Capítulo 41

Roy Grace estaba sentado a la mesa de su despacho pequeño y mal ventilado en Sussex House, esperando noticias de Brian Bishop y ocupando el tiempo antes de la reunión informativa de las once. Estaba mirando con tristeza la cara igualmente triste de una trucha marrón de tres kilos trescientos gramos, disecada y montada en una caja de cristal colgada en una pared de su despacho. Estaba justo debajo de un reloj redondo de madera que había formado parte del atrezo de la comisaría de policía de ficción de The Bill; Sandy se la había comprado en una subasta en una época más feliz.

Había comprado el pez, movido por un impulso, algunos años atrás, en un puesto en Portobello Road. Aludía a él en alguna ocasión cuando instruía a los inspectores jóvenes y sin experiencia, para hacer un chiste cada vez más manido sobre la paciencia y los peces gordos.

Sobre su mesa, delante de él, había una pila de documentos que tenía que repasar detenidamente, parte de los preparativos del juicio, a unos meses vista, de un hombre llamado Carl Venner, uno de los bichos más detestables que había conocido en toda su carrera. Esperaba que si no la cagaba con la preparación, Venner se enfrentaría a varias cadenas perpetuas simultáneas. Pero con algunos de los jueces que había nunca podías estar seguro.

Su cena, que había elegido hacía unos minutos en el ASDA, también descansaba sobre la mesa. Un sándwich de atún que todavía estaba en su caja de plástico transparente, con una pegatina amarilla con la palabra «¡Oferta!», una manzana, una barra de chocolate Twix y una lata de Coca-Cola Light.

Dedicó varios minutos a echar un vistazo a la avalancha de e-mails, contestó algunos y borró un montón. Parecía que no importaba lo rápido que se ocupara de ellos, no dejaba de recibir más y más, y el número de mensajes sin contestar en la bandeja de entrada llegaba casi a los doscientos. Afortunadamente, Eleanor se encargaría de la mayoría de ellos. Ya había despejado su agenda -un proceso automático siempre que se iniciaba una investigación criminal importante.

Lo único que había mantenido era el almuerzo del domingo con su hermana Jodie, a quien hacía más de un mes que no veía, y un recordatorio para comprar una tarjeta y un regalo de cumpleaños para su ahijada Jaye Somers, que la semana próxima cumpliría nueve años. Se preguntó qué podía regalarle, y decidió que Jodie, que tenía tres hijos que rondaban esa edad, lo sabría. También tomó nota mentalmente de que tendría que cancelar la comida si se iba a Munich.

Más de quince e-mails estaban relacionados con el equipo de rugby de la policía, del que le habían elegido presidente para el próximo otoño. Eran un ingrato recordatorio de que a pesar del calor glorioso que reinaba, en poco menos de cuatro semanas ya estarían en septiembre. El verano estaba llegando a su fin. Los días ya se acortaban sensiblemente.

Tocó el teclado para activar el software Vantage del sistema informático interno del cuerpo y comprobó los últimos informes registrados para ver qué había sucedido en el último par de horas. Leyendo por encima las letras naranjas, nada atrajo especialmente su atención. Era demasiado temprano -más tarde habría un sinfín de peleas, agresiones y atracos-. Un accidente de tráfico en la carretera de Londres de acceso a Brighton. Un tirón de bolso. Un ladrón en un supermercado Tesco de Boundary Road. Un coche robado abandonado en una gasolinera. Un caballo desbocado en la A 27.

Entonces sonó el teléfono. Era el sargento Guy Batchelor, una nueva incorporación a su equipo investigador, a quien había enviado por la mañana a hablar con los compañeros de golf de Brian Bishop.

A Grace le gustaba Batchelor. Siempre había pensado que si se solicitara a una agencia de casting un policía de mediana edad para interpretar una escena en una película, el hombre seleccionado sería igual que Batchelor. Era alto y fornido, con la cabeza con forma de pelota de rugby, pelo ralo y una conducta jovial pero seria. Aunque no era enorme, tenía un aire de gigante bonachón, más por su naturaleza que por su corpulencia física.

– Roy, he visto a las tres personas que jugaron hoy al golf con Bishop. Te digo algo que creo que podría tener interés: todos han dicho que parecía estar de un humor excepcional y que estaba jugando como nunca, mejor de lo que ninguno de ellos le había visto.

– ¿Les dio alguna explicación?

– No, al parecer es un tipo bastante solitario, a diferencia de su mujer, que era muy sociable. No tiene amigos íntimos realmente, por lo general no habla mucho. Pero hoy contaba chistes. Uno de los compañeros de juego, un tal Mishon, que parece conocerlo bastante bien, dice que era como si se hubiera tomado algo.

