9

En el embarcadero, más arriba del nuevo dique, estaba atracado el barco de suministro Nefertari dispuesto a zarpar rumbo a Abu Simbel. La travesía Nilo arriba debía de durar sus buenas treinta horas. En la proa y en el puente se amontonaban las cajas y bultos, herramientas, piezas de recambio, maquinaria, conservas y bebidas y dentro de una gran jaula de tela metálica revoloteaban excitadas algunas gallinas. A popa había unos bancos reservados a los escasos pasajeros que se veían obligados a emprender la incómoda travesía, ya que en los dos aviones de la «Joint Venture Abu Simbel»» sólo había disponibles cuatro plazas.

Un marinero egipcio extendió una lona sobre un armazón metálico para protegerlo del sol. El piloto y capitán del Nefertari, un nubio esmirriado de labios muy gruesos y piel cenicienta, se esforzaba, en medio de una discusión a gritos, en hacer que funcionase la radio de a bordo, por lo que golpeaba el micrófono contra la pared de la cabina de pilotaje sin dejar de decir una y otra vez hallo! o algo semejante.

Finalmente, abandono resignado y se puso a discutir con el único marinero que formaba la tripulación del barco un problema que, a deducir por los gestos, se relacionaba con la salida de la embarcación, que ya se había retrasado considerablemente del horario previsto.

De repente, dejando atrás una nube de polvo amarillo se acercó a toda marcha un todoterreno que llevaba escrito en un lado Joint Venture y del que saltó Jacques Balouet. El vehículo dio la vuelta. El francés llevaba una bolsa de lona de color verde oliva que arrojó sobre uno de los bancos de cubierta y se sentó al lado. Como si lo hubiera estado esperando a él, el Nefertari zarpó tan pronto como Balouet subió al barco.

Además del francés, a bordo iban unos seis o siete egipcios con ropas del país. Sentados inmóviles miraban el agua fijamente y entre sus dedos desgranaban las cuentas ambarinas de una especie de rosario. En el último banco se sentaba una mujer con el rostro cubierto con un velo, lo que por sí mismo no constituía una novedad, puesto que en Abu Simbel había bastantes mujeres. Lo que sí resultaba muy poco habitual era ver a una egipcia que viajara sola. Extrañado, Balouet arqueó las cejas pero enseguida perdió interés por ella.

Tras su entrevista con el coronel no estaba de humor para conversar con nadie. Tenía un banco entero para él solo, colocó su bolsa de lona contra el respaldo y se procuró así un confortable apoyo que le permitía sentarse cómodamente y estirar las piernas sobre el banco. En aquel lugar el Nilo formaba un remanso y adquiría un color turquesa. El agua tenía múltiples reflejos y el brillo del desierto arenoso en ambas orillas deslumhraba tanto que hacía saltar las lágrimas. El francés se puso un pañuelo de gran tamaño sobre los ojos y se quedó adormilado. De vez en cuando, sacaba de su bolsa una botella de plástico llena de agua, bebía un corto trago y volvía a dormitar. Al cabo de una hora se quedó realmente dormido.

Cuando se despertó, la oscuridad ya caía sobre el interminable embalse. Las orillas se alejaban cada vez más hasta desaparecer en la infinita superficie del agua. La temperatura se hizo cálida pero agradable y sustituyó al tórrido calor del día. Sobre su cabeza oscilaba un farol de petróleo que arrojaba una luz amarillenta. Los egipcios dormían en sus bancos apoyados unos contra otros. La mujer del velo estaba despierta y lo observaba todo con los ojos muy abiertos.

Balouet se volvió hacia atrás sobre el respaldo de su banco y se dirigió en francés a la desconocida.

– Usted no es egipcia aunque vaya vestida así.

La mujer apartó el velo de su rostro y le contestó, también en francés, aunque sin el acento provinciano de Balouet:

– ¡Y usted no es de París, monsieur! -Al ver que su interlocutor no respondía nada, le preguntó-: ¿ Qué le ha hecho suponerlo?

– Una egipcia -le explicó el francés- no haría sola un viaje como éste; no están tan emancipadas.

– ¿Que nacionalidad me atribuiría, monsieur? -sonrió la mujer.

– Si las apariencias no me engañan, usted es francesa.

– Acertó.

– ¿Y de dónde?

– De París.

Se hizo una pausa durante la que cada uno de ellos reflexionó qué otra cosa podría preguntar. La mujer vestida de egipcia fue la primera en decidirse.

