22

Ese año el calor veraniego llegó en el mes de abril y resultó verdaderamente insoportable, sobre todo porque durante la noche raramente bajaba de los cuarenta grados. En el hospital del campamento, el doctor Heckmann y la doctora Hornstein se encontraban agobiados de trabajo; trataban a pacientes con problemas circulatorios y fallos renales principalmente. Los que aún seguían sanos consumían tabletas de sal a manos llenas. Eso ayudaba, pero no dejaba de tener sus consecuencias secundarias: la sal del sudor se concentraba en las ropas, que se pegaban al cuerpo como si estuvieran almidonadas.

Un mediodía, en el momento de mayor calor, dos egipcios llevaron al hospital a su capataz en la parte trasera de camión. Estaba inconsciente y rígido como una tabla. La doctora Hornstein le preparó una infusión pero el hombre murió durante el tratamiento. Era ya el séptimo muerto entre los obreros de Abu Simbel y el caso excitó aún más los ánimos.

Cada vez era mayor el número de enfermos que acudían al herrero Kemal, que con sus métodos poco habituales obtenía curaciones más rápidas que los médicos. La noticia corrió pronto de boca en boca. Kemal no pedía nada por su tratamiento, pero esperaba siempre una respetable bakshish y cuanto mayor fuera ese donativo, más extraordinaria era su terapia, que en la mayoría de los casos tenía éxito.

Un día Margret Bakker no acudió a su trabajo a la hora prevista y cuando Istvan Rogalla, el arqueólogo alemán, fue a ver qué le había ocurrido a su ayudante, la encontró inmóvil en la cama. La única señal de vida era un inquieto palpitar en sus ojos.

Rogalla tomó a la joven por los hombros.

– ¿Qué tienes, Margret? -gritó y sacudió su cuerpo como si de ese modo quisiera arrancarlo de su rígida inmovilidad.

– Apenas puedo moverme -respondió Margret con dificultad. Y le tendió las manos con los dedos estirados.

Rogalla la miró asustado; los dedos, el dorso de las manos incluso los brazos estaban hinchados como globos.

– El menor movimiento es un tormento -se quejó la joven.

En esos momentos Rogalla sólo tuvo un pensamiento: Kemal el herrero. ¡Sólo Kemal podía ayudarla!

Mientras la llevaba en brazos hasta el coche, Rogalla notó que el rostro y los brazos de Margret comenzaban a adquirir una extraña tonalidad azulada. En el corto trayecto hasta la barraca del herrero, Margret Bakker perdió el Conocimiento.

Rogalla reflexionó: ¿debía dar la vuelta?, ¿no sería mejor que llevara a su ayudante al hospital? Pero antes de que lograra tomar una decisión estaba frente a la casa del herrero.

El calvo Kemal salió a la calle al oír el ruido del automóvil. Llevaba una tela blanca enrollada en torno a su cintura y el torso desnudo; se parecía como una gota de agua a otra a los artesanos cuyas pinturas adornan las tumbas de los faraones.

– ¡Kemal! -exclamó Rogalla nervioso-. ¡Rápido, haz algo, te lo ruego! Creo que Margret se muere. -Y sacó un billete de diez libras casi tan grande como un pañuelo.

Kemal lo cogió, lo guardó entre su falda y entró el cuerpo de Margret en la oscura herrería. La acostó sobre un catre que había en la parte interior del taller y después la observó atentamente durante largo rato.

El arqueólogo seguía la escena con impaciencia.

– ¿Está… muerta? -preguntó inseguro.

Kemal no le respondió. Abrió la blusa de la muchacha y apoyó la oreja sobre su pecho. Después alcanzó un jarro metálico, echó un poco de agua en un cuenco y colocó éste sobre el tórax de la joven. Una sonrisa tétrica y oscura apareció en su rostro siniestro; señaló la superficie del recipiente en la que se formaban pequeñas olas temblorosas.

– Las ondas significan vida, señor -explicó Kemal sin apartar la vista de la joven-, y donde hay vida, Kemal puede ayudar. Sólo hay una cosa sobre la que no tiene poder: la muerte.

– ¡Si es así, haz algo! -le urgió Rogalla.

