mienten. Funcionan así. Si quieres una relación a largo plazo con un hombre, tienes que comprender que será con un mentiroso. Es su naturaleza, es genético, es una maldita característica darwiniana adquirida para la supervivencia, ¿de acuerdo? Te dicen lo que quieren que oigas.

– Genial.

– Sí, bueno, es así. Las mujeres también mentimos, de un modo distinto. Yo he fingido la mayoría de los orgasmos que Robert cree que he tenido.

– No me parecen una gran base para construir una relación, las mentiras.

– No digo que todo sean mentiras. Digo que si buscas la perfección, K, acabarás sola. Los únicos tipos que no van a mentirte nunca son los que están en las neveras de tu depósito.

– ¡Mierda! -dijo Cleo de repente.

– ¿Qué?

– Nada. Acabas de recordarme que tengo que hacer algo.

– Escucha, me van a invadir de un momento a otro. ¡Robert ha invitado a un grupo de clientes a comer! ¿Puedo llamarte esta noche?

– No hay problema.

Cuando colgó, miró su reloj y se dio cuenta de que había estado tan absorta pensando en Roy que había olvidado por completo ir al depósito. Ella y Darren habían dejado sobre una mesa el cuerpo de la mujer que habían recogido anoche en la playa, porque todas las neveras estaban llenas -se había estropeado toda una hilera, y la estaban sustituyendo-. Un empleado de una funeraria local iría a buscar dos de los cadáveres al mediodía, y tenía que abrirle y, al mismo tiempo, meter a la mujer en una de las neveras desocupadas.

Se levantó. En el contestador tenía un mensaje de su hermana Charlie, que había llamado sobre las diez. Sabía exactamente qué le diría. Tendría que escuchar cómo le relataba con pelos y señales que su novio la había dejado. ¿Quizá podría convencerla para que se vieran en algún lugar al sol, en un parque o abajo en el paseo marítimo, para almorzar tarde cuando saliera del depósito? Marcó el número y, por suerte, Charlie accedió de buena gana y sugirió un lugar que conocía debajo de los Arches.

Treinta minutos más tarde, después de avanzar lentamente en el tráfico denso que se dirigía a las playas, cruzó las verjas del depósito, aliviada al ver que la entrada lateral cubierta, donde se entregaban y descargaban los cuerpos lejos de la mirada del público, estaba vacía. El empleado de la funeraria aún no había llegado.

Había bajado la capota y se animó, un poquito, al pensar en algo que Roy Grace le había dicho hacía unas semanas, mientras se dirigían a un pub en el campo: «¿Sabes? En una tarde cálida, con la capota bajada, como ahora, y contigo a mi lado, ¡resulta bastante difícil pensar que el mundo va mal!».

Aparcó el MG azul en su lugar habitual, delante de la puerta principal del edificio del depósito, con sus paredes de revestimiento rugoso gris, y luego abrió el bolso para sacar el teléfono y avisar a su hermana de que iba a llegar tarde. Pero no llevaba el móvil.

– ¡Joder! -dijo en voz alta.

¿Cómo diablos se lo había olvidado? Nunca, nunca, nunca salía de casa sin él. Su Nokia estaba unido a ella por un cordón umbilical invisible.

«Roy Grace, ¿qué diablos le estás haciendo a mi cabeza?»

Puso la capota, aunque sólo tenía intención de estar dentro unos minutos, y cerró el coche. Luego, de pie debajo de la cámara de seguridad exterior, introdujo la llave en la cerradura de la entrada de personal y la giró.


Uno de los vehículos de la hilera compacta de tráfico que se deslizaba por la rotonda de Lewes Road, al otro lado de la verja del depósito, era un Toyota Prius negro. A diferencia de la mayoría de los coches restantes, en lugar de continuar bajando hacia el paseo marítimo, giró a la izquierda, entró en la calle siguiente paralela al depósito y luego subió lentamente por la colina empinada, flanqueada de casas adosadas pequeñas a ambos lados, buscando un sitio donde aparcar. El Multimillonario de Tiempo sonrió. Había un espacio justo delante de él, justo del tamaño adecuado. Le estaba esperando.

Luego, se volvió a chupar la mano. El dolor estaba intensificándose; le embotaba la cabeza. Tampoco tenía buena pinta. Se le había hinchado más durante la noche.

– ¡Estúpida de mierda! -se quejó, en un ataque repentino de ira.


Aunque Cleo llevaba ocho años trabajando en depósitos de cadáveres, todavía no era inmune a los olores. El hedor que la golpeó hoy, al abrir la puerta, casi la tiró de espaldas, literalmente. Como todo los empleados, se había habituado a respirar por la boca, pero la peste a carne putrefacta -agria, cáustica, fétida-era penetrante y empalagosa, como impregnada de átomos extra que la envolvían como una niebla invisible, arremolinándose a su alrededor, filtrándose en cada poro de su piel.