– ¿Qué le lleva a Abu Simbel? -quiso saber.

A Balouet le hubiera gustado mucho hacerle esa pregunta, pero en aquel momento le correspondía contestar, y lo hizo así:

– Trabajo allí, dirijo la oficina de prensa.

La desconocida dijo algo que Balouet no pudo cornprender pero supo que era en ruso.

– ¿Qué ha dicho, madame?

Asustada, la señora se llevó la mano a los labios. Balouet pudo ver su rostro; no era bello, pero la austeridad de sus facciones, por lo que había podido vislumbrar con la escasa luz, producía una extraña fascinación.

– Le ruego que me perdone, le he mentido -aclaró precavidamente-, no soy francesa, soy rusa.

– ¿Rusa? Habla usted el mejor francés que jamás le oí a un extranjero.

– He vivido en París más de diez años.

Balouet la miró incrédulo. La situación le parecía extraña e incongruente.

– Fui secretaria del agregado de prensa de la embajada soviética.

– ¡Ah, eso es…!

– Sí. Y en Asuán he trabajado en la oficina de información de la presa… Me llamo Raja Kurjanowa.

Balouet no dijo una palabra más. Siguió mirando a la mujer y trató de aclarar qué significaba todo aquello. ¿Quería el KGB ponerlo a prueba? ¿Era Raja una desertora que trataba de ganárselo? ¿Era posible que aquellos hombres que al parecer dormían plácidamente formaran un comando asesino enviado contra él? Balouet sintió que el sudor recorría su espalda pero trató de mostrarse tranquilo.

– Seguramente no esperaba una cosa así.

– No -respondió el francés-. La verdad es que me ha cogido totalmente de improviso.

– ¿Y usted?, quiero decir, ¿qué hacía usted en Asuán?

Balouet forzó una sonrisa atormentada antes de responder con tono circunstancial:

– Bien, sabe, yo hago más o menos lo mismo que usted… Me llamo Jacques Balouet y soy de Toulon.

En su interior, Balouet se preguntaba cuánto sabía la rusa de él; ésta, por su parte, reflexionaba si podía fiarse de aquel francés. Quien ha tenido un cargo importante en una embajada soviética está habituado a sospechar de todo el mundo.

Sólo por decir algo, Balouet hizo una nueva pregunta.

– ¿Y qué la lleva a Abu Simbel?

Raja Kurjanowa observó con aire ausente a aquellos hombres dormidos y después de nuevo al francés; finalmente, se dirigió a él en voz muy baja y suplicante:

– Tiene usted que ayudarme, monsieur. ¡Se lo ruego, ayúdeme, por favor!

Balouet no sabía qué estaba ocurriendo, pero hizo un gesto afirmativo. Poco a poco la situación se volvía incómoda y peligrosa. ¿Qué quería la mujer rusa de él?

– El caso es -comenzó la rusa con la mirada fija en la borda- que en estos momentos yo debía ir a bordo de un Iliushin 28 volando en dirección a Moscú. Yo… -hizo una breve pausa y miró al francés a la cara- yo trabajaba para el KGB, como lo hacen todos los rusos que ocupan cargos de importancia en este país, y no he sido capaz de realizar las tareas que me habían confiado. Eso para ellos es sinónimo de sabotaje. Y no creo necesario decirle lo que en la Unión Soviética les espera a los saboteadores.

Raja pronunció estas últimas palabras con un tono de voz tan bajo que a Balouet le costó trabajo entenderla. La mujer seguía con su pañuelo de cabeza blanco atado bajo la barbilla y Balouet vio cómo le temblaban las comisuras de los labios.

– ¡Por favor, ayúdeme! -le suplicó.

Balouet no estaba convencido todavía de que aquello no fuera una trampa. Al fin y al cabo él también tenía que temer al largo brazo del KGB. Vaciló, inseguro de si debía descubrir su verdadera posición. Sin duda, eso hubiera aligerado la situación actual, pero decidió mantener su reserva.

– Admiro su valor -le dijo-. Todo el mundo sabe lo que hacen los rusos con quienes se pasan a Occidente. Les dan caza hasta el último rincón de la Tierra.

Raja sonrió con amargura.

– Lo sé. Pero prefiero tener una pequeña oportunidad que ninguna absolutamente. Antes de desaparecer he dejado una pista falsa, lo que me dará un poco de tiempo.

