Capítulo 116

Branson encontró un pequeño Nokia plateado de tarjeta escondido debajo del colchón de Norman Jecks y se lo llevó a Grace, que miraba su reloj, inquieto. Eran casi las nueve de la noche y estaba cada vez más preocupado porque Cleo se encontraba sola en casa, a pesar de la seguridad relativa de vivir en una urbanización vallada.

– Mételo en una bolsa -dijo distraído, pensando que debería enviar un coche patrulla para comprobar que Cleo estuviera bien.

Ya hacía más de tres cuartos de hora que Nick Nicholl había llamado al centro de operaciones para pedir que redactaran una orden de registro de los garajes de Norman Jecks y se la llevaran al mismo juez que había firmado la otra para esta casa. Deberían haber tardado un máximo de diez minutos en completar el maldito documento, quince en llegar a la casa del juez, y la firma tendría que haber sido una formalidad de diez segundos. Luego quince minutos más en regresar. De acuerdo, sabía que su impaciencia no le dejaba contemplar retrasos, atascos de tráfico, lo que fuera, pero no le importaba. Tenía miedo por Cleo. Ahí fuera había algo.

Tal vez un hombre que creía que estaba bien encerrado en la cárcel de Lewes.

Un hombre que había hecho las cosas más espeluznantes que había visto a una mujer.


PORQUE LA QUIERES


Justo cuando Branson estaba sellando la bolsa, de repente recordó la conjetura sobre el móvil de tarjeta.

– De hecho, espera, Glenn. Déjame verlo.

Según las directrices actuales, todos los teléfonos incautados tenían que entregarse directamente a la Unidad de Telecomunicaciones de Sussex House, intactos. Pero en esos momentos no había tiempo para eso, igual que tampoco había tiempo para la mitad de las políticas nuevas que ideaban esos responsables de elaborar normas que en su vida habían puesto un pie en el mundo real.

Cogiéndolo con las manos enguantadas, encendió el aparato y, aliviado, vio que no le pedía el código PIN. Luego intentó entender cómo funcionaban los controles, antes de rendirse y pasárselo a Branson.

– Tú eres el experto en aparatos -dijo-. ¿Puedes encontrar la lista de los últimos números marcados?

Branson pulsó las teclas y al cabo de unos segundos enseñó a Grace la pantalla.

– Sólo ha hecho tres llamadas.

– ¿Sólo tres?

– Sí. He reconocido uno de los números.

– ¿Y?

– Es el de la empresa de taxis Hove Streamline, 202020.

Grace anotó los otros dos, luego marcó el número de información telefónica. Uno correspondía al Hotel du Vin. El segundo al Lansdowne Place Hotel.

Pensativo, dijo:

– Parece que Bishop decía la verdad.

Luego un miembro del SOCO que les había acompañado al piso gritó de repente:

– Comisario, creo que tendría que ver esto.

Era un armario de artículos de limpieza justo al lado de la entrada de la cocina. Pero era evidente que allí dentro hacía tiempo que no se guardaba ninguna escoba. Grace miró asombrado. Era un centro de control en miniatura. Había diez pequeños monitores de televisión en las paredes, todos apagados, una consola con una pequeña silla giratoria delante y lo que parecía material de grabación.

– ¿Qué demonios es esto? ¿Parte de su sistema de seguridad? -preguntó Grace.

– Tiene tres entradas, no entiendo por qué iba a necesitar tres monitores, señor -dijo el agente-. Y no hay ninguna cámara ni dentro ni fuera de la casa. Lo he comprobado.

En ese momento Alfonso Zafferone entró en la habitación provisto de la orden de registro firmada para los garajes de Norman Jecks.


Diez minutos después, tras dejar que Nick Nicholl y al agente del SOCO continuaran el registro del piso, Grace y Branson llegaron a las pequeñas caballerizas detrás de la calle residencial ancha y arbolada de chalés y casas adosadas de estilo Victoriano. Había algunos locales pequeños: un par de talleres de coches, un estudio de diseño y una empresa de software, todos cerrados ya, y luego una hilera de garajes. Según el documento que habían encontrado, Norman Jecks tenía alquilados los números 11 y 12. Las puertas de madera pintadas de azul de ambos estaban protegidas por candados robustos.

El gorila del equipo de Apoyo Local que había aporreado la puerta del piso y cuatro miembros más de su dotación estaban preparados. Ya casi era de noche y en las caballerizas reinaba un silencio inquietante. Grace les informó de que cuando abrieran la puerta nadie debía entrar si daba la impresión de que el lugar estaba vacío, lo que parecía probable, para no contaminar las pruebas forenses.

Momentos después, el ariete amarillo golpeó el centro de la puerta, astilló la madera alrededor del candado y lanzó al suelo toda la cerradura, junto con un trozo de madera irregular. Varias linternas alumbraron el interior simultáneamente, una de ellas la de Grace.

El lugar, ocupado casi por completo por un coche debajo de una funda ajustable, estaba silencioso y vacío. Olía a aceite de motor y piel vieja. En el suelo, al fondo, dos puntitos de luz roja brillaron y desaparecieron. Seguramente un ratón o una rata, pensó Grace mientras indicaba a todo el mundo que esperara, luego entró él y buscó el interruptor. Lo encontró y se encendieron dos bombillas sorprendentemente relucientes.

