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Aquella noche, en el Instituto Arqueológico tuvo lugar un extraño encuentro que provocó movimientos de cabeza y risas despectivas cuando fue conocido al día siguiente porque el hombre que contó la historia, aunque estaba bien considerado, tenía fama de estar un tanto chiflado. Se llamaba Youssef y era tan viejo que ni siquiera él mismo sabía su edad, pero tenía dos esposas en plena juventud y siete hijos a los que mantener, por lo que no podía pensar en jubilarse. Desempeñaba desde hacía muchos años el cargo de vigilante nocturno con gran eficiencia y seriedad y cada mañana daba el parte de su trabajo escrito con todo detalle.

Youssef parecía un fantasma cuando paseaba con su linterna por los interminables y oscuros pasillos del instituto con una larga galabiya blanca que ocultaba su pata de palo y un bastón en la mano izquierda, que le había «requisado» a un coronel inglés cuando éstos se retiraron del canal. El ruido de sus pasos mientras realizaba la ronda era igualmente siniestro y capaz de poner en fuga a cualquier intruso.

Por si eso fuera poco, Youssef poseía la penetrante voz de un almuecín y solía hablar solo. Conversaba con las paredes, las puertas y los armarios, pero sobre todo lo hacía consigo mismo y tenía un infinito repertorio de leyendas. Todas estas características no daban pie, precisamente, a que los demás empleados del instituto se lo tomaran muy en serio. Por eso, atribuyeron su historia a la excitación que supuestamente le produjo la presencia de la momia en el laboratorio.

Ocurrió, según expuso Youssef, que poco después de la medianoche cuando controlaba los almacenes del piso superior le llamó la atención un ruido como el que produce un cristal al romperse.

Al principio todo continuó tranquilo, pero al cabo de un par de minutos oyó pasos. Un hombre había entrado con violencia provisto de una linterna y, como quien sabe perfectamente adonde va, encaminó sus pasos al laboratorio, abrió la puerta con una palanca y sin molestarse en volver a cerrarla pasó al interior… Por esa razón cuando Youssef se acercó con cautela al laboratorio pudo ver claramente lo que ocurría dentro.

El intruso, vestido con un traje muy holgado, se aproximó a la caja de madera donde se encontraba la momia y, con notable torpeza, consiguió abrir la tapa. La apartó a un lado y dirigió hacia el interior la luz de su linterna. El sonido que dejó escapar al ver su contenido resonó como el grito de dolor de una parturienta, un quejido que él conocía bien porque lo había oído siete veces y lo había sentido como en su propio cuerpo, por lo que se hallaba en condiciones de establecer la comparación. Youssef dedujo por el chillido que el extraño ladrón, ¡por las barbas del Profeta!, no podía ser un hombre sino una mujer con ropas de varón.

Le pareció que la intrusa le hablaba a la momia en un idioma que no entendía y que desde luego no era inglés. Y cuando vio que ésta se disponía a tocar el cadáver embalsamado, así lo escribió en su informe, se pasó su bastón inglés de la mano izquierda a la derecha con la intención de usarlo para obligarla a confesar. Sin embargo se dio cuenta enseguida de que ésta no pretendía causar daño alguno por el cuidado que tuvo cuando tocó la momia varias veces. Al hacerlo, tembló como una anciana pese a que tenía los ágiles movimientos de una persona joven.

Estas observaciones y la seguridad de que la extraña no tenía intención de causar ningún mal hicieron que Youssef desistiera de emplear la violencia, sobre todo cuando vio que volvía a colocar la tapa de la caja en su sitio. La mujer debió de lastimarse al hacerlo, pues se le escapó un grito contenido, como una hilandera al pincharse con el huso, y sacó un pañuelo, parecido al que utilizaba la gente distinguida de la isla Gerisa del Nilo, y se envolvió la mano con él. Youssef se escondió en un entrante al otro lado del pasillo para ver qué dirección tomaba la extraña criatura. Un ladrón que se introduce en una casa utiliza siempre para salir el mismo camino por el que ha entrado. Así, pudo observar que la mujer abandonaba el instituto por el acceso lateral que daba al jardín y que normalmente se encontraba cerrado por dentro con un cerrojo. Cuando Youssef inspeccionó la puerta se dio cuenta de inmediato de que uno de los cristales opacos estaba roto y que la intrusa había metido la mano desde fuera para descorrer el pestillo e introducirse en el interior.

