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Se había imaginado que todo aquello sería muy distinto; al fin y al cabo no era su primera obra de ingeniería en el extranjero. En la India había construido una presa en el curso superior del Ganges, en Persia levantó aquella planta desalinizadora, considerada por todos como una maravilla técnica. Realmente, Kaminski había pasado muy pocos años en casa y a eso lo llamaba libertad. Si durante todo el tiempo hubiera realizado el mismo trabajo, todos los días en el mismo lugar, lo más posible es que se hubiera vuelto loco o tonto o se hubiese avejentado prematuramente. Así, pese a sus cuarenta y cinco años seguía conservando un aspecto juvenil, bronceado por el trabajo al aire libre, el cabello corto, peinado hacia delante, y musculoso como un luchador, el verdadero tipo que gusta a las mujeres, lo que hasta entonces había sido habitual.

No, él se había figurado que Abu Simbel sería algo totalmente diferente: un mezquino oasis en medio del desierto, rodeado por cientos de kilómetros de arena junto al Nilo perezoso, barracones de madera en la orilla y caminos sin asfaltar que después de cada tormenta tenían que volver a hacerse transitables para los vehículos, y en algún lugar cercano una cantina con techo de uralita, mesas y bancos de madera sin pulir en los que los hombres se bebían la mitad de su sueldo a la luz de las lámparas de gas. Así fue en la India, y en Persia tampoco fue diferente: una construcción en un lugar extranjero.

– ¿Sorprendido? -se rió Lundholm, que había observado la mirada de asombro de Kaminski.

El casino estaba lleno. Era de noche. Kaminski asintió con la cabeza.

– ¡Caramba! Y todo esto en medio del desierto. ¡Caramba! -repitió.

Lundholm, el sueco, tenía la misión de mostrar a los nuevos todas las instalaciones de la «Joint Venture Abu Simbel»». Como Kaminski, también era ingeniero de obras públicas y ambos tenían que trabajar juntos durante los próximos dos años y medio. Contrariamente a Kaminski, que por su aspecto no hubiera podido negar su origen alemán ni en medio de una tormenta de arena, en Lundholm no era fácil reconocer a un sueco. Era pequeño, más bien gordo y su pelo oscuro y espeso delataba con demasiada claridad a sus antepasados italianos por parte de madre.

– La India fue algo terrible -dijo Kaminski, pusilánime-, en Persia nos alojábamos en edificios, pero teníamos que pasarnos la noche luchando con las ratas.

– Aquí lo que hay son escorpiones -respondió y añadió-: Pero la verdad es que no me he topado con ninguno.

– ¿Y serpientes?

Lundholm alzó los hombros. Abu Simbel era su primer trabajo en el extranjero. Hasta entonces se había limitado a construir puentes para Skanska, una de las empresas que participaban en la «Joint Venture Abu Simbel»».

– Las serpientes no están tan mal -tomó Kaminski de nuevo el hilo de la conversación-, te apartan los insectos. Experiencia de años. -Y al ver el rostro incrédulo del sueco añadió-: Sí, contra las serpientes puedes protegerte, pero contra ratas, ratones y mangostas no tienes nada que hacer. Se multiplican sin cesar. -Tomó su cerveza, vació el vaso hasta la mitad y miró a su alrededor-: ¿Está esto siempre tan tranquilo? -preguntó señalando con la cabeza las otras mesas.

El establecimiento estaba totalmente lleno. En las mesas de acero se mezclaban las voces en alemán, inglés, francés, italiano, sueco y árabe. La mayoría de los clientes eran hombres, pero al mirar con mayor atención, Kaminski descubrió también algunas mujeres, la mayoría vestidas como éstos, con pantalones y camisas de color caqui.

– Espera y verás -respondió Lundholm-. A las nueve actúa Nagla y esto se convierte en un infierno.

– ¿Quién es Nagla?

– En realidad es la que posee la concesión de este casino. Procede de Asuán. Cuando se supo que en sus años jóvenes había sido una de las más famosas bailarinas de Egipto, los hombres insistieron hasta que consiguieron hacerla danzar.

