21

Kaminski había sufrido menos que la mayoría las incomodidades de la situación. El desmonte y transporte de los bloques del templo continuó exactamente de acuerdo con los planes previstos y eso le ganó la consideración general, por otra parte, sus relaciones con la doctora Hornstein no pasaron desapercibidas. Se los veía continuamente juntos, no sólo por las noches en el casino, y no era ningún secreto que muchas noches Kaminski no iba a dormir a su casa.

Al doctor George Heckmann, el director del hospital, era a uno de los que menos agradaba el éxito de Kaminski con Hella Hornstein. Se sentía humillado interiormente, sobre todo porque apenas hacía tres semanas, en una conversación de hombre a hombre, había tratado de explicarle a Kaminski sus derechos de antigüedad sobre su colega. A partir de entonces Heckmann trató de no cruzarse en el camino de la pareja, pero cuando no podía evitarlo se mostraba cordial con ellos.

En cuanto al estado de ánimo de Kaminski podía decirse que parecía flotar entre nubes. Tan sólo en las horas de soledad en el trabajo en la obra o en la barraca, volvía a meditar sobre cuál era la verdadera naturaleza de Hella: la de la médica del campamento fría y casi desprovista de sentimientos, que se hacía respetar por todo el mundo, o esa otra de mujer apasionada y desenfrenada capaz de hacer que un hombre perdiera la cabeza. Por mucho que reflexionaba sobre ello y establecía comparaciones, la pregunta quedaba sin resolver.

Por otra parte, a Kaminski la respuesta le era indiferente mientras Hella reservara su apasionamiento para él y sólo para él. Además, le gustaba pensar que había derrotado a todos los que trataron de ganarse los favores de Hella. Iba tan lejos en sus fantasías que incluso se sentía dispuesto a comenzar con Hella una nueva vida en cualquier lugar del mundo cuando hubiera terminado su trabajo en Abu Sirnbel. Pero no se atrevía a hablar de eso… Todavía no.

Esa tarde cenaron rápidamente en el casino con visibles muestras de inquietud. A un observador atento le hubiera llamado la atención ver que apenas hablaban, aunque se miraban intensamente a los ojos como si el uno supiera los pensamientos del otro. Finalmente salieron del restaurante y se perdieron en dirección este en la camioneta de Kaminski. Poco antes del anochecer, dejaron atrás la amplia curva de la Acces Road y llegaron a la caseta donde estaba instalada la oficina de dirección de Kaminski en la orilla del embalse.

Kaminski ayudó a bajar a Hella y la acompañó hasta la barraca de madera. Poco tiempo después volvió a su vehículo que había aparcado a corta distancia detrás del templo. Frente a ellos, la obra se encontraba brillantemente iluminada. Los mástiles de las grúas y los cables causaban la impresión de que se estaba procediendo a la carga de un antiguo velero. Las sierras de Alinardo aullaban y rompían el silencio de la noche mientras levantaban grandes cantidades de polvo que ascendían al cielo igual que espesas nubes de vapor. Un espectáculo que a Kaminski le encantaba contemplar.

En medio de ese ruido y de esa actividad, el ingeniero podía pasar inadvertido. Formaba parte de su forma de ser aparecer de improviso en los momentos más inesperados para esfumarse después. Y ese día, sin ser visto por nadie, desapareció en el interior de su barraca.

Contrariamente a la primera vez, cuando no sabía qué le esperaba al descender por el agujero bajo los tablones, en esta ocasión Kaminski lo había planeado todo con la suticiente antelación y detalle. Unos planos viejos le sirvieron para tapar las ventanas de modo que ningún rayo de luz saliera al exterior, después abrazó a Hella que le correspondió con un beso y finalmente empezó a retirar las tablas del suelo. Cuando Kaminski cubrió el agujero una semana antes dejó una marca para asegurarse de que durante tiempo nadie lo había atravesado. La señal estaba intacta. Apartó las piedras y los guijarros y levantó los pesados tablones de madera.

Hella se arrodilló en el suelo y con una linterna de bolsillo iluminó el pozo. Miró a Arthur y trató de sonreír, pero la expresión de su rostro mostró su nerviosismo interior. No dijo una sola palabra y Kaminski se limitó también a comunicarse con ella por señas. En uno de los lados de la boca del agujero colgó una escalera de mano de uno de los tablones, se sujetó al cuello una linterna de minero y empezó a descender no sin antes hacerle un gesto a Hella indicándole que debía seguirlo una vez que hubiera llegado al fondo.

