40

No faltó mucho para que Jacques Balouet acabara con la vida del coronel Smolitschew con el golpe de un pesado jarro de porcelana en la casa del pintor Abdel Aziz Suheimy. Jacques y Raja Kurjanowa estaban convencidos de que habían sido seguidos por el jefe del KGB en Asuán y sabían lo que eso significaba para ellos.

Pero antes de que Balouet pudiera atacar al coronel, que se encontraba tendido en el suelo, éste logró liberarse; sin embargo no intentó escapar ni tampoco revolverse contra ellos, sino que les rogó casi sin respiración todavía y con un tono de voz totalmente extraño en un hombre como él que le escucharan unos instantes.

Seguidamente les contó sin grandes rodeos que, precisamente a causa de su fuga, él también había caído en desgracia en Moscú, le ordenaron regresar y decidió seguir el mismo camino que ella: desaparecer.

Raja, de naturaleza mucho más desconfiada que Balouet, no quiso creerle. Tenía tantas malas experiencias con la gente del KGB que le pidió al coronel una prueba de que era verdad lo que les decía. Smolitschew no disponía de ninguna. No obstante, le pidió a su antigua agente que no lo delatara.

Un auténtico espía del KGB siempre puede demostrar lo que dice por falso que sea. Balouet dedujo entonces que era probable que el coronel estuviera declarando la verdad. De hecho, Smolitschew estaba muy distinto. La joven no recordaba haber visto nunca a nadie que cambiara tanto en tan poco tiempo; costaba trabajo creer que el coronel estuviera fingiendo.

Su rostro siniestro, autoritario y la mirada escrutadora y penetrante de sus ojos duros se habían disuelto en el miedo. Smolitschew permanecía con la vista baja y la mirada huidiza, como si quisiera esconderse de su interlocutor, todo lo contrario de antes. Sus movimientos enérgicos y casi violentos del pasado se habían vuelto más suaves y precavidos y su forma de andar parecía la de un anciano. Aunque sólo hacía unos pocos meses que lo habían visto por última vez, el coronel parecía haber envejecido muchos años. Ahora, el temido y agresivo jefe del KGB parecía suplicar compasión.

Naturalmente, ni Raja ni Balouet sentían la menor pena por él y, al principio, Jacques pensó incluso en vengarse y denunciarlo sin dar la cara. Pero el coronel insinuó que poseía muy buenos contactos entre las autoridades egipcias y que tenía la intención de conseguir de éstas la documentación necesaria. Además podía acceder a una cuenta en un banco, en la que había unos cien mil dólares, cuya existencia no conocía nadie.

Pese a la desconfianza que sentían, Smolitschew podía serles útil. Jacques se interesó principalmente por el depósito bancario, pues en El Cairo cualquier cosa podía conseguirse con los dólares necesarios.

El coronel no quiso decirles en qué banco de la ciudad se encontraba el dinero ni cómo se podía disponer de él, pero cuando Balouet declaró que creía que estaba mintiendo, sacó del bolsillo un fajo de billetes y los puso delante de ellos sobre la mesa con la observación de que si necesitaban más, sólo tenían que hacérselo saber.

Todos los que han tenido algo que ver con el KGB saben que el servicio secreto soviético falsifica dólares y no demasiado bien, por lo que algunos de sus agentes habían sido descubiertos. Por esa razón, Raja rechazó el dinero y lo dejó intacto mientras declaraba que eso era un truco. ¿Quería atraerlos con dólares falsos para hacerlos caer en una trampa?

El coronel respondió que él mismo utilizaba ese dinero y que podían estar seguros de que, en su actual situación, no se iba a arriesgar con moneda falsa.

En la conducta del coronel Smolitschew había naturalmente bastante egoísmo. Al día siguiente de su encuentro, les confesó que su intención era recabar en París y una vez allí, tal vez ellos -una mano lava la otra- podían ayudarle si ahora él utilizaba su influencia y sus contactos en El Cairo para facilitarles una documentación falsa y el dinero que necesitaran.

