Capítulo 11

La mujer aún no olía mal, lo que indicaba que no llevaba muerta mucho tiempo. El aire acondicionado del dormitorio de los Bishop contribuía a ello, pues mantenía a raya, eficazmente, el calor corrosivo de agosto.

Las moscardas tampoco habían llegado todavía, pero no tardarían. También llamadas moscas azules -un nombre más atractivo-, podían oler la muerte a ocho kilómetros. Casi a la misma distancia que los periodistas, de cuya especie ya había uno delante de la verja, preguntando a un agente que vigilaba la entrada y que, por el lenguaje corporal del reportero, no estaba ofreciendo demasiada información.

Roy Grace, ataviado con un traje con capucha esterilizado de papel blanco, guantes de goma y chanclos, observó al reportero unos instantes desde la ventana delantera de la habitación. Era Kevin Spinella, un hombre de rostro anguloso y veintipocos años, que vestía un traje gris y una corbata mal anudada y mascaba chicle, libreta en mano. Grace ya lo conocía. Trabajaba para el periódico local, el Argus, y parecía estar desarrollando una habilidad asombrosa para llegar a las escenas del crimen horas antes de que la policía emitiera una comunicado formal. Y por la velocidad -y la precisión- con que los medios de comunicación nacionales se hacían eco últimamente de los crímenes graves, Grace creía que alguien de la policía -o del centro de control- estaba filtrándole información. Pero ahora ése era el menor de sus problemas.

Caminaba por la habitación, sin traspasar la cinta que el equipo del SOCO había colocado sobre la moqueta, haciendo una llamada tras otra con el móvil. Estaba organizando el espacio en el centro de investigaciones para el equipo de inspectores y concertando también una reunión con un agente de inteligencia para planificar la estrategia que seguir según el manual de la policía. Cada minuto era valiosísimo en estos momentos, en la «hora de oro». Lo que se hacía durante la primera hora tras llegar a la escena de una muerte sospechosa podía afectar enormemente las probabilidades de conseguir una detención satisfactoria.

Y en esta habitación fría, acre por el olor de un perfume fino, la pregunta que le asediaba entre llamada y llamada era: «¿Ha sido esta muerte un accidente? ¿Una noche de prácticas sexuales raras que ha acabado mal?».

¿O un asesinato?

En casi todos los homicidios, lo más probable era que el estado de ánimo de su autor fuera mucho peor que el tuyo. Roy Grace había conocido a bastantes asesinos a lo largo de los años y no había demasiados que fueran capaces de mantener la calma, no ponerse nerviosos y guardar la compostura, en cualquier caso, nunca en las horas inmediatamente posteriores. La mayoría se encontraban en lo que se denominaba un «estado de irritación», con la adrenalina descontrolada, la mente confusa, sus acciones -y cualquier plan que tuvieran- trastocadas por el hecho de no haber contado simplemente con la reacción en cadena de las sustancias químicas de su cerebro.

Hacía poco había visto un documental en televisión sobre la incapacidad de la evolución humana para seguir el mismo ritmo que el desarrollo del hombre en sociedad. Cuando se veía delante de un inspector de Hacienda, la gente necesitaba mantener la calma y no ponerse nerviosa, pero en lugar de eso, aparecían reacciones instintivas y primitivas que obligaban a «luchar o escapar», las mismas reacciones que se habrían tenido frente a un tigre de dientes de sable en la sabana. Se recibía una descarga enorme de adrenalina que hacía temblar y sudar.

Con el tiempo, esa descarga se rebajaría. Así que la mejor opción de conseguir un resultado era atrapar a los malos mientras aún estuvieran en esa fase de excitación.

El dormitorio ocupaba toda la anchura de la casa, una vivienda que sabía, sin envidia alguna, que él nunca podría permitirse. Y aunque pudiera, algo que sucedería sólo si le tocaba la lotería -un hecho improbable, ya que la mayoría de las semanas olvidaba comprar el boleto-, no habría comprado esta casa en concreto. Una de esas viejas fincas georgianas tal vez, con un lago y unos cientos de hectáreas de terreno ondulado. Algo con estilo, con clase. Sí. Grace, el pequeño aristócrata. Ya lo veía, en algún lugar de los recovecos inhóspitos de su mente.

