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En el casino, donde habían quedado citados para firmar el fin de sus hostilidades, el alemán y el italiano se encontraron con Lundholm, que disponía de buenos contactos con el director de la obra.

En honor de la verdad cabría decir que esas influencias se referían más bien a su hija Eva. El profesor Jacobi vivía en Abu Simbel con su esposa y su hija, lo que no sólo estaba permitido sino que incluso estaba bien considerado por la empresa, en vista de las tensiones que se habían producido en la obra durante los últimos cuatro meses. Con anterioridad, en el campamento no había ni una sola mujer y la gente tenía que dormir en tiendas de campaña o a bordo de las crujientes barcas de carga. Desde que construyeron casas de piedra, unos y otros fueron trayéndose a sus mujeres e hijos. Lo que no dejó de causar algunos problemas porque no había ningún entretenimiento para las mujeres y los niños, aparte de la piscina situada en la parte de atrás del casino. Asuán, la localidad más próxima, estaba a trescientos kilómetros de distancia río arriba, un viaje en barco de unas buenas treinta horas.

Lundholm los sorprendió con la noticia de que eran falsos los cálculos de los rusos en lo que se refería a la subida del nivel de las aguas, es decir, que el embalse crecía con mayor rapidez de lo que se había aceptado y que, como consecuencia, la totalidad de la empresa de Abu Simbel podía ser cuestionada si a partir de la próxima semana no se empezaba a trabajar en tres turnos en vez de en dos como se había venido haciendo hasta entonces. Jacobi insistía en ello y había querido informar de su decisión oficialmente a la mañana siguiente.

Alinardo giró los ojos como un santo estigmatizado y gritó en tono patético:

– Madonna mia! -Y en vista del efecto de su invocación, añadió en voz baja-: ¡Y con esta porquería de comida!

– Tendrá que ocurrírseles algo a los jefes -estuvo de acuerdo Lundholm con el italiano-, los obreros del campamento deberían rebelarse.

Kaminski se mostró sorprendido:

– ¿Es realmente tan mala? Lo que nos han dado hasta ahora me ha parecido sabroso.

– No lo digas tan fuerte -le interrumpió Alinardo- o lo oirá alguien y llevará tus elogios a la dirección. Volverán a decir que estamos demasiado consentidos y que no hemos venido aquí de vacaciones sino para ganar dinero.

– Lo que no deja de ser cierto -afirmó concisamente Kaminski.

– Claro, claro -intervino Lundholm-, pero hasta ahora lo relacionado con el trabajo ha salido mejor que lo referente a nuestros suministros. Desde luego hay que tener en cuenta que la situación alimenticia en Egipto es catastrófica. -Se llevó la mano a los labios y añadió casi en un susurro-: Apostaría cualquier cosa a que Nasser va a fracasar con su socialismo árabe. Se preocupa más por la política exterior que por los problemas de su propio país. Su gran sueño de construir la República Árabe Unida es una idea fija, pero los sirios ya han vuelto a separarse…

– Y los rusos, que ha traído al país por miles, lo empeoran todo aún más -protestó Alinardo-. Para ellos todo esto no es más que un negocio. Los soviéticos han hecho que Nasser pique el anzuelo al permitirles adelantar los trescientos millones de dólares necesarios para financiar el coste de la presa de Asuán. Y ahora los egipcios ni siquiera están en condiciones de pagar los intereses del préstamo y menos aún de pensar en su amortización. En vista de esto, los rusos exigen de Nasser el pago en especie. Se dice que ya han embargado la cosecha entera de algodón de todo Egipto, y cualquier otra materia de las que produce el país es vendida al extranjero por divisas fuertes. Para nosotros, aquí a mil kilómetros al sur de El Cairo, no les queda mucho. Muchas veces hasta llego a temer que se olviden por completo de nosotros.

– ¡Vaya, hombre! -rió con fuerza Lundholm-. Ya lograremos que comas hasta hartarte, italiano.

Éste volvió a enfadarse.

– Tú, sueco, vives del aire y del amor, pero los pobres de nosotros…

En las palabras de Alinardo había una clara alusión a las relaciones de Lundholm con la hija del director.

Éste se encogió de hombros como diciendo «quien puede puede» y guardó silencio.

Alinardo golpeó con el codo al sueco y con un movimiento de cabeza le señaló a Kaminski.

– ¡Aquí el nuevo ya tiene también su pasión!