El herrero contempló el cuerpo abotargado de Margret de los pies a la cabeza y le quitó la ropa. De repente, un cuchillo pequeño y puntiagudo brilló en su mano. Kema tomó el brazo izquierdo de la joven y, con un golpe rapid° y fuerte, le clavó la afilada hoja. Después hizo lo mismo con la pantorrilla derecha.

Una sangre oscura y espesa brotó de las heridas y corrió por el polvoriento suelo de piedra. Rogalla comenzó a perder el ánimo y a dudar de si había obrado bien y pensó que quizá los médicos del hospital la hubieran atendido mejor.

La joven sangraba como una res en el matadero y mientras más duraba el tratamiento de Kemal mayor era el miedo y la agitación de Rogalla. Como un poseso, salió de la herrería, subió a su coche y se dirigió al hospital a toda velocidad. Poco después regresaba en compañía de la doctora Hornstein.

Al entrar en la oscura estancia y ver a Margret Bakker que se desangraba mientras que Kemal, como un verdugo, estaba inmóvil delante de su víctima con los brazos cruzados sobre el pecho, la doctora gritó:

– ¡Dios mío!, ¿qué ha hecho usted con esta mujer?

Con un violento ademán, Kemal apartó a un lado a la doctora Hornstein y murmuró con voz profunda y amenazadora:

– Tú eres una mujer y no tienes el don de curar, eso es algo que Alá reservó sólo a los hombres…

– ¡Estás loco! -interrumpió Rogalla al furioso herrero-. La doctora Hornstein es médica, ha estudiado.

– ¿Estudiado? -replicó Kemal indignado y escupió en el suelo-. ¡Una mujer y ha estudiado! Si Mahoma el profeta hubiese querido que estudiaran, constaría así en el santo Corán. Pero no hay ni un solo sura que diga que la mujer debe estudiar y menos aún que pueda curar.

El tiempo apremiaba y Rogalla se colocó delante de Kemal con los brazos extendidos.

– ¡Vas a dejar ahora mismo que la doctora Hornstein haga su trabajo! -dijo con tono amenazador-. La situación s sena y la verdad es que no tenemos tiempo para discutir cuestiones teológicas. ¿Lo entiendes?

Kemal no comprendía literalmente el significado de las palabras, pero sí lo que Rogalla quería decir. Con la cabezagacha y el mentón pegado al pecho, se retiró al rincón más oscuro de la herrería donde se sentó con las piernas abiertas sobre un yunque para observar a la doctora Hornstein.

Mientras tanto, ésta le había colocado a Margret Bakker vendajes de compresión para cortar la hemorragia. El cuerpo de la joven estaba ya tan hinchado que daba la sensación de que iba a reventar en cualquier momento.

Rogalla se sentía muy mal y tuvo la impresión de que iba a vomitar; no obstante, supo dominarse.

– ¿Qué puede ser? -preguntó casi balbuceando mientras se volvía hacia la médica.

– Falta aguda de calcio -respondió Hella-; un ataque. -Señaló las manos de Margret. Los dedos estaban montados unos sobre otros, como si sufrieran un espasmo. Mientras preparaba una jeringuilla, comentó-: La típica forma de garra.

– ¿Tiene posibilidades?

La doctora le puso la inyección, que no provocó en la enferma reacción alguna, ni siquiera un débil estremecimiento.

– No lo sé -respondió-, en un caso normal no tendría duda pero en estas circunstancias… -Hella miró a su alrededor y Rogalla se dio cuenta de la expresión asqueada de su rostro-. Bien, sea cual sea el resultado que obtengamos, usted deberá contestar a unas cuantas preguntas desagradables.

Rogalla hubiera querido responder, pero se dio cuenta de que en su situación cualquier apreciación habría resultado inadecuada.

– ¿No sería mejor llevar a Margret al hospital? -preguntó finalmente.

– Desde luego -respondió la doctora Hornstein -, pero no de inmediato. ¿O es que quiere que su ayudante llegue allí muerta?

Al cabo de pocos minutos, la inyección mostró sus primeros efectos.

