28

Se encontraban en plena oscuridad en el mismo lugar, de nuevo, de donde escaparon cuatro días antes; pero ahora su situación había empeorado y no sabían qué hacer.

La obra, donde los dos templos ya habían sido serrados y desmontados, estaba abandonada y en la montaña se abrían agujeros de colosales dimensiones, como cortados a pico. Pronto todo aquello quedaría sumergido en el pantano. A un tiro de piedra se encontraba la barraca de Kaminski y Raja tuvo una idea…

– Té llevaré a la caseta -le dijo a Balouet, cuyas fuerzas se habían debilitado notablemente hasta el punto de que casi tuvo que arrastrarlo. Jacques murmuró algo que ella no entendió. No le importó porque tenía la impresión de que Balouet no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión-. Tú espera aquí mientras voy a buscar ayuda. Heckmann te curará y después, ya veremos.

La puerta de la cabana estaba cerrada y los cristales tapados desde el interior. Con el codo, Raja golpeó la ventana de la parte posterior, que cedió un poco. Sin poder creer lo que veía observó detenidamente el interior; una lámpara de petróleo iluminaba la estancia con una luz pálida y amarillenta. «¡Qué raro -pensó-, por la noche aquí no suele haber nadie!» Pero no tenía tiempo para largas reflexiones. Abrió la ventana, saltó dentro de la casa y abrió la puerta cuya llave estaba en la cerradura.

– ¡Mira! -le dijo a Balouet, que se había quedado apoyado en el quicio de la entrada, desamparado y exhausto. Señaló al suelo, donde alguien había quitado las tablas del entarimado en un cuadrado de metro y medio. Debajo, se abría un agujero profundo y de él colgaba una escalera de mano-. ¿Qué significa esto?

La pérdida de sangre y el esfuerzo de las últimas horas habían agotado al herido hasta el punto de que en esos momentos le era del todo indiferente quién hubiera abierto un hoyo en esa miserable barraca y cuáles eran sus motivos. Se arrastró hasta la silla que había junto a la mesa de trabajo y, extenuado, se dejó caer en ella.

Jacques Balouet creyó estar soñando o sufriendo una pesadilla como consecuencia de la fiebre que le producía la herida, cuando de repente vio que por el agujero aparecía un rostro conocido: el de Kaminski.

Éste pareció no menos asombrado e incluso asustado cuando dirigió hacia él el haz de luz de su linterna y lo miró con los ojos entornados. Sin decir una palabra se colocó al borde del pozo, se secó el sudor del rostro con la manga de su chaqueta y aspiró profundamente. Balouet vio cómo los hombros de Kaminski se alzaban y descendían en rápida sucesión, como si le faltara el aire a consecuencia de un esfuerzo reciente.

– ¿Qué buscan ustedes aquí? -preguntó en voz baja, apenas audible-. En el campamento ha corrido la voz de que se habían ahogado; el agua trajo una barca vacía. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

En el mismo momento en que Raja iba a responderle, se oyó un chillido procedente de las profundidades del agujero, que la asustó. Poco después, apareció por la abertura una segunda cabeza que tampoco les resultaba desconocida: Hella Hornstein.

La doctora causaba una impresión igualmente confusa, parecía estar fuera de sí y, sin poderse contener, gritó cuando todavía estaba en la escalera:

– ¡Arthur!, ¿qué significa todo esto?

Poco a poco, Kaminski fue ganando dominio sobre sí mismo. Se dejó caer sobre la superficie polvorienta de la mesa y dijo dirigiéndose a Raja y Balouet:

– Ustedes nos han estado espiando, su desaparición no ha sido más que una comedia. ¿Qué es lo que saben y qué quieren de nosotros?

En esos momentos, por primera vez se dio cuenta de la sangre que manchaba el pantalón de Balouet.