Balouet se la quedó mirando con aire interrogante.

– No quisiera hablar de ello -respondió a su mirada-, al menos no en este momento. Lo que busco es alojamiento para unos días o un par de semanas, después ya veré. Hablo varios idiomas y tal vez pueda ser útil en Abu Simbel. ¿Qué opina usted?

El francés se encogió de hombros. Ciertamente, no resultaría difícil encontrar una ocupación para Raja Kurjanowa. Pero Balouet se preguntó que pasaría si los rusos le encargaban que investigara el paradero de la agente desaparecida, y ese pensamiento casi le hizo sentirse enfermo. Él mismo, por su parte, todavía no se había planteado qué ocurriría el día en que le comunicara a la gente del KGB que quería dejar de trabajar para ellos. Mon Dieu!, en qué situación se encontraba!

– Ya sé lo que piensa. -Raja interrumpió el silencio de Balouet-. Se pregunta qué llevó a una mujer como yo a mezclarse con el KGB -dijo y respiró profundamente.

– Sí, eso es exactamente lo que me estaba cuestionando -mintió el francés-; a una mujer como usted se le ofrecen otras posibilidades…

Raja Kurjanowa reaccionó con vehemencia:

– Por favor, nada de frases hechas, monsieur, mi situación es bastante sencilla. Le responderé: el KGB emplea un método odioso para reclutar a sus agentes; prefiere dirigirse a personas a quienes la naturaleza o la suerte les ha jugado una mala pasada.

Balouet se sintió profundamente tocado. La apreciación daba plenamente en el blanco en lo que a él se refería. Verdaderamente sufría poco por su aspecto de nomo aunque supiera que era menospreciado por los demás, pero su destino, el de un marginado sin éxito, fue algo que no pudo soportar y eso fue ciertamente lo que le hizo caer en las garras del KGB, subyugado por la sensación de pertenecer a una organización peligrosa y con poder y de tener la posibilidad de ejercer un dominio sobre otros. Todo esto le causaba mayor placer que los escasos dólares que le procuraba ese trabajo.

En el caso de Raja no debió de ser la naturaleza, pensó Balouet mientras la contemplaba. La rusa pareció adivinar sus pensamientos.

– No, no -se apresuró a aclarar-. En mi caso fue el destino, que parecía no tener buenas intenciones conmigo.

– Lo siento -observó el francés con frialdad.

Sin necesidad de que nadie se lo pidiera, Raja Kurjanowa comenzó a contarle:

– Yo estuve casada con un químico y sólo me di cuenta de lo mucho que lo amaba cuando ya todo había pasado.

– ¿La dejó plantada?

– Podría decirse que sí. -Raja sonrió dolorosamente-. Una mañana, al marcharse, se despidió como siempre: «¡Adiós, hasta la noche!». Pero no volvió jamás. Murió en su lugar de trabajo, simplemente.

– ¿Simplemente?

– Dos funcionarios del MWD 1 me trajeron aquella noche la noticia de que mi marido había muerto de un fallo cardiaco. Sí, sencillamente así. Al principio lo creí, ¡qué remedio me quedaba! y, en cierto modo, esa versión se correspondía con la realidad. Pero lo que nadie me aclaró fue qué había producido aquel paro en su corazón. Lo supe más tarde por uno de sus colegas que, desde entonces, ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Qué clase de mundo es éste, monsieur?

Raja luchaba por contener las lágrimas. Hizo una pausa y continuó:

– Mi marido no me había dicho para quién trabajaba realmente, ni lo que hacía. Cuando se lo preguntaba, se limitaba a responderme que su labor consistía en combinar dos sustancias químicas de modo que produjeran una tercera. La verdad es que pertenecía al Spezbüro del KGB.

– ¿El Spezbüro?

– Un departamento fundado después de la guerra para la realización de operaciones especiales en tiempos de paz, como actos de sabotaje y atentados contra la vida de personajes de importancia. El departamento contaba con su propia «cámara», un laboratorio en el que se desarrollaban los métodos más refinados y siniestros de asesinato…

– Y su marido trabajaba en ese laboratorio, ¿no es eso?

– Así es. Investigaba en busca de venenos capaces de causar un ataque cardiaco sin dejar huella, de modo que pudiera pasar por una muerte natural. Más tarde supe que trabajaba con sustancias mortales contra las que no existía antídoto y que eran tan peligrosas que un simple contacto con ellas podía dejar paralizado a un hombre de por vida. La más peligrosa llevaba su nombre: KUR3. Pero ¿por qué le cuento a usted todo esto?