– ¿Y?

– Nagla ya no es tan joven, pero su ombligo puede cornpetir con el de cualquier muchacha de veinte años. Además tiene unas «cosas»… -Hizo un gesto expresivo delante de su pecho-. Desde ese día Nagla baila la danza del vientre una vez a la semana. Ya la verás.

El casino, situado en una planta baja y que también era llamado club o sala de oficiales, se alzaba en forma de herradura en el saliente de un monte sobre el valle del Nilo y estaba orientado al sur. Durante el día se extendía una impresionante vista hacia Nubia. Por las noches era como si se mirara un gran agujero negro; causaba una impresión más bien tétrica.

Para los simples obreros, de los que había unos mil, el casino era tabú. Los que allí bebían su cerveza o su whisky pertenecían al equipo de dirección europeo y vivían a pocos pasos, en la Contractor ’s Colony de la Honeymoon Road o en la Souna Road, y ganaban salarios de 10.000 marcos al mes.

Ésta era una buena suma de dinero y el dinero era la causa principal por la que se habían alistado voluntarios para un trabajo como el de Abu Simbel… Aunque a veces se debía a algún asunto que hacía recomendable quitarse de en medio durante dos o tres años. Para Kaminski era también un desafío técnico.

– ¡Eh, Rogalla! -Lundholm le hizo una seña a un hombre alto y flaco que entraba en el establecimiento en compañía de una joven. El larguirucho vestía una chaqueta de lino que le daba cierta elegancia, mientras que la muchacha, al parecer, le concedía menos importancia a su aspecto. Llevaba puesto un mono grande y ancho que había sido lavado muchas veces y el pelo oscuro recogido en un moño sobre la nuca. Unas gafas de concha daban a su rostro una expresión distante.

– Permitidme que os presente -dijo Lundholm cuando se acercaron a la mesa-: Arthur Kaminski, de la Hochtief de Essen, que releva a Mösslang. Y éste es Istvan Rogalla, arqueólogo, y Margret Bakker, su ayudante.

Kaminski les estrechó la mano y Lundholm comentó sarcástico:

– Voy a decirte una cosa. Todos los arqueólogos que andan por aquí son nuestros enemigos naturales; sólo nos causan disgustos. Creen que podemos realizar nuestro trabajo sin dejar la menor huella. ¡Pero eso es imposible!

Rogalla sonrió molesto, Margret Bakker no reaccionó en absoluto.

– Ya nos entenderemos -comentó Kaminski, animado.

Rogalla afirmó con la cabeza y pidió cerveza a un camarero que vestía una túnica blanca.

– ¿Usted también quiere una? -preguntó a Margret volviéndose hacia ella.

Su voz sonaba algo forzada como si normalmente tuteara a su ayudante. Ésta asintió con un movimiento de cabeza.

– He hecho muchas cosas en mi vida -comenzó Kaminski para superar la penosa pausa- pero ésta es, sin duda, la más loca de las empresas. ¡Desmontar un templo a trozos para volverlo a construir a unos cientos de metros de distancia!

– ¡Si de veras se tratara de desmontarlo! -insinuó Rogalla.

– ¿Qué quiere decir?

– Su tarea es tan complicada precisamente porque el templo de Abu Simbel es prácticamente de una sola pieza. Como usted sabe, fue construido en el interior de la montaña o mejor dicho, cortado en la misma roca. Eso es precisamente lo que lo hace algo único y la razón por la que no debe quedar sumergido por la presa del Nilo.

– Corremos un riesgo verdaderamente alto -observó Lundholm.

– Lo sé -respondió Kaminski-. ¿Cuándo se cumple el plazo para la inundación? Quiero decir, ¿cuándo anegarán las aguas del Nilo la cuenca en la que se encuentra el templo?

Lundholm hizo un ademán de ignorancia con la mano.

– Los egipcios y los rusos aún discuten la fecha. Los egipcios proponen 1967; los rusos, el 1 de septiembre de 1966. Yo me fío más de los rusos que de los egipcios; al fin y al cabo son ellos los que construyen la presa.

