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Kaminski y Mahkorn se alojaron en el Nilo Hilton en la avenida el-Corniche. El hotel se encontraba en el centro de la ciudad y brindaba una indescriptible perspectiva sobre el río y la ciudad antigua. Habían llegado a confiar el uno en el otro. Arthur se había dado cuenta de que el periodista tenía algo más que un simple interés profesional en el asunto y éste quería encontrar a Hella Hornstein, lo que favorecía sus propios planes.

Dejaron pasar el primer día sin hacer nada. Charlaron una parte del tiempo en el gran vestíbulo del hotel y otra, en un bar llamado Kasr-el-Nil en la orilla opuesta del Nilo, bajo una visera cuadrada de mimbre que los protegía del sol mientras el periodista consumía una abundante cantidad de sus delgados puros y Kaminski se tomaba media docena de vasos de una bebida rojiza y fría a base de té.

Mahkorn fue conociendo más y más detalles sobre el fondo de la historia, sobre todo referidos a la peculiar relación entre Kaminski y Hella Hornstein y llegó a la conclusión de que existía una fuerte dependencia por parte de él con respecto a la doctora. En todo caso, parecía haber entre ambos un extraño lazo marcado por una fascinante combinación de amor y odio.

Intentar hallar a una joven en El Cairo era como la célebre búsqueda de la aguja en un pajar. Si Arthur hubiera estado solo, sin duda habría renunciado muy pronto, pero para un hombre como Mahkorn aquello era un auténtico desafío.

El periodista llegó a la conclusión de que si Hella Hornstein se encontraba en esa ciudad, debía alojarse en uno de los hoteles frecuentados por europeos. En la capital egipcia existen cientos de hoteles y pensiones, pero debido a las severas exigencias de control de extranjeros impuestas por la ley, sólo muy pocos podían hospedarlos.

Mahkorn le contó al portero de noche del Nilo Hilton una historia conmovedora: había conocido a una mujer por la que se sentía muy interesado y quería volver a verla; la desconocida no le había dicho su nombre y él suponía que se alojaba en un hotel de El Cairo, ¿podía ayudarlo a encontrarla?

Poco después, Mahkorn poseía una lista de doce hoteles con sus respectivas direcciones: Shepheard’s, Sharia Elhami; Continental Savoy, Midan Opera; Semiramis, Sharia Elhami; Kasr-en-Nil, Sharia Kasr-en-Nil; Atlas, Sharia Bank el-Gumhurija; Palmyra, Sharia Veintiséis de Julio; National, Sharia Talaat Hab; Cleopatra, Sharia el-Bustan; Grand Hotel, Sharia Veintiséis de Julio; Ambassador, Sharia Veintiséis de Julio; Victoria, Sharia el-Gumhurija; Ismailian House, Midan et-Tahrir. Otros hoteles para turistas, pero que estaban bastante más apartados del centro, eran Mena House, Heliopolis House y el Carden City House, aunque debido a su situación había menos probabilidades de que la doctora Hornstein se alojara en uno de estos últimos.

Kaminski alquiló un taxi por diez libras y comenzaron a buscar a Hella.

El Shepheard’s, un hotel pasado de moda de la época colonial y el moderno Semiramis con su gigantesco anuncio luminoso en letras árabes sobre el tejado se encontraban cerca del muelle donde atracaban los vapores que navegan por el Nilo.

Mahkorn le tendió al conserje un billete de una libra y una nota con el nombre de Hella Hornstein con la desenvoltura del periodista acostumbrado a nadar en todas las aguas y le preguntó si ésta se alojaba en el hotel. Sin resultado. Tampoco tuvieron éxito en el Semiramis; sin embargo allí, en un puesto de periódicos situado a la derecha de la recepción, una fotografía de la primera página del diario Al Ahram le llamó la atención a Mahkorn. Era la imagen de la momia de Bent-Anat rodeada de un grupo de científicos, que procedían a su reconocimiento. Otra foto de gran tamaño mostraba un colgante con la inscripción «Eternamente tuyo. A. K.».