Balouet miró a Raja. La confianza que le mostraba la mujer rusa lo conmovía y se sentía miserable en aquella situación porque no reunía el valor necesario para descubrirle quién era él y cuáles eran sus verdaderas relaciones con el KGB. Sólo Dios sabía cuánto odiaba esa falta de coraje, esa cobardía que no podía explicarse pero que, al fin y al cabo, era la que le había llevado a caer en las garras del KGB. Se aborrecía a sí mismo. Y ese odio era más doloroso y profundo que el que pudiera sentir contra cualquiera, porque su origen y su objetivo eran la misma persona… ¡un círculo vicioso! Y así, Balouet aceptó la historia de la muerte del químico con la indiferencia del más curtido de ios agentes secretos.

El infinito embalse se extendía como un espejo, negro, liso y tranquilo y el Nefertari continuaba su rumbo hacia el sur con incansable regularidad. De vez en cuando, alguno de los egipcios que dormían en los bancos se giraba para cambiar de lado y dejaba escapar unos sonoros ronquidos.

Hablaron a ratos y dormitaron otros, y así Balouet y Raja ya habían dejado atrás la mitad de la travesía a Abu Simbel, cuando de improviso el piloto hizo sonar la sirena antiniebla. Los egipcios se despertaron sobresaltados y se produjo un gran griterío hasta que el piloto mediante gestos les dio a entender que venía en sentido contrario un gran carguero. Por lo que podía verse a la distancia que los separaba, apenas llevaba carga a bordo, posiblemente porque debía recogerla en Asuán. Esas barcazas solían navegar preferentemente de noche para no exponerse al sol implacable. El carguero respondió a la sirena con una apagada y rápida señal de que había oído la advertencia y el barco se alejó en silencio hasta perderse en la oscuridad.

Balouet estaba de pie en la popa del Nefertari y vio cómo las luces de posición de la barcaza se iban haciendo cada vez más pequeñas hasta desaparecer en la inmensidad del embalse. Aquella mujer desconocida le había contado ya la mitad de su vida, mientras que él, por su parte, se había limitado a un par de frases retóricas que no comprometían a nada. En esos momentos temía que Raja Kurjanowa aprovechara aquel largo silencio y acabara por preguntarle: «¿Y qué hay de usted, quiero decir, qué extrañas circunstancias lo han traído hasta aquí?». Pero Raja continuó en silencio. Calló durante tanto tiempo que, finalmente, fue él quien se volvió de nuevo hacia ella.

Con la manga de su amplio vestido, Raja se limpiaba las lágrimas del rostro.

– No sé qué voy a hacer -dijo en voz muy baja.

Perplejo, y para superar la penosa situación, Balouet le preguntó:

– ¿No trae equipaje?

Raja negó con la cabeza.

– No quise pasar por sospechosa; además todo sucedió demasiado deprisa, no me quedaba otra elección.

– Uhm… -gruñó el francés-, eso no facilita las cosas. Una mujer que sin conocer a nadie aparece por Abu Simbel… y para colmo sin equipaje… ¿Qué pensaría usted de algo así?

La rusa se encogió de hombros sin saber qué decir.

Balouet se volvió a un lado con la mirada fija en la oscuridad. ¿Qué podía hacer con aquella mujer? Contar la verdad en Abu Simbel podría resultar demasiado peligroso para él. Tenía que haber otra solución y debería convencer a Raja Kurjanowa de que era la correcta. Sus pensamientos comenzaron a surgir en un sentido y en otro, agitándose dentro de su cabeza como los dados en el cubilete, en busca de una combinación que le permitiera terminar con el problema de aquella amistad de viaje que no había deseado. Delante de él, el interminable pantano y el barco, que seguía siempre su solitario rumbo…

De repente, Balouet se vio obligado a volver a la realidad. Raja se había acercado a la borda y se apoyaba en la barandilla como si fuera a saltar al agua. Balouet corrió a su lado, la sujetó con fuerza por el brazo y, sorprendido él mismo por sus propias palabras, le dijo:

– ¡No lo haga! Siempre hay una salida.