Jacques fue aumentando poco a poco su confianza en el coronel, pero la joven, por el contrario, continuaba escéptica y opinaba que un cerdo como Smolitschew no se transforma de la noche a la mañana en una mansa paloma, y era necesario por lo tanto someterlo a prueba. ¿Pero cómo hacerlo?

Raja y Balouet decidieron en consecuencia ser muy precavidos con el ruso. Exteriormente fingían confiar, pero cuando hablaban con él se pensaban dos veces cualquier palabra y seguían tratando por cuenta propia de obtener los pasaportes para salir del país.

La solución para conseguirlos se presentó de forma más sencilla de lo que habían esperado. Llevaban dos días en aquella pensión sin nombre cuando una mañana Abdel Aziz Suheimy llamó a la puerta de su habitación y les anunció que tenían una visita. Hassan, el taxista que los había llevado hasta allí, quería hablar con ellos, ¿podía dejarlo entrar?

Hassan los sorprendió con la noticia de que había encontrado a un hombre, un verdadero artista, capaz de falsificar un pasaporte de cualquier país del mundo tan bien que era imposible diferenciarlo de uno original. Para confeccionar dos documentos necesitaba dos semanas y pedía mil dólares norteamericanos. Él, Hassan, se conformaba con una pequeña comisión, digamos del veinte por ciento; la tercera parte pagadera de inmediato y el resto a la entrega de la documentación.

Balouet rechazó la oferta; el precio exigido era demasiado alto. Y, además, puso como condición examinar una muestra del trabajo del «artista».

La actitud del francés no molestó en absoluto a Hassan, todo lo contrario, los hombres que pagan sin discutir se consideran en Egipto poco dignos, sin voluntad y hasta descorteses.

En consecuencia, el taxista regresó al día siguiente con una prueba y una rebaja en la oferta: ochocientos dólares para el «artista» y ciento cincuenta para él. Finalmente llegaron a un acuerdo: setecientos cincuenta dólares para el falsificador y cien de comisión para Hassan.

El pasaporte francés que le presentaron como muestra estaba expedido a nombre de Francois Brasse, nacido el 7 de octubre de 1921 en Grenoble, domiciliado en esa ciudad, calle de las Naciones núm. 147 y parecía tan auténtico que Balouet llegó a dudar de que no lo fuera.

Finalmente, el taxista llevó a Jacques y a Raja a una droguería situada cerca de la pensión. Grandes botellones redondos de agua de colonia adornaban el escaparate. La estrecha tienda estaba tan llena de estanterías y vitrinas de vidrio que apenas ofrecía espacio para cinco clientes.

Al entrar Hassan con los dos extranjeros, el perfumista abrió una parte del mostrador e invitó a la pareja a pasar a la trastienda. En la penumbra vieron un viejo diván, pero cuando el tendero encendió la luz descubrieron que se trataba de un taller de fotografía. Sobre un imponente trípode de madera había una anticuada cámara con su bolsa de tela negra. Dos focos con grandes bombillas redondas y unas pantallas de cartón negro revestidas de papel de estaño servían para la iluminación.

El droguero se mostró bastante diestro en el manejo de la luz y la cámara a la hora de tomar las fotografías para el pasaporte, faena que terminó cada vez con un chasquido y una mirada a una de las pantallas de aluminio. Mientras contemplaba el trabajo del fotógrafo, Balouet fue consciente de que hasta entonces Smolitschew no les había pedido sus datos personales ni las fotos para la documentación. Eso reforzó su desconfianza y tras cambiar impresiones con Raja decidieron no descuidar la vigilancia del coronel.

Entre los huéspedes anónimos que vivían en casa de Suheimy no existía el menor contacto. Por lo que el periodista pudo determinar, después de una semana de estancia, que en la pensión del pintor vivían unos diez inquilinos de pago, entre ellos dos matrimonios. Por lo general, se evitaban unos a otros y la mayoría ni siquiera parecía dispuesta a intercambiar un saludo cuando se encontraba con otros residentes en alguno de los oscuros pasillos.