Grace pensó detenidamente. «Mujer muerta, ¿un gran peso que se había quitado de encima?»

– No es la clase de reacción de un hombre que acaba de matar a su mujer, ¿no, Roy?

– Depende de lo buen actor que sea.

Después de que Batchelor concluyera su informe, tras añadir poco más, Grace le dio las gracias y le dijo que lo vería en la reunión de las once. Luego, mientras meditaba sobre lo que acababa de decirle el sargento, arrancó la tapa de celofán que tapaba el sándwich, le dio un mordisco. Al instante, arrugó la nariz por el sabor; era algún tipo de pan nuevo exótico que no había probado nunca -y ahora se arrepentía de haberlo hecho-. Tenía un sabor fuerte a alcaravea que no le gustaba. Habría sido mucho más feliz con un sándwich de huevo y beicon, pero Cleo intentaba que adoptara una dieta más sana haciéndole comer más pescado, a pesar de que él la había obsequiado con el relato detallado de un artículo que había leído a principios de año, en el Daily Mail, sobre los niveles peligrosos de mercurio en los peces.

Salió del Vantage, abrió la página web expedia.com y buscó vuelos a Munich para el domingo, preguntándose si era posible ir y volver el mismo día. Tenía que ir, por muy exigua que fuera la información de Dick Pope. Tenía que ir y comprobarlo por sí mismo.

Apenas podía contener el ansia de subirse en el próximo avión. Miró su reloj. Eran las diez menos diez. Las once menos diez en Alemania. Pero, diablos, Dick Pope estaría levantado, se encontraba de vacaciones. Sentado en algún café o bar en Baviera con una cerveza en la mano. Marcó el número del móvil de Pope, pero saltó directamente el buzón de voz.

– Dick -dijo-. Soy Roy otra vez. Siento ser tan pesado, pero sólo quiero preguntarte algunos detalles más sobre el biergarten donde crees que viste a Sandy. Llámame cuando puedas.

Colgó y se quedó mirando un momento su preciada colección de tres docenas de encendedores antiguos, agrupados en la repisa entre la parte delantera de la mesa y la ventana, que daba al aparcamiento y al bloque de celdas. Reflejaban lo mucho que le gustaba a Sandy buscar en los mercadillos de antigüedades, tiendas de baratijas y maleteros de coche. Algo que él seguía haciendo, cuando disponía de tiempo, pero nunca había vuelto a ser lo mismo. Parte de la diversión siempre fue ver la reacción de Sandy ante algo que él cogía: si también le gustaría, en cuyo caso regatearían el precio, o si lo rechazaría con una sola mueca de desaprobación.

La mayor parte del despacho estaba ocupado por un televisor y un vídeo, una mesa circular, cuatro sillas y una pila de papeles, su bolsa de piel con el equipo de la escena del crimen y pequeñas torres de archivos que no dejaban de crecer. A veces se preguntaba si de noche se reproducían, a solas, mientras él no estaba.

Cada archivo en el suelo correspondía a un asesinato sin resolver. El expediente de un asesinato nunca se cerraba hasta que se obtenía una condena. Llegaba un punto en todas las investigaciones de homicidio en el que se agotaban todas las pistas, todas las vías. Pero eso no significaba que la policía se rindiera. Años después de que el centro de investigaciones se cerrara y se disolviera el equipo, el caso seguiría abierto, y las pruebas almacenadas en cajas, mientras existiera la posibilidad de que los implicados vivieran.

Bebió un trago de Coca-Cola. Había leído en una página web que todas las bebidas bajas en hidratos de carbono estaban llenas de todo tipo de sustancias químicas hostiles para el cuerpo, pero en estos momentos le daba igual. Parecía más probable que cualquier cosa que comieras o bebieras te matara en vez de que te proporcionara nutrientes. Tal vez, reflexionó, la próxima moda alimenticia sería la comida predigerida. La comprarías y, luego, la tirarías directamente al retrete, sin necesidad de ingerirla.

Pulsó el teclado. Había un vuelo de British Airways que salía de Heathrow a las siete de la mañana del domingo. Le dejaría en Munich a las 9.50. Decidió llamar al policía que conocía allí, el Kriminalhauptkommisar Marcel Kullen, para ver si estaba libre.

Marcel había sido trasladado temporalmente a Sussex hacía algunos años, en un intercambio de seis meses, y se habían hecho amigos durante su estancia. El agente había invitado a Grace a visitarle y quedarse con él y su familia cuando quisiera. Miró su reloj. Las diez menos cinco. En Munich era una hora más, así que era realmente tarde para llamar, pero había muchas probabilidades de encontrarle.

Cuando alargó la mano para coger el teléfono, éste sonó.

– Roy Grace -contestó.

Era Brian Bishop.

Загрузка...