Cuando Hella se unió con él abajo su cuerpo entero temblaba.

– ¿No será demasiado para ti? -le preguntó Kaminski en voz muy baja mientras la cogía de la mano.

Hella se la retiró con un movimiento violento.

– Es… sólo la excitación -respondió con una leve tos.

El polvo y el aire seco parecían afectarla más que a Kaminski.

– Será mejor que te arrastres delante -opinó él-, cada paso levanta una nube de polvo y hace más difícil la respiración.

Hella hizo un gesto de afirmación y empezó a deslizarse agachada por el estrecho pasadizo. «En mi primer descenso -pensó Kaminski-, todo pareció menos trabajoso.» ero esa impresión podía deberse a que entonces sólo tuvo que pensar en él y ahora le dedicaba más atención a Hella que a sí mismo.

De repente la mujer se detuvo.

– El paso está cortado, Arthur -dijo jadeante.

– ¡Quédate donde estás! -repuso Kaminski y trató de Cercarse a ella. El rayo de su linterna iluminó su silueta y detrás, un gran cúmulo de piedras que llegaba casi hasta el techo del angosto corredor. Kaminski sacudió la cabeza. Hella le alumbró el rostro.

– ¿Y ahora qué? -preguntó en voz baja.

– ¡No es posible! -exclamó el ingeniero y se secó el sudor de la frente con la manga.

– ¿Qué ha pasado, Arthur? ¿Qué podemos hacer?

Kaminski se rió con amargura.

– Ya lo ves, las piedras se han desprendido del techo. Estos pasillos no pueden resistir el traqueteo de los transportes en la superficie. Tenemos que renunciar. Además, como has podido comprobar, nuestro propósito resulta demasiado peligroso, ya lo ves…

Hasta entonces, Hella se había comportado de modo tranquilo y reservado, casi reverencial. De repente comenzó a gritar:

– ¡Arthur, me has prometido llevarme hasta donde está la momia! Debes cumplir tu promesa. ¡Tienes que hacerlo, lo oyes!

– Pero ¿qué puedo hacer? -chilló Kaminski con igual vehemencia-. No podía suponer que el techo se iba a derrumbar.

Durante un momento, ambos se quedaron mirándose en silencio. Finalmente Kaminski cedió y se arrastró sobre el vientre por encima del montón de escombros hasta que con ayuda de la linterna pudo iluminar el espacio que aún quedaba libre.

– ¿Puedes ver algo? -le gritó Hella.

Arthur respondió vacilando:

– La cosa no parece tan mala. -Tocó cuidadosamente el techo-. ¡Espera un momento! -Finalmente añadió-: Trataré de abrirte paso.

– ¡Puedes conseguirlo, Arthur, puedes hacerlo! -lo animó agitada Hella. Se había dejado caer en el suelo agotada, apoyó la espalda sobre la pared del pasadizo y observo atentamente cómo Kaminski apartaba una piedra tras otra.

Al cabo de una media hora, el montón de guijarros había perdido la altura suficiente para permitir que un ser humano pudiera arrastrarse entre él y el techo.

– Ahora yo iré delante -indicó Kaminski, que traspasó la escala de cuerda por delante de él en el hueco. Antes de atravesarlo, bromeó-: Esperemos que no pase sobre nosotros un transporte pesado; si eso ocurre, guarda de mí un buen recuerdo.

Kaminski desapareció por el agujero; poco después la avisó desde el otro lado:

– Ahora puedes pasar tú.

Hella lo siguió apresurada. Ágil como una comadreja, deslizó su cuerpo por encima del montón de escombros y cuando superó el obstáculo una amplia sonrisa iluminó su rostro. Incluso empezó a temblar de risa y saltó de una pierna a otra como un niño travieso que acaba de conseguir lo que quiere.

– Todavía no lo hemos conseguido -le advirtió Kaminski, que dirigió la luz de su linterna hacia el segundo pozo.

Llegó hasta el borde en pocos segundos y se dispuso a colocar la escalera en diagonal sobre la boca del agujero. Tenía las medidas exactas.

Cogió a Hella por el brazo para dar mayor énfasis a sus palabras.