– ¿Septiembre de 1966? ¡Entonces faltan dos años!

– ¡Menos de dos años! ¡Y hasta ahora no se ha trasladado ni una sola piedra!

Rogalla asintió.

– ¿Por qué no se ha comenzado todavía? -quiso informarse Kaminski.

– ¡Por qué, por qué, por qué! -replicó Lundholm casi furioso-. ¡El maldito suelo! Arena, arena y arena, y cuando tenemos suerte una capa de arcilla. Los diques encuentran poco apoyo. Desde hace meses estamos más ocupados extendiendo la presa alrededor del templo que en elevarla, la excavación tiene ya entre sesenta y cien metros de anchura y la presión del Nilo se hace cada vez mayor.

– ¿Y la altura?

– El límite superior de la corona de la presa es de 135 metros SSL 1 y el del nivel del agua de 133 metros SSL.

– Eso significa…

– Que dos metros separan el éxito del fracaso, dos miserables metros.

– Y dos años.

Lundholm asintió. En ese instante no parecía muy optimista.

Tras una larga pausa dijo Kaminski:

– ¿Y si los rusos se han equivocado en sus cálculos? Quiero decir, ¿y si el agua del embalse sube con mayor rapidez?…

Jacques Balouet, el director de la oficina de información de Abu Simbel, los observó un instante desde la mesa de al lado. Rogalla y Margret Bakker intercambiaron una mirada, parecía que temieran que el hombre de la mesa cercana hubiese oído el comentario de Kaminski, como si el recién llegado hubiera dicho algo qxie no debía. En el campamento se hablaba de todo, pero no del impreciso plazo que pendía sobre la «Joint Venture Abu Simbel»» como una espada invisible. Nadie conocía las previsiones, pero esa fecha límite era algo que estaba presente y con la que tenían que contar.

– ¡Que el diablo se lleve a esos rusos! -gritó Lundholm-. Han lanzado al espacio tres astronautas en una nave espacial y han dado diecisiete veces la vuelta a la Tierra, así que no es fácil que se hayan equivocado al calcular la crecida del Nilo.

Rogalla alzó la mano como si fuera a decir algo importante.

– No será culpa de los rusos si sale algo mal. La presa de Asuán se está construyendo desde hace ya cuatro años. Desde entonces, se sabe que a su debido tiempo Abu Simbel quedará sumergido bajo las aguas del pantano.

– Entonces teníamos un nivel de agua de 120 SSL. Nos hubiéramos podido ahorrar el embalse si los egipcios hubiesen tomado antes su decisión. Cuando se empezó, a principios de la primavera, el agua ya nos llegaba hasta el cuello. Desde entonces no hago otra cosa que clavar estacas de sustentación en esa maldita arcilla. Al principio fueron doce metros, ahora estoy en veinticuatro… ¡a lo largo de 370 metros! ¿Y todo para qué? ¡Para nada!

Antes de que el sueco terminase de hablar sonó en los altavoces una excitante música árabe en la que destacaba una flauta y un instrumento de percusión. Detrás de la barra, en el centro de la sala semicircular, apareció una mujer que era toda una orgía de colores. Lundholm tocó con el codo a Kaminski y, volviendo hacia él la cabeza, le dijo:

– Nagla.

Tenía el cabello rojo como el fuego. Kaminski, que había conocido muchas mujeres, nunca había visto un pelo tan rojo y brillante como aquél. Formaba el apropiado contraste con su vestido verde, una falda larga de seda que se ceñía a sus caderas y se abría por delante. El corpino, adornado de perlas y piedras de colores como un árbol de Navidad, cubría difícilmente sus poderosos senos.

Nagla realizó unos movimientos convulsivos al ritmo de la canción. Pero Kaminski no entendía mucho, la música le parecía algo horrible, aunque la danza era realmente admirable. Nagla sabía dar a su cuerpo movimientos ondulantes, como los de una serpiente, al término de los cuales echaba la cabeza hacia atrás. Al caer de rodillas e inclinar su busto hacia delante hasta rozar el suelo con sus cabellos rojos, los hombres silbaron y aplaudieron sin dejar de gritar una y otra vez «¡Nagla… Nagla… Nagla!», como si no pudieran cansarse de contemplarla.