– ¡Ése es mi medallón! -gritó excitado Kaminski-. Se lo regalé a Hella. ¿Cómo es que su fotografía está en la primera página de un diario?

El reportero le pidió al conserje que les tradujera el artículo. Éste se echó a reír y les dijo que no era necesario porque todos los periódicos, incluso los de habla inglesa, publicaban esa misma noticia en primera página. Kaminski se dirigió al quiosco de prensa. El Daily Telegraph titulaba a grandes letras: «The Secret of the Mummy of Bent Anat». También allí figuraba una fotografía del medallón con el pie: «What’s about this locket?».

En el artículo se decía que al examinar la momia de Abu Simbel se habían descubierto los restos de una pieza de ropa con el nombre de Bent-Anat, tal y como habían esperado los expertos. Pero también, y de manera totalmente inesperada, había aparecido una joya moderna con la dedicatoria en alemán: «Ewig Dein. A. K.», escondida entre las vendas, lo que hacía suponer que la momia de la reina, hija y esposa de Ramsés II había sido hallada mucho antes de que su descubrimiento se hiciera público y fue manipulada de modo indebido y no profesional. Finalizaba la noticia diciendo que se sospechaba que había sido salvada en el último momento cuando estaba a punto de ser transportada ilegalmente al extranjero.

– ¡Ése es mi medallón! -repitió Arthur y golpeó el periódico con la mano abierta.

Mahkorn trató de calmar al ingeniero cuyo comportamiento estaba llamando la atención de algunos clientes del hotel y se lo llevó aparte.

– ¿Entonces A. K. quiere decir Arthur Kaminski?

– ¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa si no? -respondió Kaminski-. Lo que no puedo explicarme es cómo el colgante pudo ir a parar a la momia.

El vestíbulo del hotel Semiramis no era el lugar más adecuado para reflexionar. Mientras Mahkorn trataba de convencer al ingeniero de que debían marcharse de allí, su pensamiento se encontraba lejos: intentaba adivinar qué motivos tenía Hella Hornstein y qué quería conseguir con eso, pues no le cabía duda de que ella estaba detrás del asunto. ¿Trataba de humillar a Kaminski, de ponerlo en ridículo o incluso de destruirlo? ¿Le ocultaba él algún hecho que le hubiera dado motivos para vengarse?, le preguntó.

Arthur se limitó a mirar perplejo al periodista, sin dejar de negar con la cabeza.

– ¡No lo sé! -balbuceó desesperado-. ¡No lo sé! No sé nada, de verdad. ¿Qué es lo que le he hecho? Amaba a Hella y creía que ella me correspondía.

– El amor es ciego -replicó Mahkorn-. Una vulgar frase hecha, pero no conozco otra que contenga más verdad.

– ¿Piensa usted que yo le era totalmente indiferente? Oiga, cuando llegué a Abu Simbel me había hecho el firme propósito de mantenerme alejado de las mujeres; tenía mis razones. Pero entonces ella se cruzó en mi camino. Al principio pareció fría e inabordable, pero cuando nos fuimos conociendo mejor demostró ser mucho más apasionada que ninguna de las mujeres que había conocido anteriormente. ¿Cree que todo lo sucedido no son más que suposiciones mías?

– ¡Pero Hella Hornstein trató de asesinarle!

– Eso fue lo que creí en el primer momento porque estaba obsesionado, hoy veo las cosas de modo distinto. Tuvo que haber un motivo para que Hella me pusiera aquella inyección y cuando la encuentre le preguntaré cuál fue. Yo la amo, ¿es que no me comprende?

Naturalmente que Mahkorn lo entendía y sabía también que nada es más difícil que volver a la realidad a un hombree enamorado.