– Yo lo atravesaré primero. Observa con atención cada uno de mis movimientos y tan pronto como yo esté al otro lado cruzas tú. Mira siempre al frente, no mires abajo, ¿de acuerdo?

– ¡De acuerdo!

Kaminski se aseguró la linterna en el cinturón. Después Pasó hacia delante a cuatro patas. Cuando se hallaba en el centro de la escalera comenzó a cimbrearse como una ballesta.

– Esto no tiene importancia -le advirtió a Hella sin apartar los ojos de la escala de cuerda-, no debes tener ningún miedo. Mira siempre al frente.

Una vez que llegó al otro lado, Kaminski se quedó sentado en el suelo y le pidió a Hella que le pasara su linterna.

– ¡Vamos, adelante! -le ordenó.

Valiente, Hella se puso en camino. Pero cuando llegó a la mitad de la escalera y ésta comenzó a oscilar, se detuvo incapaz de seguir adelante.

– ¡Sigue, sigue! – la animó Kaminski.

Hella no se movió.

– ¿Qué pasa? -le gritó el ingeniero.

– No lo sé. Es como si se me hubieran paralizado los brazos y las piernas.

– ¡Tonterías! ¡Tienes que continuar!

– ¡No puedo!

– ¡Continúa adelante! Debes superar el miedo. ¡Sigue!

Rígida como una estatua, Hella continuaba inmóvil, aferrada al cabezal de la escalera. Su mirada se dirigía hacia delante pero sus ojos parecían desprovistos de vida. Su cuerpo era incapaz de realizar cualquier movimiento y ni siquiera se oía su respiración. Kaminski empezó también a tener miedo.

¿Qué podía hacer para llegar hasta ella? La escala no le parecía lo suficientemente fuerte para resistir el peso de dos cuerpos. Podía volver al otro lado colgándose de las dos barras de hierro, como hiciera la vez anterior, pero ¿de qué serviría? Dar la vuelta para regresar a la otra parte sobre una escalera cimbreante resultaba aún más peligroso que continuar adelante. ¡Hella tenía que seguir, tenía que lograrlo!

– ¡Tú lo has querido! -comenzó a gritarle a Hella-. Ya te había avisado. ¿Qué es lo que buscas aquí?, ¿contemplar una momia vieja y seca? ¡Sería mejor que te ocuparas de tus cosas!

Mientras hablaba, Kaminski observó cómo la vida volvía al cuerpo tenso de la doctora. Sus palabras parecían tener efecto. En vista de eso continuó:

– Eres una mujer débil que fallas en los momentos decisivos, temes por tu vida como si fuera algo que valiera la pena…

De repente, su rigidez desapareció y, de un tirón, cruzó el último tramo de la escalera.

Kaminski la recibió sin una palabra; se había dado cuenta de hasta qué punto Hella se sentía avergonzada, por esa razón decidió pasar el incidente sin ningún otro comentario.

Después de recoger la escalera de mano, continuó delante agachado y poco antes de llegar a la estancia donde estaba el sarcófago le cedió el paso.

La respiración de Hella se hizo difícil después de ponerse en pie, por fin, en el interior de la alta sala. Los cabellos se le pegaban a la frente sudorosa. Se sentía totalmente agotada, pero su mirada seguía viva, despierta y llena de febril excitación.

Delante de ella, sobre un pedestal oscuro, se alzaba el sarcófago como un altar.

De inmediato, Hella se subió al montón de piedras levantado por Kaminski en su primera visita, éste colocó la escalera sobre el lado opuesto, junto al pedestal y trepó por ella.

Se limitó a dirigir una rápida mirada al rostro pardo de la momia; le interesaba mucho más Hella, que temblaba como si su corazón latiera incontroladamente y le ardía la cara. Tenía un temblor en la comisura de los labios y sus ojos brillaban de modo sobrenatural.

Fue como una visión fantasmagórica ver cómo Hella acercaba su rostro a la cabeza de la momia como si quisiera rozar sus mejillas con las de la muerta, lo que no pudo hacer porque no alcanzaba. Desde la escalera hubiera sido posible, pero en esos momentos Kaminski no se atrevió a dirigirle la palabra.

Tuvo la impresión de que entre Hella y la momia existía una misteriosa confianza. No pudo advertir en la joven la menor sensación de temor o de asco, al fin y al cabo se trataba de un cadáver. Él mismo, que por lo general no tenía miedo, mostraba una mayor reserva. Como ya le ocurrió en la ocasión anterior, se sentía como un intruso.