Excitada por los gritos, la bailarina se alzó del suelo sin usar los brazos. Volvió a agitar sus caderas en sacudidas que se hacían cada vez más rápidas y convulsivas, y con pasos rítmicos y ligeros, las manos detrás del cuello, pasó entre las filas de mesas jaleada por las palmas del público.

Kaminski observó cómo algunos hombres ponían billetes entre la ropa de la bailarina y, de vez en cuando, como Nagla se inclinaba de modo tan provocativo delante de ellos, no podían por menos que deslizar el billete entre sus pechos. Junto con el dinero, había también algunas notas dobladas y, al ver la mirada interrogante de Kaminski, Lundholm le dijo en voz baja:

– En cada representación Nagla recibe media docena de ofertas.

– ¿Y? -quiso saber el alemán.

Lundholm hizo un gesto afirmativo, como si quisiera decir «sí, a veces se consigue algo».

Excitados por la música vibrante y los provocadores movimientos de la bailarina, también Lundholm, Rogalla y Kaminski comenzaron a llevar el compás con sus palmas. Sólo Margret seguía sentada rígida y seria. Sin volver directamente su mirada hacia ella, Kaminski la observó de reojo y no pudo menos que preguntarse qué tendría que suceder para que una sonrisa apareciera en el rostro de aquella joven.

Mientras tanto, la danza de Nagla se fue haciendo más y más animada y excitante. El cuerpo voluptuoso de la bailarina se movía cada vez de forma más convulsa, más rápida. Finalmente se acercó tanto a Kaminski, que éste vio el sudor sobre sus senos, oyó el tintineo de sus brazaletes de oro y su respiración agitada. Nagla fijó en él sus ojos y, pese a todos sus giros y desplazamientos, siguió mucho tiempo sin apartar su mirada del nuevo ingeniero.

– ¡Eh, eh!… -gritaron los hombres que seguían la escena-. ¡Eh, eh!…

Para el gusto de Kaminski, Nagla era demasiado llenita y provocativa. Además, en lo que se refería a las mujeres, estaba hasta las narices. Realmente, había esperado no encontrarse con ninguna en Abu Simbel; pero la verdad era que se lo había imaginado todo bastante distinto.

Nagla pareció haber advertido el desinterés de Kaminski, pues con un rápido movimiento de cabeza apartó su vista de él y empezó a ensayar su arte de seducción con los ocupantes de una de las mesas vecinas, con gran pesar de Lundholm, que siguió la retirada de Nagla con mirada ansiosa.

Con la vibrante música y las palmas se mezcló de repente un fuerte griterío procedente de la puerta de entrada y, como una lengua de fuego, un grito se extendió de mesa en mesa.

– ¡Las aguas nos invaden!

Lundholm, cuyos ojos seguían clavados en Nagla, se levantó de un salto. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y durante un instante se quedó inmóvil, paralizado. Después balbuceó algo ininteligible, miró a Kaminski y susurró:

– ¡Siempre supe que iba a ocurrir, siempre lo supe!

Sólo después pareció capaz de hacer algo; sacó un billete del bolsillo, lo dejó de un golpe sobre la mesa y se dio la vuelta para salir. Antes le dijo al oído a Kaminski:

– Ven conmigo, debes ver cómo el agua se lo traga todo.

En ese mismo momento resonó fuera una especie de sirena como la que hacen sonar los barcos en la niebla. La música cesó y Nagla desapareció detrás del bar. Los hombrees se apretaban en la salida. Sin prestar atención a Kaminski, Lundholm corrió hacia su Land-Rover, que estaba aparcado junto a la entrada del campo de tenis. El recién llegado tuvo dificultades para seguirlo.

