23

Aquella noche en el casino se sentaron juntos dos hombres que normalmente no tenían mucho que decirse: Arthur Kaminski e Istvan Rogalla. Este último causaba la impresión de estar ebrio, algo extraordinario en un hombre que por su forma de ser educada y cortés era considerado por todos un ejemplo de discreción y buen comportamiento.

– ¿Preocupaciones? -le preguntó Kaminski y pidió una cerveza. Se había sentado a su mesa sin preguntarle.

Rogalla miró a Kaminski que, ostensiblemente, volvió la vista a otra parte y guardó silencio.

Los dos siguieron callados con los ojos fijos en sus copas hasta que finalmente Rogalla comenzó a hablar con la lengua pastosa y cierta dificultad.

– ¡Todo lo hice mal!, ¿comprendes? Me equivoqué… Nunca debí llevar a Margret a casa de Kemal… nunca debí dejar que Kemal la viera… ¿entiendes lo que quiero decir?

Kaminski había oído hablar del caso y de que había pocas esperanzas de que Margret Bakker salvara la vida. Aceptó con gusto el tuteo amistoso del arqueólogo y trató de consolarlo:

– Lo hiciste con la mejor intención, Rogalla; muchas veces Kemal logra excelentes resultados. No conozco a nadie que tenga dolores de cabeza y vaya al hospital, todos van a ver a Kemal y éste los cura.

El hombre bebido levantó la vista y miró a Kaminski como si no entendiera su actitud. Como todo el mundo, él también conocía las relaciones que existían entre su interlocutor y la doctora Hornstein y, por esa razón, le sorprendió que Kaminski se mostrara comprensivo.

– ¿De verdad lo crees? -preguntó finalmente.

– Naturalmente.

– ¿Se pondrá bien? -Rogalla le dirigió una mirada suplicante.

Kaminski se encogió de hombros.

– Nunca se deben perder las esperanzas.

Rogalla comenzó a sollozar como un niño.

– Está bien, muchacho -trató de animarlo el ingeniero-, no puede saberse lo que habría ocurrido si la hubieras llevado al hospital directamente; quizá no hubiera sobrevivido. ¿Quién puede saberlo?

El arqueólogo debió de reflexionar, lo que en su situación resultaba visiblemente difícil, porque la observación de Kaminski le hizo sentirse mejor.

– ¿Es eso también lo que dice la doctora Hornstein? -preguntó vacilante.

– No lo sé -respondió-, pero lo supongo. Nadie puede decir con certeza cómo evolucionará una enfermedad.

Rogalla dio un palmada en la espalda de su interlocutor y dijo con lengua pastosa:

– Eres un verdadero amigo, Kaminski, un verdadero amigo. Si alguna vez puedo hacer algo por ti…

Como si hubiera estado esperando ese ofrecimiento, Kaminski sacó un papel del bolsillo. Éste mostraba toscamente los signos misteriosos que habían aparecido en las manos de Hella y de Arthur y que él había copiado.

No se quedó tranquilo con el hecho de que Hella quemase el original donde copió los jeroglíficos y lo dejara a oscuras sobre su significado. ¿Qué motivos podía tener la doctora para hacer una cosa así? Por eso, al día siguiente de la peligrosa visita a la tumba tomó la hoja que le había servido de apoyo para su dibujo y con lápiz blando y romo la difuminó como un detective en una clásica novela policíaca y así obtuvo un calco bastante fiel de su original.

– ¿Puedes decirme lo que significa esto? -preguntó Kaminski y le mostró el papel a Rogalla.

Éste le dirigió una mirada rápida y respondió:

– Desde luego que sí.

– Ya lo sabía -se disculpó Kaminski-, no es la mejor de las copias pero tal vez puedas decirme algo…

– ¡Tonterías! -lo interrumpió Rogalla-. He podido descifrar jeroglíficos menos claros que éste. ¿Por qué quieres saberlo?

– Me interesa, eso es todo. Figuraba en un bloque de los que hemos sacado del templo y me llamó la atención.

– Está bien -Rogalla tomó un buen trago y continuó-: Esto que ves aquí -señaló el signo de la izquierda- es el símbolo del trono de Ramsés: User-maat-Re-Stepen-Re.

– ¿Y la inscripción que sigue?

– Es más difícil de leer, pero el nombre significa Bent-Anat.

– ¿Bent-Anat?

– Era una de las muchas mujeres del faraón, es decir de sus esposas principales, si lo prefieres así; concubinas tenía muchas más. Lo picante del asunto es que Bent-Anat también era su hija.

– ¿Quieres decir que Ramsés mantenía relaciones incestuosas?

– Los faraones nunca eran incestuosos -aclaró Rogalla con un gesto ampuloso-, pues todo lo que hacía el faraón estaba por encima de cualquier ley, ¿comprendes? Podía matarte y, de ese modo, tu muerte se convertía en justa y legal. Podía fornicar con su hija y nadie tenía ni debía objetar nada. ¿Lo entiendes, verdad?

Kaminski lo comprendía, pero en esos momentos lo que le impresionaba era saber que aquella momia bajo su oficina era probablemente la de Bent-Anat.

– ¿Qué se sabe de esa Bent-Anat? -preguntó el ingeniero.

El arqueólogo trató de ponerse serio y le respondió:

– Exactamente podría decirse que no sabemos realmente nada de ella, salvo que era la hija de Ramsés con su segunda esposa Isisnefert y que más tarde el faraón la hizo una de sus mujeres. Aparte de esto, se ha perdido todo rastro de ella.

– ¿No hay tumba?, ¿ni momia?

– ¡Nada!

Kaminski sintió cómo la sangre se le subía a la cabeza. Tenía dos buenas razones. En primer lugar, no se atrevía a pensar en las consecuencias que podría tener su descubrimiento. Por otra parte, le inquietaba el extraño lazo que parecía existir entre Hella Hornstein y la momia. Realmente, del raro comportamiento de la doctora se podía llegar a la conclusión de que sabía de quién se trataba.

– ¿Sería posible pensar -comenzó Kaminski precavidamente- que la tumba y la momia de esa Bent-Anat todavía pudieran ser descubiertas?

Rogalla se echó a reír.

– ¿Dónde? ¿Aquí tal vez? ¡Hombre, vaya unas preguntas que se te ocurren!

– ¿Por qué no?

– Escucha, en el Imperio Nuevo, así se denomina el periodo en que vivieron Tutmosis, Amenofis, Tutankamón y Ramsés, todos los faraones eran enterrados en el llamado Valle de los Reyes y sus esposas en el Valle de las Reinas. Fue allí donde, como otras, se encontró la tumba de Nefertari… Pero no ha podido hallarse la de Bent-Anat.

– Tal vez porque Bent-Anat fue enterrada en otra parte.

– Improbable -gruñó Rogalla, que movió la cabeza salvo que…

– ¿Salvo qué?

– Bueno, la arqueología es, como la política, el arte de las posibilidades. La base de esta ciencia es lo posible, no lo real, y eso es algo que nosotros los arqueólogos olvidamos con mucha frecuencia.

Esa noche, entre cerveza y cerveza, Kaminski y Rogalla hablaron largo y tendido. El arqueólogo porque temía por la vida de su ayudante; Kaminski porque Hella Hornstein le parecía cada vez más enigmática.

Загрузка...