Kaminski no sabía cuánto tiempo estuvo contemplando a Hella en silencio, hasta que finalmente se atrevió a hablarle.

– ¿Qué es lo que sientes? -le preguntó mientras su mirada iba alternativamente de Hella a la momia.

– ¿Lo que siento? -Hella no apartaba los ojos del cuerpo embalsamado-. Creo que eso es algo que tú no podrías comprender; perdóname, Arthur, si no respondo a tu pregunta.

En vista de eso, Kaminski renunció a seguir interrogándola. Efectivamente, algo estaba ocurriendo que escapaba a su comprensión.

Hella parecía estar muy lejos con sus pensamientos y sin aparente relación con lo que estaba ocurriendo, preguntó:

– ¿Y el escarabajo?

Kaminski señaló la mano derecha de la momia cubierta sólo a medias por la tapa del sarcófago.

– Lo tenía en esa mano. Vi algo verde que brillaba y pude quitárselo con toda facilidad. Posiblemente les pasó desapercibido a los ladrones de tumbas que estuvieron aquí antes que nosotros.

Hella asintió con un gesto. Después, con ambas manos tomó la pesada tapa e intentó, inútilmente, moverla a un lado. -No lo conseguirás -observó Kaminski-, la plancha es demasiado pesada.

Trató de ayudar a Hella empujando desde el otro lado. Al intentarlo se hizo daño en las manos porque la tapa estaba adornada con una orla de jeroglíficos grabados en su afilado borde. De repente, la pesada losa de pórfido obedeció a su empuje y como por sí misma cedió a un lado hasta quedar atravesada sobre el sarcófago casi en diagonal, lo que permitió la visión total de la delgada silueta de la momia.

Un ruido de aplausos que parecía salir de la tapa del sarófago los asustó. Era igual que si alguien diera palmadas cortas que se repetían a intervalos irregulares. Hella dirigió a Kaminski una mirada interrogativa. El rostro del ingeniero se puso blanco.

– Se trata de un derrumbamiento; lo que suena así es la caída de las piedras. -Meditó un segundo y enseguida grito: ¡Vamos, tenemos que salir de aquí!

Kaminski saltó de la escalera, la cogió y cruzó la puerta. Después tomó la mano de Hella, que se había quedado inmóvil sin saber qué hacer, y la arrastró tras él.

– Ahí fuera es mucho más peligroso -se defendió la joven al tiempo que se soltaba de la mano de Kaminski.

– Claro que es peligroso -respondió Kaminski con vehemencia-. Tienes que decidir; puedes quedarte aquí dentro y esperar hasta que todo haya pasado, entonces es posible que te quedes enterrada en vida, o escapas de aquí y corres el riesgo de que te caiga una piedra en la cabeza. ¿Qué prefieres?

Sin esperar respuesta, Kaminski se puso en marcha siguiendo el camino de vuelta, agachado, mientras arrastraba la escalera detrás de él. Sabía que Hella le seguiría pero que sería erróneo ordenarle que lo hiciera.

A mitad de camino oyó los pasos de la doctora. Le seguía. Mientras tanto, Kaminski había llegado al lugar del desprendimiento. Escuchó un rato y se dio cuenta de que a medida que pasaba el tiempo era menor el intervalo entre el ruido de una piedra al caer y la siguiente.

Finalmente, Hella lo alcanzó.

– ¡Debes mantener los brazos cruzados sobre la cabeza!

Kaminski sujetó el asa de su linterna con los dientes y le mostró en la práctica lo que quería decir. Hella hizo un gesto de asentimiento y el ingeniero le dio un pequeño empujón.

– ¡vamos, lo conseguirás! -la animó. a joven cruzó los brazos sobre la cabeza y salió corriendo. La linterna que pendía de su cinturón iluminaba el camino insuficientemente. No oía las piedras que a su lado se rompían contra el suelo; sólo tenía un pensamiento: «¡Tienes que salir de aquí!».

Hella lo logró, Al llegar delante de la boca del pozo agotada, se dejó caer en el suelo. No sabía si había recibido algún golpe. Se palpó el cuerpo y tuvo la certeza de que había salido de la aventura sana y salva.

