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En los días que siguieron, Kaminski intentó conseguir más información sobre Mösslang, pero por lo general sólo obtuvo movimientos de cabeza evasivos, indiferentes encogimientos de hombros o la pregunta, en respuesta a las suyas, de por qué se interesaba tanto por aquel hombre. Por esa razón y porque no halló señal de que nadie más se interesara por conocer el secreto bajo las tablas de su cabana, el ingeniero decidió bajar al pozo por cuenta propia y se buscó las herramientas necesarias para llevar a cabo un plan exacto.

Ocurrió que ese mismo día se encontró en la obra on el arqueólogo Moukhtar y Kaminski se esforzó en llevar la conversación al tema que en aquellos momentos más le interesaba.

– Hay algo que siempre quise preguntarle, doctor -dijo Kaminski con estudiada indiferencia-, ¿considera usted sible que mientras realizamos nuestros trabajos en la obra podamos hacer algún descubrimiento imprevisto? Se lo pregunto porque de existir esa posibilidad tendríamos que ir con mayor cuidado.

El larguirucho Moukhtar se echó a reír con fuerza y respondió:

– Ya comprendo, usted pretende llegar a ser tan famoso como Howard Cárter con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. No, señor Kaminski, me temo que debo desengañarle. Abu Simbel no es el Valle de los Reyes e, incluso allí, un descubrimiento como ése sólo se produce cada cien años. Pero, si me permite una observación -Moukhtar se colocó muy cerca de él-, usted puede llegar a ser verdaderamente famoso si realiza aquí un trabajo ejemplar. En ese caso, es posible que aún se siga hablando de usted dentro de cien años…

La observación innecesaria enojó a Kaminski, que se propuso devolvérsela al egipcio cuando se presentara la ocasión.

– Me ha entendido mal -se quejó-, yo no quiero hacerme famoso aquí. Lo que me interesa fundamentalmente es ganar dinero, el máximo posible, y nada más. La fama se la dejo con gusto a los arqueólogos. Sólo que se me ocurrió la idea de que casualmente…

– «Nada en el mundo ocurre por casualidad -dijo un poeta árabe-. La mera palabra casualidad es ya en sí una blasfemia.»

– Está bien, está bien -trató el alemán de tranquilizar al egipcio-, en tal caso tampoco fue casualidad que Cárter descubriera la tumba del faraón.

Satisfecho, Moukhtar afirmó:

– No, no fue una casualidad.

¡Jesde el templo se aproximaba un vehículo pesado con Un mKvo bloque y Kaminski cogió al egipcio de un brazo Para apartarlo a un lado.

– Está prohibido acercarse demasiado a ese vehículo. ¡Debe tenerlo en cuenta, doctor!

El arqueólogo hizo un ademán de disgusto y, mientras el transporte cargado con el bloque seguía su camino murmuró algo que venía a decir que tampoco sería casualidad si una de las piezas de piedra se soltaba de su gancho y aplastaba al ingeniero. Sería la voluntad de Alá.

Kaminski no comprendía por qué razón una pregunta tan inofensiva como la suya había excitado al egipcio y se le ocurrió pensar que tal vez supiera algo del secreto oculto bajo la barraca. Tomó una decisión repentina y le hizo la pregunta:

– ¿Llegó usted a conocer a Mösslang?

– ¿Mösslang? -preguntó el egipcio a su vez. Hizo una larga pausa y añadió con un movimiento de cabeza-: ¿Qué significa conocer? Lo conocía tan poco como le conozco a usted. Mösslang era un solitario, un típico europeo, creía bastarse por sí solo, si entiende lo que quiero decir.

Kaminski movió la cabeza afirmativamente, aunque la verdad era que no podía imaginarse lo que Moukhtar quería decir con esa observación.

El arqueólogo cambió de tema rápidamente y lo hizo con un tono más amistoso.

– Mire, señor Kaminski, retrospectivamente uno se inclina gustosamente a creer que muchas cosas de las que ocurren en la vida son casualidades. En lo que se refiere al arqueólogo inglés Cárter, son muchos los que afirman que tropezó casualmente con los escalones de piedra que conducían a la tumba del faraón. La verdad es que Cárter dedicó media vida a la búsqueda de esa entrada y había encontrado indicios que fortalecían sus presunciones. Y p°r esa razón no cesó en la búsqueda. Si a eso le llama casualidad, señor Kaminski…

Era posible que Hasan Moukhtar estuviera en lo cierto, ¿pero justificaba eso una reacción tan desabrida?