Como si estuviera en juego su vida, Lundholm hizo rugir el todoterreno por la Souna Road y giró a la derecha por la desviación que iba al este, una ancha carretera asfaltada que transcurría en línea recta durante casi dos kilómetros hasta el istmo de Abu Simbel.

A la luz de los faros aparecieron a la izquierda los alargados y solitarios edificios de la dirección de la obra. Sin tener en cuenta la velocidad tan alta que estaba exigiendo al duro vehículo de mala suspensión, Lundholm buscó algo con la mano debajo de su asiento. Kaminski se ofreció a ayudarle pero Lundholm no respondió. Finalmente dio con una botella, la alzó delante del parabrisas para cornprobar su contenido y tiró del corcho con los dientes.

– Toma. -El sueco le pasó la botella a su compañero de viaje; pero antes de que Kaminski pudiera rechazar su invitación, Lundholm pisó violentamente el freno al aparecer otro vehículo por su derecha en el cruce del centro de radio. Con la brusquedad del frenado la botella se le escapó de las manos, golpeó con el cambio de marchas y cayó sobre el asiento del acompañante y de allí al suelo cubierto de goma donde se derramó por completo, dejando en el aire un fuerte olor a alcohol.

– Lo siento -gruñó Lundholm, una vez que hubo controlado el coche, y aceleró de nuevo-, lástima que se haya perdido este excelente aguardiente.

Kaminski hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto, y el sueco redujo la velocidad. Después del siguiente cruce, la carretera describía una curva pronunciada hacia la izquierda y subía colina arriba para, al cabo de unos doscientos o trescientos metros, descender hacia el este. A la izquierda, a la luz de los faros, estaba el pequeño campamento y, a partir de allí, la carretera descendía al Nilo y al templo, describiendo un amplio semicírculo. Delante de ellos, Kaminski contó las luces de al menos otros diez automóviles.

A la derecha surgió de repente la obra totalmente iluminada. Gigantescos reflectores irradiaban su luz desde la parte alta de la colina sobre la cuenca artificial que se había formado entre la presa desbordada y el templo. Como si todo aquello no fuera con él, el coloso Ramsés, con sus veinte metros de altura, miraba indiferente las dragas, los camiones, los brazos de las grúas y las demás máquinas. Hombres, pequeños como hormigas, corrían nerviosos de un lado para otro. Lundholm viró el Land-Rover hacia la derecha y lo detuvo en un lugar arenoso y llano delante del templo.

– ¡Ven conmigo! -le gritó y cerró de golpe la puerta del vehículo. Kaminski se apresuró a seguirlo. Olía a agua estancada y a acero engrasado. Pesadas excavadoras con sus enormes palas dentadas maniobraban aparentemente sin orden alguno, se clavaban en el suelo de arena y giraban como si bailaran un vals, levantaban apestosas nubes de polvo en el aire y hacían temblar el suelo como en un terremoto.

En la parte más profunda de la cuenca arenosa, el recién llegado reconoció la oscura superficie del agua de un lago. En su centro se alzaba, algo que parecía el esqueleto de una ballena gigante. Tubos de conducción de acero, del grosor de un hombre, se bifurcaban como enormes arterias y discurrían por diversos caminos sobre la parte más elevada del dique. Desde allí, una noria gigantesca descargaba piedras y guijarros sobre el terraplén. Éstos golpeaban el agua como una gran tormenta.

En la terraza superior del dique salió a su encuentro el capataz de Lundholm. Agitando los brazos con gran excitación señaló un determinado lugar por donde sospechaba que el agua penetraba por debajo de la tierra. La serenidad y el autocontrol de Lundholm en aquella situación hicieron que Kaminski sintiera por él un gran respeto.

El sueco contempló ambos extremos del dique, golpeó con el pie en el suelo como si quisiera comprobar su firmeza y gritó por encima del fragor de las excavadoras, bombas y demás maquinaria:

– ¡Detengan el bombeo! ¡Coloquen el tercer tubo de la bomba! ¡Sitúen las juntas en el lugar de la ruptura! ¡El lastre de piedras y de guijarros no sirve de nada! ¡Ahora inunden!