Pero no esta mole vulgar imitación Tudor detrás de un imponente muro encalado y una verja eléctrica de hierro forjado, en la calle residencial más ostentosa de Brighton y Hove, Dyke Road Avenue. Imposible. Lo único bueno que tenía, tal como lo veía en estos momentos, era un Jaguar MK23.8 blanco bastante bien restaurado bajo su funda en el garaje, que demostraba que, en su opinión, los Bishop tenían al menos algo de gusto.

Los otros dos coches de los Bishop que había en la entrada no le impresionaron tanto. Uno era un BMW serie 3 cabriolé azul oscuro y el otro un Smart negro. Detrás, embutido en la zona circular de gravilla delante de la casa, estaba la mole cuadrada del vehículo del centro de investigaciones, un coche patrulla y varios vehículos más de miembros del SOCO. Y pronto se uniría a ellos el Saab amarillo descapotable de uno de los patólogos del Ministerio del Interior, Nadiuska de Sancha, que estaba en camino.

En el otro extremo de la habitación, a izquierda y derecha de la cama, la vista desde las ventanas se extendía sobre los tejados de la ciudad hacia el mar, a kilómetro y medio de distancia aproximadamente, y abarcaba un jardín con césped en las terrazas, en el centro del cual, y más prominente que la piscina que había detrás, se alzaba una fuente decorativa coronada con una réplica del Manneken Pis, el pequeño querubín que orinaba, y que, sin duda, se iluminaría de noche con luces de colores estridentes, pensó Grace, mientras realizaba otra llamada más.

Telefoneó a un inspector veterano, Norman Potting, un hombre no muy popular en el equipo pero que, gracias a una investigación anterior culminada con éxito, Grace sabía que era una bestia de carga en quien podía confiar. Sumó a Potting al caso y le pidió que coordinara la tarea de obtener todas las cintas de las cámaras de seguridad que hubiera en un radio de tres kilómetros alrededor de la escena del crimen y en todas las rutas de entrada y salida de Brighton. Después organizó un equipo que iría casa por casa para interrogar a los vecinos más cercanos.

Luego centró su atención, una vez más, en la imagen macabra de la cama king size con dosel: la mujer inmóvil, los brazos extendidos, cada uno atado con una corbata a uno de los dos barrotes, lo que dejaba al descubierto sus axilas recién depiladas. Salvo por una gargantilla fina de oro, con una minúscula mariquita naranja engarzada en un broche, una alianza de oro y un anillo de compromiso con un diamante del tamaño de una roca, estaba desnuda, su rostro atractivo enmarcado por una melena larga y pelirroja. Alrededor de los ojos presentaba unos círculos negros, seguramente causados por la máscara antigás de la Segunda Guerra Mundial que descansaba a su lado, supuso Grace mientras pensaba en las palabras que, a lo largo de los años, se habían convertido en un mantra para él en las investigaciones de asesinato: «¿Qué te dice el cadáver de la escena del crimen?».

Tenía los dedos de los pies cortos y gruesos, y las uñas pintadas de esmalte rosa desconchado. Su ropa estaba esparcida por el suelo, como si se hubiera desvestido a toda prisa. En medio había un osito de peluche viejo. Aparte de la marca del biquini color porcelana alrededor de la zona del pubis, estaba totalmente bronceada, bien por el caluroso verano inglés que estaban viviendo, bien porque había estado de vacaciones en el extranjero, o tal vez por ambas razones.

Alrededor del cuello, justo encima de la gargantilla, tenía una marca color carmesí, muy probablemente de una atadura, lo que indicaba la causa aparente de la muerte, aunque Grace había aprendido hacía tiempo a no precipitarse a la hora de sacar conclusiones.

Mientras miraba a la mujer muerta se esforzó por no seguir pensando en su esposa desaparecida, Sandy.

«¿Podría ser esto lo que te ocurrió a ti, cariño mío?»

Al menos habían conseguido sacar de la casa a la histérica señora de la limpieza. Sólo Dios sabía cuánto habría contaminado ya la escena del crimen, pues le había quitado la máscara a la mujer y se había puesto a correr como un pollo sin cabeza.

Después de lograr calmarla, les había ofrecido alguna información. Sabía que el marido de la fallecida, Brian Bishop, pasaba la mayor parte de la semana en Londres. Sabía, además, que aquella mañana estaba jugando un torneo de golf en su club, el North Brighton, un club demasiado caro para el bolsillo de la mayoría de los policías, aunque de todas formas Grace no era golfista.