Nadie quiso creer la historia del pobre Youssef que escribió en su libro especial de informes con un lenguaje florido y ampuloso. Cuando Abd el-Kadr y el catedrático se enteraron de la noticia corrieron al lugar del suceso, lo comprobaron todo personalmente y no pudieron apreciar el más mínimo cambio en la momia. Intercambiaron unas palabras con el vigilante nocturno, cuya presencia debió de hacer que el intruso emprendiera la fuga. Ni el-Kadr ni elHadid vieron las tres gotas de sangre que habían quedado en el suelo embaldosado del laboratorio.

Youssef se disgustó al comprobar que no se le tomaba en serio y decidió que en adelante no volvería a escribir más informes, pues era como arrojar perlas a los cerdos si después nadie los tenía en cuenta.

Pero el suceso de la noche siguiente parecía indicado para hacer que se olvidara de sus propósitos. Casi a la misma hora que en la ocasión anterior, unos débiles martillazos, que semejaban proceder de la entrada lateral, despertaron la atención de Youssef. Corrió hacia la puerta todo lo deprisa que le permitió su cojera y su deseo de no hacer ruido y cuando llegó apagó su linterna para no ser descubierto. Desde fuera alguien intentaba arrancar la plancha de madera que cubría provisionalmente el hueco dejado por el cristal roto. Una vez más Youssef se cambió el bastón de mano y retrocedió unos pasos. Oyó cómo la puerta se abría y se cerraba casi enseguida. En ese momento encendió su lamparilla y gritó con su voz penetrante:

– ¡Alto, ni un paso más!

Para él estaba claro que no podía ser otra que la intrusa de la noche anterior y, en cuestión de segundos, le vino a la cabeza la idea de que la visita previa no había sido más que un reconocimiento del terreno para preparar el golpe. Por ese motivo, creyó conveniente actuar con la mayor precaución. Youssef se quedó enormemente confuso cuando advirtió que la mujer, que vestía el mismo traje de hombre de la noche anterior que ahora podía observar a la luz de su linterna, iba desarmada y parecía temblar de nerviosismo. Tampoco mostró la menor intención de huir, lo que le hubiera sido fácil, sino que dio un paso con un gesto de sumisión en dirección al vigilante.

– ¡Alto, ni un paso más! -repitió Youssef.

La mujer lo obedeció.

– ¿Qué busca aquí? ¡La vi la noche pasada!

La desconocida no pareció sorprenderse.

– Es sólo por la momia -respondió. Sus palabras sonaron como una excusa.

– ¿Y?… -preguntó el vigilante.

Sacudió la cabeza vacilante y pretendió marcharse.

– ¡Quieta, quédese donde está! -gritó Youssef con su voz de acero.

El tono enérgico surtió efecto. Eso le dio valor y repitió su pregunta:

– ¡Lo que quiero saber es qué busca usted aquí!

La mujer metió la mano en su chaqueta. El vigilante nocturno se la quedó mirando inmóvil incapaz de reaccionar creía que seguidamente iba a sonar un disparo y que sería lo último que oiría en su vida. Por eso tardó en cornprender lo que en realidad sucedía. La intrusa había extraído un billete norteamericano de su bolsillo -Youssef se encontraba demasiado confuso y asustado para observar de cuántos dólares era-, lo sostuvo delante de sus ojos como si fuera un trapo y murmuró:

– Sólo quiero ver la momia una vez más.

El vigilante miró alternativamente el rostro de la desconocida y el dinero que tenía en la mano. La expresión de la mujer daba a entender que hablaba en serio. Y, por lo que él pudo comprobar, el billete era de veinte dólares. «¡Veinte dólares -pensó-, Alá está conmigo! ¡El sueldo de todo un mes!»

Youssef hubiera querido saber por qué la mujer era tan generosa; sin embargo, un número desconocido, pero grande, de años de experiencia lo había convencido de que es poco provechoso preguntar los motivos que llevan a una persona a mostrarse espléndida. Para la mayoría de la gente, la generosidad es cuestión del momento y éste era uno de ésos. El vigilante cogió el billete y dijo:

– Venga usted, mistress.

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