Margret abrió los ojos, pero sólo fue un ligero parpadeo nervioso y a los pocos instantes volvió a perder el conocimiento. Mientras tanto, desde su oscura esquina Kemal seguía hablando consigo mismo, gritaba y al parecer maldecía, si es que los ininteligibles sonidos guturales que brotaban de su garganta tenían algún significado.

– Si Margret no sobrevive -advirtió Hella Hornstein mirando hacia aquel rincón-, que Dios se apiade de ti, Kemal. -Se volvió al arqueólogo y añadió-: Y también de usted, Rogalla.

Éste la miró anonadado. Se sentía culpable por no haber buscado ayuda médica de inmediato. Sin embargo, los trabajadores de la obra contaban maravillas sobre las capacidades curativas de Kemal, ¿por qué no iba a tratar de aprovecharse de ellas? ¡Lo único que quiso fue ayudar a Margret!

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, la doctora Hornstein observó:

– Ya lo sé, usted sólo quiso ayudar; pero supongo que un europeo con estudios tendría que haber razonado de otro modo.

Rogalla se avergonzó. Tomó la mano de Margret y se la acarició… Un gesto desesperado, pero era lo único que podía hacer en esa situación.

– ¡Toallas! -pidió la doctora Hornstein -. Necesito toallas húmedas.

Kemal reaccionó de mala gana y salió del rincón, llevaba en sus manos un trapo sucio y mojado. Hella lo cogió y le pegó con él en la cara. Kemal gritó de rabia ante la humillación a que lo sometía una mujer y se agachó un poco como si se dispusiera a saltar sobre ella. Rogalla se interpuso entre ambos y evitó que las cosas pasaran a mayores.

– ¡Déme las llaves de su coche! -ordenó la doctora Hornstein al arqueólogo y sin más explicación las cogió y salió fuera, después montó en el coche y se alejó de allí.

Rogalla y Kemal interpretaron de modo distinto la razón de su partida. Mientras que el arqueólogo sabía que Hella había ido al hospital a buscar toallas húmedas y medicinas, el herrero pensó que la doctora se había dado cuenta de que no podía hacer nada y había renunciado. Por esa razón se acercó de nuevo a Margret, que seguía inconsciente, y le quitó las vendas del brazo y de la pierna. La sangre volvió a gotear sobre el suelo.

– ¡Sangre negra, sangre mala! -exclamó jubiloso Kemal, mientras Rogalla se quedaba helado de pánico y era incapaz de realizar el menor movimiento-. ¡Sangre clara, sangre buena!

Kemal esgrimió de nuevo su cuchillo y se disponía a hacer nuevos cortes en los muslos y en los brazos cuando la doctora apareció en la entrada. La brillante luz del día recortó su silueta contra el marco de la puerta: estaba allí como una antigua diosa egipcia de la venganza. Hella se abalanzó sobre Kemal y con las manos extendidas como si fueran garras, le clavó las uñas, que le dejó marcadas en la cara. Kemal rechazó de un empujón a la furiosa doctora, Hella cayó al suelo pero se levantó, se volvió hacia Rogalla y le dijo en voz alta:

– ¡Llévese a Margret!, ¡tenemos que salir de aquí! ¡Deprisa!

El arqueólogo no se paró a pensar, tomó a la joven ensangrentada y se la llevó al automóvil. Hella guardó sus cosas mientras Kemal la observaba encolerizado. No se dio cuenta de que el herrero tenía en su mano un tirador, formado por una horquilla, unas gomas y un trozo de badana. Tampoco vio, mientras se dirigía a la puerta, que Kemal tensaba el arma y con los ojos entornados apuntaba a su espalda. Estaba demasiado excitada para advertir que el herrero disparaba contra ella un pequeño proyectil, una especie de anzuelo puntiagudo que se clavó en su espalda.

Mientras Rogalla y la doctora Hornstein se alejaban en el coche y se llevaban a Margret, Kemal salió a la puerta de la herrería y siguió con la mirada al automóvil hasta que sólo pudo ver una nube de polvo rojizo.

– ¡Maldita seas! -murmuró entre dientes furioso y escupió en dirección al coche-. Nadie se entromete con sus chapucerías en el trabajo de Kemal, ¡y menos una mujer!

Desapareció en su chabola de latas y pronto se oyeron los golpes contra el yunque con los que el herrero descargaba su ira.

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