A Smolitschew no había forma de verlo, así que Balouet se decidió a preguntar a Abdel Aziz Suheimy qué había sido del hombre mayor con aspecto de ruso que ocupaba la habitación enfrente de la suya. El pintor estaba bien informado sobre los usos y costumbres de sus huéspedes y ante la insistencia del francés le respondió que aquel caballero tenía unos extraños hábitos: nunca abandonaba su habitación durante el día; regularmente, salía de la pensión después del atardecer, a eso de las nueve, y raramente regresaba antes de medianoche. Sus horarios, añadió Aziz, le traían sin cuidado mientras pagara su alquiler con puntualidad. Sin embargo le preguntó cortésmente a Jacques si es que había tenido algún problema con él. Éste le contestó que el único motivo de su interés era la impresión misteriosa que causaba y su aspecto de ruso.

Abdel Aziz Suheimy acabó con ese gesto teatral de ignorancia que suelen hacer los egipcios, que consiste en elevar los ojos al cielo y volver las palmas hacia arriba como hiciera el profeta Mahoma ante la visión de Alá el Todopoderoso. Él no se interesaba por los habitantes de su casa; al fin y al cabo todos ellos eran criaturas de Dios, incluso los rusos, que negaban su existencia. Había alojado a otros soviéticos en su casa en muchas ocasiones y jamás le habían dado motivos de queja.

De todos modos, con su pregunta Balouet logró averiguar cuándo Smolitschew solía salir de la pensión. Y además, no le quedó la menor duda de que Suheimy sabía sobre el coronel mucho más de lo que admitía y de que él y Raja también estaban siendo observados. Consecuentemente, toda precaución era poca.

Un día por la tarde se dedicaron como discretos turistas a visitar los lugares típicos de El Cairo. La mezquita de Hassan, donde según la tradición se conservan las reliquias del Profeta y la cabeza de su nieto, no se encontraba lejos de su refugio, como tampoco lo estaba la Mezquita Azul en Sharia Bab el-Visir. Jacques y Raja no regresaron a la pensión antes de que se hiciera de noche, contrariamente a lo que era su costumbre, sino que se quedaron en un lugar desde el que podían observar la tienda de tapices que servía de entrada a la casa de Suheimy.

En las partes en que el estrecho callejón no estaba protegido del sol implacable por lonas grises, el cielo brillaba con un claro color turquesa; por el contrario, sobre la calle ya se había extendido la oscuridad. Las farolas y las lamparillas en las ventanas le daban a la sucia ciudad el aspecto encantado de un fabuloso decorado teatral por el que pululaban los figurantes que, aparentemente, iban de un lado para otro sin ningún plan preestablecido. En el aire se mezclaba el olor de la comida de las cocinas con el dulce perfume de los pastelillos y el aroma áspero del cuero y la lana teñida.

Poco después de las nueve de la noche, Smolitschew salió de la tienda de alfombras. El coronel resultaba casi imposible de reconocer. Por lo que podían ver desde aquella distancia, se había cortado las espesas cejas negras, lo que le daba un aspecto más juvenil, además vestía un traje de lino claro y un sombrero de paja, que le confería distinción y toda la apariencia de un turista occidental.

Smolitschew parecía seguro de lo que hacía. Sin mirar hacia atrás, cruzó la estrecha calle del mercado y torció a mano derecha hacia Sharia el-Kabir, donde los vociferantes vendedores y los pequeños comercios daban paso a establecimientos más elegantes. En los escaparates de estas tiendas se ofrecían tejidos, ropas, zapatos y otros artículos de cuero.

La hora de las ventas había pasado ya. Después del atardecer ningún egipcio se compra ropa, pero sería una ofensa para el honor de un mercader cairota cerrar la tienda simplemente por esa razón. Los comerciantes se reunían entonces delante de sus establecimientos con vecinos, clientes y su personal para dedicarse al ocio y sobre todo a la conversación, una actividad social que allí era practicada principalmente por los hombres.