El capataz entendía sus órdenes y las retransmitía a su manera por su radiotransmisor portátil. De improviso, por todas partes aparecieron obreros, se reunieron, se hicieron cargo de sus tareas y se dirigieron cada uno de ellos a su lugar de trabajo. Todo transcurrió sin gran agitación, parecía que realmente no pudiera pasar nada grave.

Por esa razón Kaminski se sorprendió cuando Lundholm se lo llevó aparte y le dijo:

– ¡Una situación crítica, maldita sea! -Y al ver su mirada interrogante, añadió-: Si tenemos mala suerte ni siquiera podrás entrar en acción, todo habrá terminado. ¡Punto final!

Kaminski se acercó a él y le preguntó:

– ¿Qué significa eso?

El sueco se echó a reír, pero en su risa había amargura; finalmente respondió:

– La presión hidráulica exterior es demasiado fuerte para el suelo de arena. El agua ha encontrado un lugar por donde escapar bajo el muro de contención. Todo es arcilla, ¿lo entiendes? Y se disuelve como el jabón.

– ¿Y entonces?

Lundholm se encogió de hombros.

– Voy a intentar inundar la cuenca. Ya sé que eso suena como si fuera una locura pero es la única posibilidad de reducir la presión sobre el punto de ruptura subterráneo. Después lo taponaremos desde fuera y bombearemos el agua del lago que se ha formado de vuelta al Nilo. ¡Si es que resulta! -añadió.

Después saltó al estribo de un camión que pasaba por allí cargado de tubos y le dio órdenes al chófer para que lo llevara al lugar desde donde pensaba dirigir las operaciones.

Desamparado, Kaminski dirigió su mirada desde la parte alta del dique sobre el agua que se había infiltrado y amenazaba al coloso Ramsés. Su tarea futura hubiera sido cortar de su emplazamiento en la piedra aquella estatua que tenía sus buenos veinte metros de altura. Y no de una sola pieza sino dividida en bloques de entre diez y treinta toneladas. La empresa no se limitaba a eso: también había que seccionar todo el templo que penetraba unos cincuenta metros en la montaña, para sacarlo de ella y situarlo sobre seguro donde no pudiera ser alcanzado por las crecientes inundaciones del Nilo.

Kaminski tenía todos los planos y los proyectos en su memoria, conocía todos los recovecos y las medidas del templo, pese a que aún no había puesto los pies en él. Abu Simbel lo fascinaba. Y sin embargo ahora, antes de que hubiera podido comenzar con su trabajo, el nivel de las aguas del embalse estaba más alto que la entrada del santuario. Ésa era la razón por la que Lundholm y su equipo debían reducir el nivel de las aguas del lago que se había creado alrededor de las instalaciones del templo.

En ese ambiente de tensión, capaz de destrozar los nervios del más sereno de los hombres, Kaminski, con la mirada del ingeniero, dividía en sus distintas partes el coloso iluminado por los rayos de los reflectores, medía el alcance de la gigantesca grúa Derrick para la que todavía no se había hecho más que emplazar los cimientos y buscaba mentalmente el lugar apropiado para cargar los vehículos de siete ejes.

Para Kaminski el templo era sobre todo un reto técnico que el ordenador y la calculadora ya habían resuelto en la mesa de trabajo y que él tenía que llevar a la práctica… Si es que el dique y la propia infraestructura de la obra resistían.

El nivel del agua en el interior subía lentamente y desde lejos Kaminski siguió con la vista a Lundholm y sus hombrees que con ayuda de una grúa móvil colocaban una cañería en el agua invasora y la conectaban con una instalación móvil de bombeo situada en la parte alta del dique. Mientras tanto, otros obreros provistos de perforadoras de disco trataban de abrir en la ataguía un agujero para pasar un tubo. Las chispas, que alcanzaban una altura de varios metros, formaban un castillo de fuegos artificiales que recordaba una verbena. A los pies del coloso dos gigantescas excavadoras de noria sacaban la arena sedimentada a sus pies para depositarla, por encima del dique, en las aguas del pantano.

