Capítulo 71

Marija Djapic introdujo el código de entrada y accedió a través de la verja de hierro forjado. Eran las nueve de la mañana pasadas y llegaba un poco más tarde de lo habitual, por culpa de su hija. Vio al hombre de inmediato, apostado delante de la puerta del número 5, como si llevara esperando un rato.

Cruzó el patio adoquinado a grandes zancadas, resoplando por el esfuerzo de la larga caminata hasta aquí, que se hacía peor por el peso de la bolsa que cargaba a todas partes, con su ropa de trabajo, zapatos, comida y una bebida. Y sudaba profusamente por el calor. Además, estaba de un humor de perros después de pelearse otra vez con Danica. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería de ella? ¿Era de otra de las agencias de cobro a morosos a las que debía dinero de la tarjeta de crédito?

La mujer serbia de treinta y cinco años iba caminando a todas partes, para ahorrar dinero en el billete del autobús. Podía llegar a pie a todas las casas donde trabajaba en menos de una hora desde el piso de protección oficial en Whitehawk que compartía con su prima donna escandalosa de catorce años. Prácticamente cada penique luchado y sudado que ganaba lo destinaba a adquirir para Danica lo mejor que podía permitirse en su nueva vida aquí en Inglaterra. Intentaba comprar comida decente, asegurarse de que tuviera la ropa que quería -bueno, casi toda, en cualquier caso-. Así como todas las cosas que necesitaba para no ser menos que sus amigos: un ordenador, un teléfono móvil y, por su cumpleaños hacía dos semanas, un iPod.

¡Y su recompensa era que la niña llegara a casa a las cuatro y diez de la madrugada! Con el maquillaje todo corrido y las pupilas dilatadas.

Y ahora este hombre de aspecto adulador estaba junto a la puerta, sin duda esperando a quitarle de las manos el dinero que le habrían dejado en la mesa de la cocina. Lo miró con cautela mientras rebuscaba en el bolso las llaves de la casa de Cleo Morey. Era alto, con el pelo castaño peinado hacia atrás, guapo, tenía un físico que le recordó a un actor de cine cuyo nombre no le venía a la cabeza. Vestía bastante respetablemente, con una camisa blanca y una corbata sencilla, pantalones azules, zapatos negros y una chaqueta de algodón azul oscuro que parecía alguna clase de uniforme, con una insignia cosida en el bolsillo de la pechera.

Marija miró con cautela a su alrededor en busca de algún signo de vida en otra parte del patio y, aliviada, vio a una mujer joven con unos pantalones cortos y un top de lycra que había abierto una puerta y sacaba una bicicleta de montaña un par de casas más abajo. Envalentonada, introdujo la llave en la cerradura y la giró.

El hombre avanzó, mostrando una identificación con su fotografía. Estaba plastificada y colgaba de su cuello con dos cuerdas blancas finas.

– Disculpe -dijo muy educadamente-. Soy de la compañía del gas. ¿Sería posible hacer la lectura del contador?

Entonces Marija se fijó en la pequeña máquina metálica con teclado que llevaba en la mano.

– ¿Usted quedar con señorita Morey? -dijo ella con brusquedad y un tanto agresiva.

– No. Reviso esta zona hoy. No tardaré más de un par de minutos, si me muestra dónde están los contadores.

Ella dudó. Le parecía bastante normal y llevaba identificación. Varias veces en su trabajo en distintas casas había aparecido gente a leer contadores. Era normal. Siempre y cuando llevaran identificación. Pero tenía instrucciones estrictas de no dejar entrar a nadie en la casa. Tal vez debiera telefonear a la señorita Morey y preguntarle. Pero ¿llamarla al trabajo porque un hombre tenía que leer un contador?

– Yo ver identificación otra vez, por favor.

El hombre le volvió a enseñar la tarjeta. Su inglés no era muy bueno, pero pudo ver su cara y la palabra Seeboard. Parecía importante. Oficial.

– Bien -dijo.

Aun así, no se fiaba, así que entró delante de él y dejó la puerta abierta. Luego atravesó el salón abierto de la planta baja y subió un par de escalones hasta la cocina, sin perderle de vista ni un momento.

Su dinero estaba en la mesa de pino cuadrada, sujeto debajo de un cuenco de fruta de cerámica. Junto a él había una nota manuscrita de Cleo, con las instrucciones sobre las tareas domésticas que debía realizar esa mañana. Marija cogió los dos billetes de veinte libras y se los guardó en el monedero. Luego señaló un panel en la pared a la izquierda del enorme frigorífico plateado.

– Contador allí, creo -dijo, y se fijó por primera vez en el vendaje de su mano.

– ¡Los bordes afilados! -dijo el hombre, al ver que la mujer abría mucho los ojos-. ¡Ni se imagina en qué lugares tiene la gente los contadores! Hace que mi vida sea bastante peligrosa. -Sonrió-. ¿Tiene algo donde pueda subirme, para alcanzar?

Ella le acercó una silla de madera y él le dio las gracias y se arrodilló para descalzarse. Sus ojos no estaban clavados en el contador en absoluto, sino en el juego de llaves que la mujer de la limpieza había dejado sobre la mesa. Estaba pensando en cómo distraerla y hacer que saliera de la habitación, cuando el móvil de la mujer sonó de repente.

La observó mientras sacaba su pequeño Nokia verde del bolso, miraba la pantalla y luego, visiblemente temblorosa, respondía:

– ¿Sí, Danica?

Siguieron unos graznidos furiosos en un idioma que no reconoció. Al cabo de unos momentos, la pelea que la mujer tenía con la otra persona, Danica, pareció intensificarse. Paseaba arriba y abajo de la cocina, hablando cada vez más fuerte, luego salió y se quedó en lo alto de las escaleras del salón, donde la conversación se transformó en lo que parecía un partido de gritos en toda regla.

Apartó sus ojos de él menos de sesenta segundos, pero fue más que suficiente para que su mano saliera disparada, cogiera la llave, la presionara en la cera blanda de la lata que llevaba oculta en la palma de la mano y la devolviera a la mesa.

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