– Oh, ¿creyó usted que iba a saltar al agua? -manifestó la rusa, desconcertada-. ¡Oh, no! -Trató de sonreír-. Los cosacos tienen un proverbio: quien no sabe mantenerse en la silla no debe cabalgar. Y yo he decidido hacer esta galopada, así que me mantendré en la silla. -Su voz sonaba tranquila y Balouet retiró la mano de su brazo. Casi se avergonzó de haber querido hacer el papel de salvador.

Juntos se sentaron en el último de los bancos de madera y contemplaron los desgastados tablones de cubierta del arco hasta que Raja, de nuevo, reanudó la conversación.

– Ustedes los occidentales son todos demasiado blandos ceden muy pronto. Sólo con el socialismo se aprende a luchar y a resistir.

Aunque sin saber por qué, Balouet no se atrevió a contradecirla. El comportamiento de Raja iba en contra de todo lo razonable. Pero ¿qué había de sentido común en el socialismo aparte de su idea inicial?, ¿su conducta, la de un occidental, como Raja lo había expresado, era de alguna manera razonable? En su rostro se dibujó una sonrisa burlona y Raja, aunque no pudo verla, se percató de ella inmediatamente.

– ¡Usted no me cree, monsieur! Está bien. Pero no me interprete erróneamente, por favor; no trataba de hablar bien del socialismo. Pero durante mi estancia en el extranjero, en Occidente, he llegado a este convencimiento y me temo que los capitalistas perderán la carrera por el dominio del mundo.

«¡Sorprendente -pensó el francés-, esta mujer arriesga la cabeza para librarse de las garras del servicio secreto soviético y acaba cantando una alabanza del socialismo!» De nuevo, le asaltó la duda de si todo aquello no sería un montaje de los soviéticos, si el KGB no lo tendría en el punto de mira de sus sospechas.

La conversación continuó de modo intermitente rota por largos intervalos de silencio durante los que ninguno de los dos durmió mucho tiempo, tan grande era la desconfianza mutua. En las proximidades de Kurusku, que el embalse cubría con las altas mareas, el día comenzó a hacer su aparición en el horizonte, primero con tonos azulados y amarillos y después con ocres y rojos. Allí, en el punto más meridional del gran arco del Nilo, el lago comenzaba a estrecharse poco a poco hasta convertirse en un estrecho con numerosos acantilados. Con la luz del amanecer fue como si la marea alta hiciera surgir del agua extraños espíritus con brazos ondulantes, aunque al aproximarse el barco se vio que eran las copas de las más altas palmeras que todavía sobresalían parcialmente del agua agitando sus palmas como gigantescos plumeros.

Con la creciente claridad, los adormilados egipcios parecieron volver a la vida. Primero el más anciano de ellos y después los demás fueron sacando agua del río con ayuda de una cuerda y un cubo abollado para sus abluciones matinales. Después, todos juntos se volvieron hacia el este y realizaron sus plegarias.

En el mercado de Asuán, Balouet había comprado un par de plátanos pequeños y de mal aspecto pero muy dulces; le ofreció uno a Raja.

Durante un breve tiempo, la rusa desapareció bajo cubierta. Al regresar vestía ropas europeas, una blusa de color caqui y una falda ceñida.

– Las había dejado abajo -explicó Raja adelantándose a la pregunta de Balouet-, creo que será mejor no aparecer disfrazada con estas ropas en Abu Simbel. -Y señaló el vestido egipcio que llevaba doblado bajo el brazo.

El timonel repartió té en unos pequeños vasos y aunque Balouet tembló al pensar que la infusión había sido hecha con agua del Nilo, tomó uno de ellos. Raja rechazó el que se le ofrecía.

– Tiene la apariencia de té -observó la rusa con sequedad-. ¿Sabe a té?

– No está mal -respondió Balouet-, basta con no pensar de dónde procede.

La conversación matutina de los egipcios era tan animada y ruidosa que los dos europeos tuvieron dificultades para entenderse. Pero lo que Balouet tenía que decir era de extraordinaria importancia.

– He reflexionado una vez más sobre el asunto. Creo que debemos mantener en secreto quién es y de dónde viene; la verdad podría provocar gran inquietud en Abu Sime ¿O cómo reaccionaría usted si de improviso tuviera ante a una mujer que afirma que viene huyendo de los rusos?

Raja lo miró desconcertada.

– Tiene usted razón, monsieur, pero ¿qué debo hacer?

– Déjelo en mis manos -respondió Jacques Balouet seguro de sí mismo. Tenía un plan.

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