De repente, como si brotara del suelo, vio a Kaminski que estaba de pie encorvado, junto a ella.

– ¿Todo va bien?

– Sí, todo bien -confirmó Hella-. ¿Y tú?

– Estoy perfectamente.

Mientras seguían oyendo detrás de ellos las piedras que continuaban cayendo del techo, Kaminski se apresuró a colocar la escalera, cruzada sobre la boca del pozo. Después de lo que acababa de suceder, Hella no tuvo ningún miedo en esta ocasión y cruzó el obstáculo sin dificultad.

Una vez que estuvieron de vuelta en la barraca, Hella abrazó a Kaminski y le dio las gracias de modo casi excesivo.

– No tiene importancia -trató de calmar el entusiasmo de la joven, aunque en realidad Kaminski estaba convencido de que las posibilidades que tuvieron de salir ilesos de la cámara mortuoria fueron más bien escasas.

Kaminski se dejó caer en el crujiente sillón frente al escritorio que utilizaba para realizar sus trabajos. La lámpara de gas producía un débil silbido igual que un siseo. Las manos le ardían como fuego y para calmarse el dolor se las frotó contra la parte superior del muslo, lo que no hizo sino aumentar aún más el dolor.

– ¡Mis manos, mis manos! -gritó Kaminski de repente y se las tendió a Hella con las palmas hacia arriba-. ¿Dios mío, qué significa esto?

Las manos de Kaminski habían adquirido el color rojo de una herida o como si hubieran estado sumergidas en agua hirviendo. Y había algo además, que hacía su aspecto es espantoso: en ambas palmas se habían dibujado unos ojillos ovalados más oscuros, como estigmas del mal, que estaban rodeados de enigmáticos signos jeroglíficos. La tapa del sarcófago, pensó el ingeniero… el borde estaba marcado con jeroglíficos.

Hella siguió en silencio. Parecía dueña de sí misma cuando también le mostró sus manos; éstas tenían unas marcas semejantes, aunque los signos eran otros.

– ¿Dios mío, qué significa esto? -repitió Kaminski.

Observó detenidamente a Hella, que se encontraba mucho menos nerviosa que él, y no pudo evitar la sospecha de que, de algún modo, la joven conocía el significado de los jeroglíficos.

Se mantenía tranquila. Kaminski estaba convencido de que seguiría fingiendo ignorancia si le preguntaba el significado de esos signos.

Lo primero que hizo Kaminski fue transcribir en un papel con trazos firmes la marca de fuego que tenía en su mano izquierda. Después hizo lo mismo con la derecha. Ella lo contempló sonriendo. Cuando terminó de copiar los signos de sus manos, dibujó también los de Hella.

– ¿Por qué haces eso? -quiso saber la doctora.

– Quiero averiguar el significado de estos anillos -respondió-. ¿O es que quizá lo sabes tú?

– ¡No! -respondió con una precipitación un poco exagerada-. ¿Cómo podría…?

No había esperado otra cosa. Para aliviar el dolor de las manos, Arthur vertió en una palangana un poco de agua de la garrafa y las metió en ella, lo que le produjo cierto almo. Hella se acercó e hizo lo mismo.

– ¡Qué mejoría! -comentó sonriendo y lo besó en la mejilla.

Al sacar las manos del agua, Kaminski se asustó; las marcas habían desaparecido. Tomó las de la doctora Hornstein y es dio la vuelta; también las suyas se habían disipado.

– ¡No es posible! -exclamó Arthur.

– Ya ves que sí que lo es -respondió Hella con indiferencia, como si hubiera esperado lo ocurrido. Y tras una pausa añadió-: Lo mejor será que olvidemos todo el asunto, sencillamente que lo borremos de nuestra memoria, ¿qué opinas?

A Kaminski le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos. El primer día que Hella se enteró del descubrimiento de la momia, le pareció la cosa más importante del mundo y ahora, de repente, no quería saber nada. ¿Qué diantres ocurría en el interior de esa mujer?

La doctora Hornstein se acercó al escritorio, tomó el papel en el que Kaminski había copiado las marcas de las manos y lo acercó a la llama de la lámpara de gas. Él quiso protestar, impedir que destruyera la hoja de papel, pero le falló la voz y antes de que pudiera pronunciar una palabra, los dibujos ardieron en una última llama y quedaron convertidos en cenizas.

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