El equipo del SOCO había llegado pronto y estaba trabajando con energía. Un agente examinaba a cuatro patas la moqueta, buscando fibras; otro empolvaba las paredes y todas las superficies para obtener huellas; y el coordinador de la escena, Joe Tindall, estaba inspeccionando todas las habitaciones.

Tindall, que recientemente había sido ascendido de jefe de la Escena del Crimen a jefe del equipo de apoyo científico, por lo que era el responsable de coordinar distintas escenas del crimen a la vez si era necesario, salió ahora del baño de la suite. Había dejado a su mujer hacía poco por una chica mucho más joven y lucía un cambio de imagen completo. A Grace no dejaba de asombrarle la transformación que aquel tipo había experimentado.

Tan sólo unos meses atrás, Tindall parecía un científico loco, con su barriga, su pelo hirsuto y sus gafas de culo de vaso. Ahora tenía el abdomen como una tableta de chocolate y llevaba la cabeza totalmente rapada, una barba vertical de medio centímetro de ancho que bajaba desde el labio inferior hasta el centro de la barbilla y unas modernas gafas rectangulares con cristales azules. Grace, que volvía a salir con una mujer por primera vez en muchos años, había intentado pulir su imagen últimamente pero, con un poco de envidia, vio que no se acercaba ni de lejos al nuevo estilo de Tindall.

Cada pocos momentos y durante un milisegundo, la mujer muerta era iluminada, de repente, con intensidad, por el flash de una cámara. El fotógrafo, un hombre de pelo plateado irrefrenablemente alegre de casi cincuenta años llamado Derek Gavin, tenía un estudio en Hove antes de que el mundo de la fotografía digital casera mermara sus ganancias hasta el punto de obligarle a cerrar el negocio. En broma, con un humor muy negro, decía que prefería el trabajo en las escenas del crimen porque no tenía que preocuparse nunca por conseguir que los cuerpos estuvieran quietos o sonrieran.

La mejor noticia de la mañana hasta el momento era que su patólogo del Ministerio del Interior preferido había sido asignado al caso. De origen español, descendiente de aristócratas rusos, Nadiuska de Sancha era divertida, a veces irreverente, pero brillante en su profesión.

Grace rodeó el cadáver con cuidado. Hubo momentos en que sintió las marcas de la atadura en su propio cuello, luego en la tripa. Todo en su interior se tensó. ¿Qué maldito sádico había hecho aquello? Sus ojos se clavaron en la mancha minúscula en la sábana blanca justo debajo de la vagina de la mujer. ¿El semen que había goteado?

Dios santo.

«Sandy.»

Siempre le suponía un problema, cada vez que moría una mujer joven. Deseó desesperadamente que otra persona hubiera estado hoy de guardia.

Sobre una de las mesitas de noche doradas, reproducciones Luis XIV, había un teléfono. Grace estuvo a punto de levantar el auricular, las viejas costumbres no se perdían fácilmente. Las nuevas directrices de buenas prácticas recordaban a los agentes de la policía que la mejor forma de obtener pruebas potenciales de los teléfonos era que un experto los retirara y examinara con métodos forenses, en lugar de recurrir al viejo truco de marcar el 1471 para comprobar el número de la última llamada recibida. Avisó a un agente de la Escena del Crimen que estaba en la otra habitación y le recordó que se asegurara de recoger todos los teléfonos.

Luego hizo lo que le gustaba hacer siempre en una potencial escena del crimen: pasearse por el lugar, sumido en sus pensamientos. Se fijó momentáneamente en un cuadro moderno y llamativo. Miró el nombre del artista: Helen Steel. Se preguntó si sería famosa y, de nuevo, se percató de lo poco que sabía de arte. Luego entró en el enorme baño de la suite y abrió la mampara de una ducha tan grande que se podría vivir en ella. Vio el jabón, los geles colgados de ganchos, los champús. La puerta de espejo del armario estaba abierta e inspeccionó las pastillas. Pensaba todo el tiempo en las palabras de la mujer de la limpieza:

– Señor Bishop no aquí la semana. Ayer noche no estar aquí. Yo saber que ayer noche no estar, yo preparo ensalada para señora Bishop. Sólo ensalada. Cuando señor Bishop aquí, gusta comer carne o pescado. Yo preparar gran comida.

Así que si el señor Bishop no estaba aquí anoche, realizando prácticas sexuales raras con su mujer, ¿quién había sido?

Y si la había matado él, ¿por qué?

¿Un accidente?

La marca de la atadura decía a gritos que no.

Igual que su intuición.

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