Smolitschew descendió por la calle con las manos cruzadas detrás de la espalda y a pasos mesurados, seguido a distancia segura por Balouet y Raja, que no querían ni perderlo de vista ni ser descubiertos. El coronel se detenía de vez en cuando delante de un escaparate como si le llamase la atención lo que había en él, pero Jacques pensó que no le interesaba nada de los mismos, sino su propia imagen reflejada en ellos.

El coronel Smolitschew continuó su camino, cambió dos o tres veces de acera y abandonó la ancha Sharia elKabir para cruzar un arco elevado que había a la derecha y entrar en un callejón angosto.

Para Raja y Balouet el riesgo de ser descubiertos era mayor que en la calle comercial, mucho más ancha. Por otra parte, obligados a mantenerse a más distancia, aumentaba el peligro de perderlo de vista.

Smolitschew había penetrado unos cien metros en la calleja cuando desapareció corno tragado por la tierra. La pareja dirigió sus pasos hacia el lugar donde vieron a Smolitschew por última vez. A la izquierda se alzaban varios bloques estrechos y altos, que en El Cairo se construyen en pequeñas manzanas de dos o tres edificios, lo que provoca frecuentes derrumbamientos. A la derecha, también había casas de viviendas, menos una en cuyo piso bajo se había instalado un café.

Una fuerte música salía del interior. Tres hombres con instrumentos de viento y de cuerda divertían a los clientes con su melodía lastimera, o al menos así sonaba a oídos europeos. Dos escalones de piedra conducían a un pequeño zaguán con mesitas decoradas y brillantes cafeteras de cobre. Una artística celosía de madera, pintada con pámpanos, flores y arabescos, impedía la visión del salón interior, al que sólo podía llegarse por un arco cubierto con una cortina de cuentas de colores, situado a la derecha del vestíbulo.

A Jacques le pareció aconsejable no seguir adelante. Si el coronel los descubría, sabría de inmediato que lo estaban espiando y en el futuro pondría mayor cuidado. Salieron de nuevo a la calle y se refugiaron en la oscuridad de un portal desde donde podían observar la salida del local mientras cambiaban impresiones sobre lo que debían hacer.

No podía ser una casualidad que Smolitschew saliera de la pensión precisamente para visitar un establecimiento como aquél, un tanto apartado y sólo frecuentado por nativos. Un coronel del KGB, aun después de haber dejado la organización, seguía manteniendo suficientes relaciones y, por lo visto, contactos con egipcios.

Al cabo de media hora en aquel incómodo puesto de vigilancia, Balouet expresó su deseo de cambiar a un cómodo asiento en uno de los numerosos y pequeños restaurantes de la Sharia el-Kabir, pero Raja lo retuvo. Decidió con su peculiar sentido de desconfianza que debían esperar hasta que Smolitschew volviera a salir del café y rehusó enérgicamente la observación de Jacques de que podía tardar varias horas. El argumento de la joven sonaba razonable: un agente del KGB no se pasa horas en un lugar público y si era coronel y ruso, menos aún.

Había transcurrido apenas una hora y Balouet estaba a punto de protestar por la tozudez de Raja cuando apareció Smolitschew en la puerta del establecimiento. Llevaba el sombrero en la mano derecha y parecía de excelente humor.

– ¡Raja! -exclamó el periodista sin poderse contener señalando la entrada del café.

La joven, a la que había empujado con el codo para que retrocediera al interior del portal, se quedó muda de asombro mirando a la mujer que salía del local detrás del coronel: ¡Hella Hornstein!

Asombrados, casi fuera de sí por la sorpresa vieron cómo el coronel se despedía de la doctora Hornstein insinuando un beso en la mano, lo que a Balouet, como buen francés, le pareció lógico, mientras que para la joven rusa la conducta de Smolitschew resultaba no sólo poco natural sino tan ridicula que estuvo a punto de soltar una carcajada.