Durante unos instantes se quedaron mirándose unos a otros sin decir una palabra. Nadie sabía qué pretendía la otra pareja. Desde que Raja llegó a Abu Simbel, entre ella y Hella existía una relación de mutua desconfianza, aunque ninguna lo demostró nunca ni hizo mención siquiera. Era ese fenómeno bastante corriente que hace que las mujeres se conviertan en rivales potenciales sólo porque se parecen en su forma de ser o en el carácter. Cada una de ellas tuvo desde el principio esa impresión de la otra y ahora ambas, por distintas razones, la veían confirmada. Por el contrario, Kaminski siempre encontró simpático al francés, pese a que apenas se habían tratado. Por esa razón parecía aún más desengañado.

Raja Kurjanowa fue la primera en recuperar la seguridad en sí misma y, aunque no podía suponer lo que estaba ocurriendo ni en qué lío se habían metido, se llenó de valor y respondió a la acusación del ingeniero.

– Nosotros no espiamos a nadie, lo juro; pero eso es algo de lo que podremos hablar más tarde. Antes que nada, Jacques necesita ayuda médica. ¡Ayúdenos, doctora! Ya ve usted cuál es su estado, íbamos a visitar al doctor Heckmann, pero no hemos podido llegar hasta allí. Balouet está al límite de sus fuerzas, ¿no lo ve usted, doctora?

Con los labios apretados, Hella dejó escapar el aire de sus pulmones, fue como si quisiera decir «Vaya, nos están espiando y ahora nos piden ayuda. ¡No seré yo quien lo haga!». Pero no dijo nada, acabó de salir del pozo y se plantó con los brazos cruzados. Raja, que temía que esa actitud degenerara en una violenta discusión y volviera su situación aún más complicada, se arrodilló delante de Balouet y comenzó a quitarle el vendaje provisional de la herida.

El muslo tenía un aspecto horrible. La llaga estaba cubierta por una capa sanguinolenta negra y roja y cuando Raja le quitó la venda, comenzó a sangrar de nuevo. Balouet contrajo el rostro, víctima de grandes dolores e incapaz de saber dónde se encontraba.

– Se está muriendo, ¿es que no lo ven?

Volvió a poner los trapos sobre la herida, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Hella Hornstein le cerró el paso.

– ¿Adonde quiere ir?

– A buscar al doctor Heckmann con toda urgencia.

– Usted se queda -insistió Hella sin dejarla pasar.

Raja levantó la mano como si quisiera abofetearla, pero antes de que eso ocurriera Kaminski se interpuso entre las dos mujeres.

– ¿Es que os habéis vuelto locas? Una pelea no servirá de nada. Este hombre necesita ser atendido o acabará mal. ¡Tienes que ayudar a Balouet, Hella, por favor!

La doctora se mantuvo en sus trece y movió enérgicamente la cabeza.

– Si los dejamos salir -respondió- todo estará perdido. Nos traicionarán. ¿Es que no lo comprendes?

Kaminski alzó los hombros.

– Si no quieres que salgan de aquí tendrás tú que curar a Balouet. Ve al hospital y busca lo que necesites, yo me quedaré aquí con ellos. No tengas miedo de que se escapen.

Raja no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo y Balouet menos aún. Ciertamente se habían metido, sin saberlo ni quererlo, en una situación bastante rara; más que eso, extraordinaria, a deducir por el comportamiento de la doctora Hornstein. Pero, por otra parte, pensó la joven, su propia actitud, ¿no exigía también una explicación? Mientras reflexionaba cómo podía desmentir la ridicula acusación de que habían estado espiando a Kaminski y a Hella, se dio cuenta de que éstos se habían puesto de acuerdo entre sí con gestos y movimientos de cabeza. Sólo advirtió que la médica había abandonado la barraca cuando oyó fuera el motor de un automóvil.

– Ha ido al hospital a buscar todo lo necesario -explicó conciliador Kaminski.

Raja, que sostenía la mano de Balouet entre las suyas, hizo un ademán silencioso.