Con un ruido ensordecedor, el dispositivo de bombeo situado en la parte alta del dique comenzó su trabajo y, como si procediera de una fuente subterránea, el agua del Nilo apareció a borbotones en la superficie del lago que se había formado al otro lado de la presa. El fango de la cuenca dejaba un olor a podrido que se mezclaba con los gases de los tubos de escape de vehículos y máquinas.

Una embarcación se acercaba Nilo arriba, una barca a con una primitiva estructura en la cubierta. Las escotillas de carga del centro estaban abiertas y dejaban ver las bodegas llenas de arena hasta el borde. Por el lado izquierdo sobresalían las palas de una excavadora situada en una rampa que llevaba a la parte alta del dique. La barcaza se aproximó y la máquina empezó a sacar la arena de sus bodegas para depositarla en el agua, en el lugar donde se había roto la ataguía.

En el interior de la agitada presa el nivel del agua comenzó a subir a ojos vista. A Kaminski le hizo sentirse mal la idea de que Lundholm fuera a inundar la cuenca hasta que el agua llegara muy cerca de los cimientos del templo, porque eso destruiría el camino y las rampas que ya se habían construido para los grandes vehículos que debían transportar los gigantescos bloques. Levantar una nueva instalación requeriría al menos dos semanas, un tiempo muy precioso si se tenía en cuenta la subida de las aguas del pantano.

Mientras Kaminski daba rienda suelta a sus pensamientos, en las proximidades de la bomba se produjo un agitado intercambio de palabras, en tono subido, entre Lundholm, Rogalla y un egipcio muy delgado al que Kaminski no conocía. Por lo que éste pudo deducir de sus agitados movimientos, los dos últimos trataban de convencer al sueco de que dejara de inundar la cuenca. Pero Lundholm insistía en seguir adelante y antes de que las cosas llegaran a mayores, los dejó plantados, saltó a la cabina de la draga, echó a un lado al conductor y con un diestro movimiento cogió una palada de arena junto a los pies de sus asombrados antagonistas que se apresuraron a marcharse de allí.

– ¡Un chiflado! -gritó Rogalla cuando a la luz de los focos reconoció a Kaminski-. Ese hombre está loco, tenga cuidado con él.

– Está alterado. -Kaminski trató de calmarlos-. Deben comprenderlo. ¡El tiene toda la responsabilidad!

– ¡Responsabilidad! -dijo el egipcio con agresividad-. Ese tipo se ha olvidado de lo que verdaderamente hay que hacer aquí.

Sólo entonces Rogalla pensó en presentar a Kaminski y al egipcio, y así, el nuevo ingeniero supo que aquel hombree de elevada estatura era el doctor Hasan Moukhtar, el director de los arqueólogos egipcios. El primer pensamiento de Kaminski fue: ¡acabarás viéndotelas con él!

Moukhtar demostró poco interés por el recién llegado, de modo que Kaminski se vio obligado a preguntarles cuál era la razón de su agitación. El egipcio señaló la estatua del coloso Ramsés en la entrada del templo.

– Desde hace tres mil años no ha tocado sus pies ni una sola gota de agua -le explicó-. No sabemos cómo reaccionará la piedra cuando el agua llegue hasta el pedestal de la estatua. Es posible que se seque como la sal al sol, pero podría ocurrir también que la arcilla petrificada tome otro color al empaparse de agua. O incluso que se desmorone como un castillo de arena. -Al terminar de hablar se sacudió el polvo de su chaqueta de algodón de color claro.

Rogalla movió la cabeza enérgicamente y añadió:

– Es posible que ahora comprenda nuestra excitación.

– La comprendo -respondió Kaminski, pero le hubiera gustado más haberles contestado: «no, no les entiendo, pues si no se inunda la cuenca, el agua entrará de todos modos y lo hará incontroladamente. De la manera en que se está haciendo cabe la esperanza de que se pueda taponar la filtración antes de que el nivel del agua alcance el templo». Pero se mordió los labios y guardó silencio. No quena estropear desde el primer día sus relaciones con aquel hombre.