Mientras el coronel Smolitschew tomaba el mismo camino por el que había venido, Hella Hornstein se alejó en dirección contraria. Aunque Jacques y Raja se hallaban muy lejos de encontrar una explicación para aquel extraño encuentro, les bastó una mirada cómplice para seguir a distancia prudencial, no al coronel, sino a la doctora.

Se sorprendieron al observar la desenvoltura de la médica de Abu Simbel por aquellos callejones desiertos de la ciudad vieja de El Cairo. Sobre todo una europea necesitaba mucho valor para andar sola por un barrio como ése a aquellas horas de la noche.

En la Sharia el-Ashar, una calle muy transitada que va en línea recta hacia la mezquita del mismo nombre, Hella se dirigió a una parada de taxis y subió a uno de esos viejos coches. Balouet y Raja la siguieron en otro.

Un recorrido en taxi por El Cairo es siempre una aventura y perseguir a otro puede llegar a ser una empresa suicida y exige del conductor la destreza de un verdadero artista. Jacques o, mejor dicho, el billete de una libra que agitaba en la mano a la vista del chófer hizo que éste se olvidara de todas las normas de circulación y de los demás vehículos con la excepción del que debía seguir.

Éste se dirigió por la Midan el-Ataba y pasó por delante del pomposo edificio de Correos y la famosa Ópera hasta la Sharia Imad ed-Din que desemboca directamente en la más bella de las calles de El Cairo, la Sharia Ramsis, próxima a la estación principal de ferrocarril.


Hella Hornstein se bajó del vehículo junto a una de las entradas laterales de la estación. Raja se quedó dentro del suyo para no perder de vista el taxi, que seguía esperando a la doctora, mientras Balouet se fue siguiéndola. Hella se dirigió a la parte de atrás de un edificio anexo donde se encontraba, en una sucia pared, la consigna. Extrajo una bolsa de viaje y una maleta negra de una taquilla y con ese equipaje regresó a su taxi.

Reanudó el viaje, en esta ocasión en dirección oeste hasta llegar cerca del puente del Veintiséis de Julio y tomó el carril de entrada al hotel Ornar Khayyam, un palacio construido un siglo antes y que desde entonces ha tenido una trayectoria muy agitada. Situado en un parque entre altas palmeras y alegres fuentes parece un paisaje de Las mil y una noches.

Desde una distancia segura, Jacques y Raja observaron cómo el taxista llevaba el equipaje de Hella desde el coche hasta la recepción. La doctora causaba la impresión de estar muy segura de sí misma, pagó al chófer y desapareció en el interior del hotel.

Balouet y su compañera sabían ya dónde se alojaba la doctora Hornstein, pero continuaban ignorando el motivo de su encuentro con Smolitschew, que despertó en ellos, como es natural, una larga serie de preguntas. Raja fue la primera en plantear la posibilidad de que la doctora también hubiera trabajado para el coronel y el KGB.

Formaba parte de la estrategia del servicio secreto soviético tener varios agentes dedicados al mismo objetivo sin que ninguno conociera la existencia de los otros. Jacques temió en esos momentos que durante todo el tiempo en que actuó como infiltrado en Abu Simbel hubiera sido espiado a su vez por la doctora Hornstein. Eso podía explicar la misteriosa aparición del coronel Smolitschew en Abu Simbel, que les habría pasado inadvertida si Raja no lo hubiese reconocido en una fotografía.

¿Cómo situar el encuentro nocturno de Smolitschew y la doctora Hornstein en un café de El Cairo en aquel rompecabezas? ¿El coronel los estaba engañando? ¿Su proclamada expulsión del KGB no sería un señuelo para hacerlos caer en una trampa?

– Tengo miedo -confesó la joven rusa mientras Balouet le daba instrucciones al taxista para que los retornara a la pensión de Suheimy.

Загрузка...