Al cabo de una larga pausa, en la que la rusa estuvo atenta por si escuchaba acercarse el coche, Kaminski, inseguro y casi tartamudeando comenzó a hablar:

– Ustedes… ustedes se habrán preguntado, como es natural, qué significa todo esto y creo que les debo una explicación…

– Creo que somos nosotros los que tenemos que darla -lo interrumpió la mujer.

– ¡No, de ningún modo!

– Sí, creo que sí. Quizá le resulte más fácil hablar después de haberme oído.

Raja se levantó y se acercó a Kaminski.

– En primer lugar, debe usted saber que no soy francesa sino rusa. He pasado muchos años en la embajada rusa en París, por lo que no me ha sido difícil hacerme pasar por francesa; Balouet me ha ayudado de forma desinteresada.

Kaminski la miró con aire escéptico, y como si quisiera decirle que aunque eso fuera cierto no tenía obligación de confesárselo.

– Además de eso -continuó Raja-, me une con Jacques el hecho de que ambos trabajábamos para el servicio secreto ruso, el KGB. Y digo trabajábamos en pasado, señor Kaminski. Yo caí en desgracia y debía temer lo peor y Balouet quería dejarlo, lo que es igualmente peligroso. Teníamos la sospecha de que se nos vigilaba y, por esa razón, decidimos escapar de Abu Simbel. Queríamos ir a Jartum pero ni siquiera llegamos a la frontera. En una aldea, cuyos habitantes fueron desalojados a la fuerza por los militares, fuimos hechos prisioneros y uno de los soldados disparó sobre Jacques. Soborné al jefe de esos vándalos y conseguí que nos dejara bajar del barco que nos conducía a Asuán al pasar por aquí. Mi intención era llevar a Balouet a casa del doctor Heckmann.

Kaminski tenía dificultades en aceptar el relato de Raja. Naturalmente era razonable pensar que el KGB tuviera en Abu Simbel a alguno de sus agentes. Pero enterarse de una cosa así, saberla de labios de personas a las que se conocía y en las que en cierto modo se había confiado, era otra cosa. Despertaba una sensación de vulnerabilidad, como si fuera uno mismo personalmente el traicionado.

La rabia que sintió en el primer momento se alivió al darse cuenta de que ahora todos conocían mutuamente su secreto y que tenían que confiar en su recíproca discreción.

– En vista de su sinceridad, yo también voy a explicarles qué significa lo que han visto aquí -declaró Arthur señalando la boca del pozo.

A Raja le era totalmente indiferente lo que Kaminski tuviera que contarle. Esperaba impaciente e inquieta el regreso de la doctora Hornstein. Sin prestar apenas atención oyó cómo Kaminski le contaba que debajo de su barraca habían encontrado el sarcófago de una de las esposas del gran faraón Ramsés y que sólo él y Hella lo sabían. La atención de la rusa se despertó totalmente cuando Kaminski le dio a entender que cada uno de ellos estaba en las manos del otro. Si ella y Balouet callaban, podían estar seguros de que Kaminski y la doctora Hornstein harían lo mismo.

Aunque a Raja no le cabía en la cabeza la razón por la que querían conservar en secreto el hallazgo de la momia, pensó que la situación les favorecía. Era posible que la doctora lograra curar a Balouet lo bastante como para que pudieran escapar de Abu Simbel por segunda vez antes de ser descubiertos.

Hella regresó y cuando aún estaba en la puerta, Kaminski salió a su encuentro y se enzarzaron en una discusión en alemán, breve pero violenta, de la que Raja no entendió nada. Lo que sí advirtió de inmediato cuando la médica entró en la oscura cabana fue que parecía totalmente cambiada. Llevaba un maletín de urgencias negro y le puso a Balouet, que lo había oído todo en silencio, una inyección de Xilocaína en el muslo como anestesia local. Entre los tres trasladaron al herido hasta un catre de campaña que se encontraba en la parte de atrás de la habitación y lo acostaron en él.