– ¿Sabe una cosa? -observó pensativo el periodista-. Detrás de la palabra «amor» se esconden los más diversos conceptos. Hay algunas especies de insectos en las que la hembra devora al macho después del apareamiento.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Tan sólo que ésa es también una forma de amor. ¡Nosotros no podemos comprenderlo y sin embargo es así!

Con todo, tenían por fin un rastro de Hella Hornstein. No sabían ciertamente dónde ni cuándo dejó el medallón en la momia, pero de lo que no les cabía duda era de que lo había hecho.

Mahkorn propuso visitar el Instituto Patológico, donde el profesor el-Hadid había hecho el extraordinario hallazgo, pero Kaminski se mostró contrario. La visita ofrecía verdaderamente la oportunidad de dar con una pista de Hella, aunque Arthur temía algún encuentro desagradable. No le interesaba toparse con antiguos conocidos de la Joint Venture Abul Simbel. En primer lugar, porque no quería que aludieran a su intento de vender la momia y además, que pensaran que él la había manipulado; por otra parte, el hecho de que Hella dejara el colgante que él le había regalado sobre la momia les daba la ocasión de reírse a su costa.

Finalmente, Mahkorn logró convencerlo de que no le quedaba más remedio que aparecer por allí si quería recuperar su medallón.

Mientras tanto, Bent-Anat había sido devuelta al Museo Egipcio. A la mañana siguiente, poco antes de las diez, Kaminski y el periodista se presentaron en el museo y anunciaron que deseaban hablar con el director.

Solimán, el secretario, trató de librarse de ellos.

– Ahmed Abd el-Kadr se encuentra en una reunión muy importante. Debían de haber oído hablar del descubrimiento de la momia…

– Se trata precisamente de ese asunto -le informó Mahkorn-. Tenemos algo de suma importancia que debemos comunicarle al director en relación con el origen del colgante hallado en la momia.

– Les ruego que esperen -dijo Solimán.

La antesala en el sótano del museo no tenía nada de acogedora. Las oscuras estanterías y los manuscritos cubiertos de polvo causaban la impresión de que uno se hallaba en la secretaría de dirección de un presidio.

Abd el-Kadr apareció en la puerta que estaba frente a ellos y al verlos su rostro se ensombreció. Cuando supo que Mahkorn era periodista adoptó una actitud más que de reserva, de rechazo. No demostró interés por ellos ni les invitó a pasar a su despacho hasta que Kaminski se presentó como el hombre que había descubierto la momia en primer lugar y declaró que las iniciales A. K. que había en el medallón significaban Arthur Kaminski, que ése era su nombre y que él le había regalado aquella joya a la médica del campamento de Abu Simbel, la doctora Hella Hornstein, y que deseaba recuperarla si eso era posible.

Frente a la recargada mesa de despacho del director del museo había dos hombres que Kaminski reconoció de inmediato pese a que se encontraban de espaldas a la puerta: el doctor Hassan Moukhtar y el arqueólogo alemán Itsvan Rogalla. Ambos estaban inclinados sobre un paño blanco que había sobre la mesa. Arthur hubiera preferido dar media vuelta y marcharse; intentó hacerlo, pero Mahkorn lo empujó hacia el interior.

Moukhtar no se sorprendió menos que el ingeniero y su saludo fue notablemente frío. Por el contrario, Rogalla le apretó la mano amigablemente y le preguntó cómo estaba.

– ¡Vaya, los señores ya se conocen! -observó Abd-elKadr irónicamente-. Míster Kaminski tiene que contarnos algo con respecto al medallón. Por favor, señor Kaminski.

Este no se fue por las ramas:

– Lo que tengo que explicar es muy simple: ese colgante es mío. Las letras A. K. que figuran en él son las iniciales de mi nombre. Es un regalo que le hice a la doctora Hornstein hace dos años. Lo que no sabría decirles es cómo fue a parar a la momia.

De momento reinó un helado silencio. Nadie dijo una palabra. El doctor Moukhtar se puso de pie, dio unos pasos hacia la ventana y una vez allí alzó la cabeza.