– En ese caso, ¡buenas noches! -Le tendió la mano-. ¡Por una buena colaboración en el trabajo!

– Por nuestra buena colaboración -correspondió Kaminski y añadió cortésmente, en inglés, sir.

Había oído decir que nada agrada más a un egipcio instruido que el que al dirigirse a él se le llame sir.

Moukhtar no pareció ser una excepción y se mostró igualmente satisfecho:

– Venga a verme mañana a mi oficina -le invitó-. En la Government ’s Colony.

Kaminski le respondió que así lo haría.

Con la mirada fija en el agujero grande y profundo cuyas aguas pardas parecían hervir a borbotones, Kaminski no pudo liberarse de la impresión de que Abu Simbel, aquella gigantesca obra en medio del desierto, tenía sus propias leyes, y de que éstas eran muy distintas de las de las otras construcciones en las que había trabajado anteriormente. Sí, era como si existiera una inexplicable tensión relacionada con el proyecto, que se traducía en una rara excitación y susceptibilidad de todos los que en él participaban.

Ya en el barco que lo llevó a Abu Simbel desde Asuán, le llamó la atención la reserva que parecía dominar a los pasajeros cuando se sacaba a relucir el tema del trabajo. Ciertamente, estaba acostumbrado a la monotonía reinante en aquellas grandes obras en el extranjero y no le importaba renunciar a las comodidades y diversiones de la civilización, aunque su experiencia hasta entonces le había enseñado que precisamente en esas situaciones solían crearse amistades poco corrientes.

En aquel lugar, dudaba seriamente de poder encontrar una amistad sincera.

Finalmente, apartó sus sombríos pensamientos y como no le resultó posible distinguir de nuevo a Lundholm entre los numerosos trabajadores, se dirigió en silencio hasta la explanada en que el sueco había dejado su Land-Rover.

No tenía nada que hacer en aquel sitio. Tampoco quería esperar a Lundholm, así que paró al primer camión que apareció en el camino y emprendió la vuelta a casa.

El chófer, un joven egipcio que no hablaba una palabra de inglés, necesitó medio kilómetro para hacerle entender a Kaminski que se llamaba Makar, pero que todos lo conocían por El Krim, de lo que parecía estar especialmente orgulloso, puesto que le repitió su nombre una y otra vez al tiempo que movía la cabeza suavemente.

El Krim dejó a su pasajero en el cruce desde donde, a mano izquierda, se iba al campamento de trabajo y se alejó de allí. En el horizonte, por oriente, se veían ya los primeros grises del amanecer. A la derecha estaba el hospital iluminado como a pleno día, lo mismo que la planta de transformadores.

A Kaminski se le había asignado en la Contractor ’s Colony una casa que compartía con Lundholm, un edificio de un piso con muros de piedra y con un techo de cúpula, encalado para proteger del calor, y un pequeño campo de césped ante la entrada.

Allá arriba no llegaba el ruido de la obra y hasta las cigarras, que se dejaban oír durante la noche, habían enmudecido ya a aquellas horas. Después de recorrer unos cien metros, Kaminski abandonó el pavimento de la carretera y caminó en paralelo por la arena, como un hombre acostumbrado a andar por ella y los guijarros sin cansarse.

Las casas parecían todas iguales, sobre todo de noche. Kaminski vivía en la tercera desde la carretera. Lundholm le había informado de las ordenanzas del campamento, según las cuales estaba estrictamente prohibido cerrar las puertas con llave. Una costumbre que él ya conocía desde su estancia en Persia.

Cuando abrió la puerta, Balboush apareció ante él vestido con una galabiya blanca que le daba un aspecto de fantasma. Balboush era cocinero y criado para todo y Lundholm y Kaminski se repartían sus servicios.

– Míster -balbuceó excitado-, míster Lundholm no está en casa. Míster Lundholm desaparecido.

– ¡Sí, sí! -Kaminski alzó la mano tranquilizadoramente-. ¡Todo está en orden!

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