Lundholm hizo una mueca, dirigió una mirada a la venda que envolvía la cabeza de Kaminski y respondió:

– Déjame adivinar cómo se llama… -Tras una pausa calculada añadió-: Apostaría por la doctora Hella Hornstein, ¿estoy en lo cierto?

Kaminski lo miró azorado.

– ¡Mira, le da vergüenza!, ¡como a un chiquillo! -bromeó Alinardo con tono malicioso.

Lundholm sacudió la cabeza.

– Eso está absolutamente fuera de lugar. La doctora Hornstein es una mujer interesante, pero…

– ¿Pero?

– Me temo -al hablar así se inclinó sobre la mesa y siguió diciendo en voz baja, casi en un susurro-, me temo que ni siquiera sea una mujer.

La observación pareció gustarle sobremanera al italiano, que se estremeció de risa.

Cuando vio que ya se había tranquilizado, el sueco continuó:

– Esa mujer es fría como un bloque de hielo y ni siquiera Alinardo, con todo su encanto italiano, ha conseguido fundirlo. No lo logrará nadie, estoy seguro.

– Además arrastra un poco la pierna izquierda -observó el italiano, herido en su orgullo.

– ¡Tonterías! -intervino Lundholm; después se volvió a Kaminski y precisó con ecuanimidad-: No deja de ser un italiano y no puede soportar haber sido rechazado.

Esa observación puso aún más furioso a Alinardo, que golpeó con el puño sobre la mesa e insistió:

– ¡Os lo juro! Hablo en serio, la doctora arrastra la pierna izquierda.

La desagradable observación fue oída también desde las mesas próximas y durante unos momentos todas las miradas quedaron fijas en él.

Alinardo salvó la situación alzando su vaso de whisky y brindándolo a los curiosos mirones.

– Supongo -preguntó Kaminski con tono que pretendía ser indiferente- que la doctora Hornstein todavía no se ha dejado ver por aquí, en el casino.

– Estás bien equivocado si lo crees así. Se la ve ocasionalmente; por lo general, en compañía de su jefe el doctor Heckmann, pero si crees que…

– Te equivocarías -completó el sueco-. Creo que sólo hablan de enfermedades tropicales como la bilharziosis y la dermatosis escarificante.

Kaminski miró a Lundholm con incredulidad, asombrado de que el sueco fuera capaz de pronunciar palabras tan complicadas.

– Son las dos enfermedades más corrientes aquí en el campamento -le explicó seguidamente-, sobre todo entre los obreros. Sé de qué hablo porque yo mismo lo he sufrido. Al principio, solíamos bañarnos en el Nilo y allí nos contagiamos de las más repugnantes enfermedades de este mundo. Después construimos la piscina, y ahora eso ya no ocurre.

– Estoy hasta las narices de mujeres -empezó a hablar Arthur Kaminski de repente, cambiando de conversación-, podéis creerme.

Miró su vaso como si en él se reflejara todo su pasado. Lundholm y Alinardo esperaban que tras esa introducción fuera a contarles toda su vida, como todos ellos habían hecho en alguna ocasión, pero no fue así; Kaminski guardó silencio y se quedó con la mirada fija en el vaso.

– Está bien, hombre -trató de tranquilizarlo el italiano-. Aquí cada uno arrastra su propia carga; pero quien no se cayó nunca de narices jamás aprendió a levantarse.

Lundholm golpeó la espalda de Kaminski para darle ánimos y ya estaba a punto de despedirse en el momento en que los arqueólogos Istvan Rogalla y Hasan Moukhtar entraron en el casino y se dirigieron directamente a su mesa. Parecían alegres y excitados y estrecharon la mano de Lundholm felicitándole por haber logrado taponar con éxito la brecha causada por el agua.

El sueco les correspondió con una amplia sonrisa; estaba claro que le gustaban las alabanzas.

– Ése es mi trabajo, muchachos -les habló como si quisiera restarle importancia. Los demás, que no estaban informados, se volvieron para mirarlo con interés-. Sí, esta misma tarde hemos empezado a bombear el agua. Si no ocurre nada imprevisto, mañana estará todo seco.

Los presentes expresaron su reconocimiento en voz alta, aplaudieron y vitorearon a Lundholm y a la nación sueca. También Kaminski se dejó arrastrar por el entusiasmo y la reunión volvió a animarse con la celebración del éxito.

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