– ¡Debí imaginármelo! -En su voz había un tono de indignación-. Esa mujerzuela volvía locos a todos los hombrees de Abu Simbel. Iban detrás de ella como perros en celo.

Arthur no pudo contenerse y exclamó con rabia:

– Sobre todo un tal Hassan Moukhtar. ¡Pero sus intentos nunca tuvieron éxito!

El arqueólogo se dio la vuelta. Sus ojos negros brillaban de ira y trató de acercarse a Kaminski. Abd el-Kadr le llamó la atención con unas palabras breves y enérgicas, en árabe. Finalmente, Moukhtar se giró y volvió a su sitio.

– Lo que deseo saber es dónde está Hella Hornstein -dijo Kaminski.

Moukhtar lo miró con furia, pero fue el director del museo quien respondió en su lugar:

– No tenemos la menor idea, míster Kaminski. Yo había creído que usted podía darnos alguna indicación sobre su paradero.

El ingeniero se fijó en la mesa. Ya había visto la tela blanca extendida sobre ella en el momento de entrar en el oscuro despacho, pero sólo ahora reconoció el escarabajo de color verde oscuro que había encima. Desde lejos se parecía como una gota de agua a otra al que había cogido de la mano de la momia en Abu Simbel.

– ¿Qué es eso? -preguntó Arthur a Abd el-Kadr.

El director dirigió a Moukhtar una mirada interrogativa, como si quisiera saber si debía contestar al ingeniero. La actitud del egiptólogo mostraba a las claras que no encontraba ninguna razón para darle explicaciones.

– Lo pregunto -siguió Kaminski- porque yo encontré en la momia otro escarabajo semejante, aunque creo que de un verde aún más brillante.

El-Kadr, Moukhtar y Rogalla se lo quedaron mirando como si no pudieran creer lo que oían.

– Usted ha… -tartamudeó el director y se detuvo sin saber cómo continuar.

La sorpresa de Moukhtar superó incluso el odio que le tenía a Kaminski. De nuevo se sintió poseído por la rabia y sin poderse contener gritó:

– ¿Por qué ha esperado hasta ahora para decirlo? ¿A quién le vendió el escarabajo? ¡Usted… usted es un estafador!

Pese a su furia contra el arqueólogo, Arthur se esforzó en poner en sus labios una sonrisa que parecía decir «¡No puedes ofenderme!» y respondió:

– Hasta ahora no he tenido la ocasión de explicar las circunstancias de mi descubrimiento, puesto que nadie me preguntó por ellas. En cuanto al escarabajo, no lo he vendido, lo he regalado.

– ¿Regalado? -gritaron todos al unísono.

– La doctora Hornstein mostró un especial interés por los objetos que había en la tumba. -Dirigió una mirada al oscuro escarabajo verde de la mesa y continuó-: Era del mismo tamaño y tenía la misma forma. Pero todavía no han contestado a mi pregunta. ¿De dónde procede éste?

– Naturalmente, también de la momia -respondió Ahmed el-Kadr-. Pasó inadvertido entre la agitación producida por el hallazgo del medallón. El-Hadid lo encontró bajo la última capa de vendas, exactamente donde en vida latió el corazón de Bent-Anat. Su descubrimiento no tiene nada de extraño, ni tampoco el lugar donde fue hallado; era una costumbre de la época. Lo único extraordinario es la fórmula grabada en el dorso. -El director del museo le dio la vuelta al amuleto, señaló los caracteres grabados en él y le preguntó a Kaminski-: ¿Hay la misma inscripción en su escarabajo? ¿Puede acordarse?

Kaminski no necesitó reflexionar mucho tiempo.

– No -fue su respuesta-, ésta es totalmente diferente. No entiendo nada de jeroglíficos, pero estoy casi seguro de que la que figura en mi escarabajo no tiene nada en común con ésta. Completamente seguro.