Al fondo había un banco de trabajo con una máquina parecida a las que había visto en las tiendas que ofrecían servicios de copia de llaves. En la pared de detrás estaban fijadas una variedad de llaves ciegas, perfectamente ordenadas. En todas las demás paredes había colgadas herramientas, también muy bien organizadas, todas en grupos. El lugar estaba limpísimo. Demasiado. Parecía más un salón de exposición de instrumentos que un garaje.

En el suelo había una maleta pequeña muy antigua. Grace abrió los cierres. Estaba llena de carpetas beis viejas, documentos empresariales, cartas y casi al final encontró un cuaderno escolar Letts azul del año 1976. Cerró la maleta; el equipo ya repasaría después, detenidamente, el contenido.

Luego, con la ayuda de Branson, retiró la funda del coche, y descubrieron un Jaguar Mk2 3.8 blanco y resplandeciente del 62. Estaba tan inmaculado que parecía nuevo, a pesar de la antigüedad. Como si hubiera salido de la fábrica para ir directamente a aquel lugar, sin pisar nunca una carretera.

– ¡Qué cochazo! -dijo Branson con admiración-. Tendrías que pillarte uno de éstos, viejo. Así te parecerías a ese investigador de la tele, el inspector Morse.

– Gracias -dijo Grace, abriendo el maletero. Estaba vacío y parecía igual de nuevo que el exterior. Volvió a cerrarlo, luego caminó hacia el fondo del garaje y se quedó mirando la máquina para copiar llaves-. ¿Para qué querría alguien esto?

– ¿Para copiar llaves? -sugirió Branson, aportando una información de gran utilidad.

– ¿De quién?

– Las llaves de cualquier lugar al que quieras entrar.

Entonces Grace pidió a los agentes del equipo de Apoyo Local que centraran su atención en el garaje de al lado.

Tras astillar la puerta para abrirla, lo primero que enfocó la luz de la linterna de Grace fueron un par de placas de matrícula, apoyadas en la pared. Se acercó directamente a ellas y se agachó. Las dos ponían: LJ 04 NWS.

Era la matrícula del Bentley de Brian Bishop.

Seguramente la que había fotografiado la cámara de reconocimiento automático de matrículas de Gatwick el jueves por la noche.

Encendió las luces interiores. Este garaje estaba igual de impoluto que el de al lado. En el centro del suelo había un gato hidráulico capaz de elevar un coche entero. En las paredes de alrededor colgaban otras herramientas bien ordenadas. Cuando caminó hasta el fondo y vio lo que había encima del banco de trabajo, se detuvo en seco. Era el manual de un MG TF 160. El coche de Cleo.

– Creo que acaba de tocarnos la lotería -le dijo a Branson en tono grave.

Luego sacó el móvil y marcó el número de casa de Cleo. Esperaba que contestara al cabo de un par de tonos, como hacía normalmente. Pero el teléfono siguió sonando, cuatro tonos, seis, ocho. Diez.

Aquello era extraño, porque el contestador estaba programado para saltar al sexto tono. ¿Por qué no se había activado? Marcó su móvil. Sonó ocho veces, luego la llamada se desvió al buzón de voz.

Algo no iba bien. Decidió que le daría un par de minutos, por si estaba en el lavabo o bañándose, y luego volvería a intentarlo. Centró su atención de nuevo en el manual del MG.

Había varias páginas marcadas con notas adhesivas amarillas. Una señalaba el comienzo del capítulo sobre el cierre centralizado. Otra, el apartado sobre inyección de combustible. Volvió a marcar el número de casa de Cleo. Sonó interminablemente. Luego llamó otra vez al móvil. Ocho tonos precedieron al buzón de voz. Dejó un mensaje, pidiéndole que le telefoneara enseguida, su preocupación aumentaba a cada segundo.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó Branson.

– ¿Qué?

– ¿Que es probable que tengamos en la cárcel al hombre equivocado?

– Empieza a parecérmelo.

– Pero no lo entiendo. Has visitado a los padres del hermano gemelo de Bishop. Has dicho que eran buena gente, ¿no?

– Una pareja de ancianos tristes; parecían buena gente, sí.

– Y su hijo adoptado, el gemelo de Bishop, te han dicho que había muerto, ¿no?

– Sí.

– ¿Y te han dado el número de tumba en el cementerio?

Grace asintió.

– Entonces, ¿cómo es posible que ande aún por ahí si está muerto? ¿Estamos ante un fantasma o algo así? Bueno, ése es tu terreno, ¿verdad? ¿Lo sobrenatural? ¿Crees que nos enfrentamos a un espíritu? ¿Un alma en pena?

– Nunca he oído que un fantasma eyaculara -dijo Grace-, o que condujera un coche, o que tatuara a la gente con taladros, o que apareciera en el servicio de urgencias de un hospital con una herida en la mano.

– Los muertos tampoco hacen esas cosas -dijo Branson-. ¿Verdad?

– Según mi experiencia, no.

– Entonces, ¿cómo es posible que tengamos uno que sí?

Al cabo de unos momentos, Grace contestó:

– Porque no está muerto del todo.

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