– El descubrimiento de Abu Simbel también puede rechazarlo como obra de la casualidad -comenzó Moukhtar de nuevo- pues se debe a la valiente planificación de un olo individuo. Fue un alemán o un suizo, en cualquier caso un europeo, que leyó algunas referencias a un templo lleno de oro que debía de estar en Nubia enterrado bajo grandes masas de arena. Se decía que los romanos fueron los últimos europeos que vieron ese templo. Se puso en marcha con un guía y dos camellos y cuando estaban a punto de terminarse sus víveres, decidió continuar un día más su búsqueda. Y ese día descubrió Abu Simbel. Naturalmente, el templo no tenía el aspecto que usted ha conocido. La arena lo cubría hasta el techo. Pero Burckhardt, que así se llamaba el aventurero, había encontrado Abu Simbel. Naturalmente, él no sabía que había hallado un complejo en torno al santuario de Ramsés, tampoco suponía que en el templo no encontraría ni un solo gramo de oro.

– ¿Y la tumba del rey?

Moukhtar rió con la risa del sabio ante el ignorante.

– Señor Kaminski -respondió el egipcio-, como todos los faraones del nuevo reino, Ramsés fue enterrado en el Valle de los Reyes. Y es una ironía de la historia que el más importante de los faraones de Egipto y uno de los mayores arquitectos de la historia fuera enterrado en un panteón que ni siquiera hubiera sido bastante para el más insignificante de sus ministros.

– Tal vez murió tan repentinamente que no hubo tiempo de preparar su tumba.

– Usted piensa en Tutankamón; en su caso fue así. Y sin embargo, su tumba estaba adornada de modo mucho más artístico que la del gran Ramsés.

– ¿Hay una explicación?

– Si, la hay, señor Kaminski. -Moukhtar se inclinó y con dedo índice trazó sobre la arena dos signos árabes. El alemán se quedó mirando al arqueólogo, interrogante. Éste borró los caracteres árabes y sobre ellos escribió la cifra 89.

Ramsés tenía ochenta y nueve años. Una edad verdaderamente bíblica en una época en que la edad media del ser humano era de veinticinco años. Sobrevivió a sus numerosas esposas e hijos, de modo que sólo el decimotercer hijo en la línea de sucesión, el príncipe Mininptah, pudo heredar el trono. No sorprende que los hombres de entonces y, finalmente, hasta el propio Ramsés, llegaran a creer que era inmortal. Ramsés estaba tan convencido que ordenó detener los trabajos de su tumba.

– ¡Increíble ese Ramsés!, ¿era un loco?

– Yo no lo diría -replicó el arqueólogo-. El faraón Ramsés no estaba loco… Más bien son los muchos otros reyes de Egipto los que merecieron esa calificación. Ramsés es sólo el que de modo más visible vivió su papel de reencarnación de un dios.

Kaminski asintió con la cabeza. Siempre le interesó la historia del antiguo Egipto. Pero él era ingeniero y su tarea consistía en trasladar una construcción de un lado a otro y volverla a montar de nuevo; si se trataba de un puente, un palacio antiguo o un templo no significaba para él ninguna diferencia. Al menos eso era lo que había pensado hasta hacía poco. Pero desde unos días atrás, Kaminski veía las cosas de modo distinto. Su mente seguía fija en su hallazgo,

– ¿Y dónde fue enterrada la esposa favorita de Ramsés? -preguntó directamente.

– En el Biban el-Harim, en el Valle de las Reinas, que los antiguos egipcios llamaban también el Lugar de la Belleza. Murió treinta años antes que Ramsés.

Kaminski miró a Moukhtar con aire escrutador.

– Entonces, ¿ya no quedan más secretos en torno a Ramsés?

– Así puede decirse. Un hombre que vivió como ese rey, ¿qué secreto pudo llevarse a la tumba? De acuerdo con el concepto actual, Ramsés fue el faraón del escándalo. -su afición y disfrute de las mujeres superó todo lo conocido, entonces, la cifra de sus hijos reconocidos fue tan nde que para establecer su descendencia se hizo preciso catálogo. El francés Fierre Montet incluye en esa lista 162 nombres, ¿puede imaginárselo, señor Kaminski?, y nos estamos refiriendo sólo a los hijos que el faraón estuvo dispuesto a aceptar oficialmente. ¿Cómo llamaría a un hombre así en su idioma?

– Präpotent -le aclaró Kaminski en alemán.

– Eso es, superpotente. ¡Un supermacho! En los tiempos de Ramsés esa cualidad se consideraba divina y por lo tanto nadie se hubiera atrevido a condenar al rey por utilizar debidamente su virilidad. Otros tiempos, otras costumbres.

Kaminski afirmó con la cabeza. Sin duda, Ramsés fue un hombre extraordinario; mientras más reflexionaba sobre ello, más prometedor le parecía su descubrimiento bajo el suelo de la barraca.

No obstante, Kaminski decidió guardar silencio. Por un lado, temía la vergüenza en el caso de que se tratara simplemente de un pozo o algo parecido, y por otra parte, le indignaba la arrogancia que Moukhtar mostraba ante él; la soberbia propia de los arqueólogos.

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