Rogalla intervino en la conversación:

– Eso hace que nuestro interés por esa otra pieza sea aún mayor. ¿Cree probable que la doctora Hornstein conserve todavía el amuleto?

– ¡Sin lugar a dudas! -afirmó Kaminski-. Hella siempre lo llevaba encima, lo consideraba su talismán. Estaba como loca con él. Pero cada vez que le pregunté qué veía de extraordinario en ese objeto y por qué era tan precioso para ella, hacía un gesto evasivo y guardaba silencio.

El-Kadr se sentó detrás de su mesa, observó el oscuro escarabajo que había sobre ella y preguntó sin apartar los ojos de Arthur:

– Hella Hornstein era médica, pero ¿se sentía atraída por la arqueología?

Kaminski alzó los hombros indeciso. Istvan Rogalla respondió por él:

– Me llamó la atención observar que la doctora Hornstein mostraba interés en las inscripciones jeroglíficas de los bloques que sacábamos del templo. Recuerdo que en varias ocasiones me consultó sobre algunos que tenían significados complicados. Preguntas muy interesantes a las que ni yo mismo podía responder. Eso me sorprendió pero, naturalmente, en aquellos momentos no pensé demasiado en ello.

– Algunas veces -intervino el ingeniero- la oí pronunciar frases que yo no podía entender. Hablaba en un idioma desconocido para mí. Pero ése es sólo uno de los muchos misterios que la rodean y que la hacen precisamente tan fascinante.

Hassan Moukhtar mostraba su disconformidad con la conversación dejando escapar de vez en cuando el aire por la nariz como una máquina de vapor.

– Ustedes le están concediendo mayor importancia de la que realmente le corresponde -gruñó-. La doctora Hornstein es una mujer como cualquier otra. Debemos dejarlo claro.

– ¿Qué quiere decir la inscripción de este escarabajo?

Arthur no estaba dispuesto a desviarse de su idea, pero ni el-Kadr ni Moukhtar se mostraron proclives a responderle.

Rogalla, al que la situación le resultaba bastante desagradable, carraspeó cortado antes de aclarar:

– Mire, Kaminski, existen descubrimientos que hacen que un científico se sienta perplejo porque no se adaptan al concepto de su disciplina. ¿Cómo podría explicárselo? Usted como ingeniero se encuentra inmune a las sorpresas: sabe que una suma es una suma. Pero en la arqueología no se está a salvo de éstas, como lo prueba esta inscripción para la que hasta ahora no existe un texto comparativo. En tales situaciones, los arqueólogos siempre nos mostramos escépticos y ninguno se atreve a comentar un descubrimiento tan extraordinario.

El periodista había seguido hasta entonces la conversación desde un segundo plano y reafirmado su opinión de que Hella Hornstein provocaba una extraña tensión con efectos distintos: en uno, una pasión ciega; en otros, un odio tan profundo como un abismo.

En esos momentos, Mike Mahkorn se sintió aguijoneado por la explicación de Rogalla. Se movió de un lado a otro en su silla y finalmente le dijo a éste:

– Creo entender lo que quiere decir; sin embargo, ha despertado nuestra curiosidad. ¿Puede traducirnos la inscripción? Quiero decir, sólo leerla, sin ningún comentario, para que nosotros podamos hacernos nuestra propia idea, aunque sea la de unos profanos en la materia.

– «Mi cuerpo ha sido purificado en salitre y refrescado con incienso / he sido bañada totalmente con la leche de la Vaca Hap / todo mal inherente a mi ser está desechado / Tefnut, la hija de Ra lo ha dispuesto todo para mí en los campos de la paz. / Así, cabalgo hacia el oscuro valle para regresar en tres veces mil y dos veces cien años.»

Esas palabras parecieron impresionar menos a Kaminski que al reportero. Tal vez, el primero no entendía plenamente su significado o quizá se sentía agobiado por lo que había oído. Por el contrario, Mahkorn parecía estar muy excitado cuando planteó la siguiente pregunta.