Tan deprisa como pudo, aguantando la respiración y olvidándose de la llamada que iba a hacer, pasó corriendo por delante de su despacho y entró en el pequeño vestíbulo. Cogió unos pantalones verdes limpios de un gancho, metió los pies en sus botas de agua blancas, sacó un par de guantes de látex del paquete e introdujo las manos sudorosas en ellos. Luego se puso una mascarilla; no es que fuera a reducir demasiado el olor, pero algo ayudaría.

Giró a la derecha y recorrió el pasillo corto de baldosas grises hasta la sala de recepción, contigua a la sala de autopsias principal, y encendió las luces. Habían registrado a la mujer muerta como «Desconocida», el nombre que daban a todas las mujeres sin identificar que llegaban al lugar. Cleo siempre sentía que era algo muy triste, estar muerto y sin identificar.

Yacía sobre una mesa de acero inoxidable, junto a otras tres aparcadas una al lado de la otra. El brazo desprendido descansaba entre sus piernas y el cabello le colgaba hacia atrás, totalmente lacio, con un filamento minúsculo de alga verde enredado en él. Cleo caminó hacia ella, agitando la mano con fuerza, para apartar una docena de moscardas que revoloteaban por la sala. Tras el hedor a putrefacción, también percibía otro olor fuerte. La sal. El aroma penetrante del mar. Y, de repente, mientras arrancaba la hebra de alga del pelo de la mujer, ya no estaba segura de querer encontrarse con su hermana en la playa.

Entonces sonó el timbre de la puerta de atrás. Habían llegado los empleados de la funeraria. Miró la imagen de la cámara de seguridad antes de abrir las puertas traseras de la zona de descarga y ayudar a dos jóvenes vestidos con ropa informal a cargar los cadáveres, dentro de sus bolsas de plástico, en la parte de atrás de la discreta furgoneta marrón. Luego se marcharon. Cleo cerró las puertas con cuidado y regresó a la sala de recepción.

Del armario de la esquina, sacó una bolsa de plástico blanca para cadáveres y volvió con el cuerpo. Odiaba ocuparse de muertos que aparecían flotando en el mar. Tras unas semanas sumergidos, su piel adquiría un color fantasmal, blanco como la grasa, y la textura parecía cambiar, asemejándose a la carne de cerdo ligeramente escamosa. El término era «adipocira». El primer técnico del depósito de cadáveres con el que Cleo trabajó, a quien le encantaba todo lo macabro, le había explicado con un brillo en los ojos que también se conocía como «cera cadavérica».

Los labios de la mujer, sus ojos, sus dedos, parte de sus mejillas, sus pechos, su vagina y los dedos de sus pies estaban roídos, comidos por pequeños peces o cangrejos. Sus pechos gravemente mordisqueados caían, arrugados, a derecha e izquierda, sin la mayor parte del tejido interior, que había desaparecido junto con los últimos vestigios de dignidad de la pobre criatura.

«¿Quién eres?», se preguntó mientras abría la bolsa, extendiéndola debajo de ella, levantándola un poco, pero con sumo cuidado por si la piel se desgarraba.

Cuando la habían examinado anoche, junto a dos policías uniformados, un inspector y un cirujano de la policía, y Ronnie Pearson, el agente del juzgado de instrucción, no habían hallado ninguna señal obvia que indicara que se trataba de un asesinato. El cuerpo no presentaba marcas, excepto los rasguños propios de haber sido arrastrado por las olas contra los guijarros, aunque se encontraba en un estado de descomposición bastante avanzado y era posible que se hubieran perdido pruebas. Se había notificado al juez y ellos habían sido autorizados a trasladar el cadáver al depósito para realizarle la autopsia el lunes, y proceder a su identificación, por la ficha dental, muy probablemente.

Ahora volvió a examinarla detenidamente, para comprobar si tenía la marca de alguna atadura en el cuello que pudiera habérseles pasado por alto o un agujero de bala; intentaba ver qué podía averiguar de ella. Siempre era difícil determinar la edad de alguien que había estado sumergido un tiempo en el agua. Podía tener de veinticinco a cuarenta y tantos, calculó.

Podía haberse ahogado mientras nadaba o haberse caído de un barco. Quizá fuera una suicida. O incluso, como sucedía a veces, un entierro en el mar que no se había llevado a cabo correctamente y había subido a la superficie, aunque solían ser hombres y no mujeres los fallecidos enterrados en el mar. O podía ser una de las miles de personas que se evaporaban todos los años. Una desaparecida.

Con cuidado, levantó el brazo despegado y lo colocó sobre la mesa de acero inoxidable vacía que había junto al cadáver. Luego, con mucha delicadeza, comenzó el proceso de darle la vuelta para comprobar su espalda. Mientras lo hacía, oyó un clic apenas perceptible procedente de dentro del edificio.

Levantó la cabeza y se quedó escuchando un momento. Parecía la puerta de entrada, que se abría… o se cerraba.

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