La doctora le tomó el pulso y su rostro expresó preocupación.

– Tiene que procurar por todos los medios que no se duerma -dijo dirigiéndose a Raja-. Su pulso es muy débil. Esa es su responsabilidad…

Seguidamente comenzó a limpiar la herida. La joven rusa la ayudó en lo que pudo. Normalmente no era demasiado sensiblera, pero ahora, al tratarse de Balouet, tuvo la impresión de que sentía en su propia carne cada uno de los puntos que la doctora le daba en la herida y al estirar la hebra le producía más dolor que al mismo paciente, que apenas si notaba la pequeña intervención.

La doctora Hornstein se detuvo para recuperar el aliento una vez que la desgarradura estuvo cerrada con una fea costura, ancha como la palma de la mano.

– Los puntos le dejarán una cicatriz, pero de momento creo que no tenemos que preocuparnos por la herida. Si no se infecta, en una semana todo estará pasado y olvidado y podrá andar normalmente.

– ¿Una semana? -se sobresaltó Raja-. Debemos irnos y si es posible esta misma noche.

Hella Hornstein envolvió su instrumental en un paño blanco y lo guardó en el maletín.

– Eso es imposible -replicó. Naturalmente, a ella misma le hubiera gustado verlos desaparecer de allí lo antes posible, tan inadvertidos como habían llegado; pero Balouet acababa de sufrir una operación, por pequeña que fuera, y además se encontraba muy débil-. ¿En qué situación se creen que están?

Raja guardó silencio. La pregunta de la doctora la había traído de vuelta a la dura realidad. En el fondo eso era una confirmación de lo que ya supo desde el momento en que llegó allí pero que nunca quiso reconocer: ¡la aventura había terminado!

– ¿Y en qué situación cree que estamos? -repuso desesperada Raja-. Pensé que teníamos una esperanza, ya que se nos daba por muertos. Pero si reaparecemos el primero en saberlo será el KGB.

Kaminski colocó las tablas del suelo sobre el agujero, después se irguió y le dijo a Hella:

– Tiene razón. De ningún modo pueden seguir en Abu Simbel, tienen que salir de aquí.

La preocupación que Arthur parecía sentir por ellos puso nerviosa a Hella.

– ¿Puedes decirnos cómo van a hacerlo? -preguntó con ironía-. ¿Deben llevarse otra lancha?, ¿emprender el camino a pie? ¿Qué se te ha ocurrido?

– ¡Kurosh! -respondió Kaminski.

– ¿Kurosh el Águila’?

– Precisamente él. Todo el mundo sabe que es capaz de hacer cualquier cosa por dinero, se dice que más de una vez voló a Jartum con artículos de contrabando. Tenemos que sobornarlo.

Sorprendido, Kaminski vio cómo Raja sacaba un fajo de billetes norteamericanos de entre sus ropas.

– ¡Mil dólares! -dijo sin dar muestra de la menor emoción y arrojó el dinero sobre la mesa-. ¿Cree que será suficiente?

Kaminski y Hella Hornstein no salían de su asombro. Esa francesa o rusa, o lo que quiera que fuese, se había ganado su admiración. Parecía que estuviera acostumbrada y fuera capaz de enfrentarse con cualquier situación por desesperada que fuese.

Mientras rumiaban parecidos pensamientos, Raja sacó un nuevo montón de dólares.

– Y esto para ustedes -declaró con frialdad-, por sus molestias en ayudarnos.

En un principio, el ingeniero se quedó mudo sin saber qué hacer, pero seguidamente tomó el segundo fajo de dinero y se lo devolvió.

– Guárdelo, seguramente lo necesitarán.

Finalmente se metió los otros mil dólares en el bolsillo y dijo:

– Vamos, llevemos a Balouet al coche. En una hora habrá amanecido y para entonces todo debe estar en marcha.

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