– ¿Creían los egipcios en la reencarnación?

Rogalla y el-Kadr contestaron simultáneamente:

– Sí.

– No.

Ambos se echaron a reír y el arqueólogo alemán añadió:

– Con esto puede ver lo difícil que es contestar a su pregunta.

– No entiendo.

– Bien -comenzó Rogalla para tratar de explicarlo-, si usted interpreta la reencarnación como el proceso por el que un ser humano muere y pasa a vivir otra forma de existencia, entonces los antiguos egipcios sí creían en ella. Pero si entiende por ésta que una reina que murió hace quinientos años hoy esté llevando una nueva vida como simple asalariada, o al revés, en tal caso no creían.

– Si le comprendo correctamente -propuso Mahkorn-, lo que hoy día se entiende por reencarnación era algo ajeno a los egipcios; por ejemplo, la idea de que después de fallecidos podemos revivir en un caballo o en un ave. ¿Es eso?

– La pompa y el culto con que rodeaban la muerte de los suyos es una expresión clara de que no creían que ésta fuera el final de todo. Por el contrario, estaban convencidos de que al fallecer el ser humano volvía a nacer de nuevo y que iba a encontrar otra existencia al otro extremo del mundo. Ésta fue interpretada de manera distinta según los periodos del antiguo Egipto. En la época del faraón Ramsés II, Ka, el protector de los espíritus, daba «vida» a la imagen física ideal del ser humano, y siempre que el cuerpo estuviera protegido contra todo daño; por eso los egipcios embalsamaban y momificaban a sus difuntos. Había además otras formas de continuación de la vida, por ejemplo la del ba, lo que hoy día llamaríamos alma, que después de la muerte ascendía al reino de los dioses.

– Eso está muy bien, pero ninguna de esas dos teorías significa que una persona muerta reciba una nueva vida terrenal, tal y como parece decir el texto que figura en este escarabajo.

– Precisamente -contestó Istvan Rogalla-, y eso es lo que nos deja tan perplejos. En este jeroglífico la difunta afirma que volverá a nacer transcurridos tres veces mil y dos veces cien años, es decir al cabo de 3.200 años.

Mahkorn no se dio por satisfecho.

– ¿Entonces, considera que esta inscripción no es auténtica?

Rogalla sonrió:

– Nada me gustaría más que responder a su pregunta pero no puedo hacerlo hasta que no entendamos cómo este escarabajo, aparentemente insignificante, es capaz de poner en tela de juicio todos nuestros anteriores conocimientos sobre la religión del antiguo Egipto. Quizás ahora comprenda nuestra inquietud.

– Lo entiendo -respondió el periodista; aunque, en esos momentos, la ciencia le interesaba verdaderamente menos que la relación entre Bent-Anat y Hella Hornstein. Su nueva pregunta cogió por sorpresa a los arqueólogos-: ¿Cuándo nació la reina Bent-Anat?

– En torno al año 1250 antes de nuestra era; no conocemos la fecha exacta -le contestó Rogalla-. ¿Por qué lo dice?

Mahkorn sacó su pequeña libreta de notas e hizo unos cálculos.

– ¿Cuánto hay que sumar a mil doscientos cincuenta para obtener tres mil doscientos?… Mil novecientos cincuenta. ¿Cuándo nació Hella Hornstein?

– En 1940 -respondió Kaminski.

El periodista realizó nuevas operaciones.

– ¿Podría ser que la reina hubiera muerto diez años antes, en el año 1260 antes de Cristo?

– Desde luego -respondió Rogalla-. ¿Adonde quiere ir a parar?

Mahkorn le pasó al arqueólogo su libreta y declaró:

– Una suma muy sencilla: mil doscientos sesenta más mil novecientos cuarenta son tres mil doscientos.

– Ahora entiendo lo que quiere decir -afirmó Rogalla-; eso hace tres veces mil y dos veces cien años.

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