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Una vez que Kaminski y Mahkorn regresaron a Alemania, ocurrió algo extraño. De pronto, el ingeniero pareció desinteresarse por el tema e incluso hubo un largo periodo de tiempo en el que Mike lo perdió de vista. Él mismo había dejado de momento el asunto, pero no podía quitárselo de la cabeza.

De repente, un buen día, Arthur apareció inesperadamente en Munich y colmó de reproches al periodista por no haber seguido ocupándose de su historia. Sin embargo, Kaminski no dijo nada sobre dónde había estado y qué había hecho, lo que despertó en Mahkorn cierta desconfianza.

Pese a todo, pronto se pusieron de acuerdo en que debían continuar buscando a Hella.

El número de teléfono que habían conseguido en el hotel Ornar Khayyam era el de una dependencia de la Bayerischen Staatsbibliothek de Munich. La sección de manuscritos e incunables se ubicaba en el piso superior, allí se guardaban 40.000, entre ellos 700 papiros, el más antiguo de los cuales tenía más de cuatro mil años.

Una lúgubre entrada daba acceso al pomposo edificio, muestra del brillante periodo muniqués del reinado de Luis I. Mahkorn, que sólo conocía la institución desde el exterior, hubiera preferido darse la vuelta, tan frío y poco acogedor era su aspecto, pero Kaminski lo empujó hasta un tablero que informaba sobre las distintas secciones, de las cuales la dedicada a los papiros era la más valiosa y secreta.

Sólo los elegidos -éstos eran muy pocos- sabían lo que había detrás de las numerosas puertas y de las cajas de acero con sus enigmáticos tesoros, tan herméticamente cerradas a los visitantes ordinarios como el Arca de la Alianza a los israelitas.

El olor que se extendía por todas las salas era una mezcla de incienso y cera de suelos que parecía destinado a causar mareos y dolores de cabeza a los visitantes o, al menos, a provocar en ellos la necesidad de volver a salir al aire libre y evitar que se quedaran demasiado tiempo.

Junto a la entrada de la sala de lecturas de la sección de papiros, detrás de una mesa modernista de acero y plástico de tan mal gusto como el resto del mobiliario, se sentaba una muchacha de aspecto amable con el pelo largo y oscuro que pidió los documentos de identidad a Kaminski y Mahkorn como condición previa para entrar y anotó sus nombres en una lista.

Estos solicitaron ver al jefe del departamento y la muchacha les señaló una de las puertas laterales en la que había una placa con el nombre de doctora Wurzbach. Las paredes del despacho estaban cubiertas del suelo al techo con estanterías llenas de libros antiguos. En el centro de la habitación había otra mesa, tan fea como la anterior, detrás de la cual se sentaba la doctora Wurzbach, una señora de aspecto severo con una melena no muy larga peinada hacia atrás y gafas negras de hombre que les preguntó con profesional cordialidad qué deseaban.

Mike se presentó a sí mismo y a Kaminski como periodistas, sacó del bolsillo la foto de Hella Hornstein, que tan buenos servicios les había prestado, y le preguntó a la grave señora si aquella mujer se había presentado por allí.

Sí, les respondió ésta, se acordaba de ella. Se había pasado allí dos o tres días, lo que no era nada raro, pues había científicos que trabajaban en la biblioteca durante semanas. No pareció dispuesta a decirles nada más y añadió que estaba muy ocupada.

Pero Mahkorn no era de los que renuncian fácilmente y Arthur no pudo por menos de admirar la elocuencia de su amigo con la que consiguió ganarse la confianza de la doctora Wurzbach. Para lograrlo le contó a la jefa de sección la historia conmovedora de un hombre con lo que claramente se refería a Kaminski al que su prometida había abandonado como consecuencia de un simple malentendido. Un drama sentimental como aquél era capaz de conmover incluso a una funcionaría de alto nivel, y la doctora Wurzbach acabó por mostrarse dispuesta a darles más información.

Según las listas y fichas, llevadas con la mayor fidelidad, se pudo deducir que Hella visitó ese departamento tres veces en total, que se inscribió con su verdadero nombre y que siempre pidió un mismo documento, el Papiro Schmalenbach. Éste había sido adquirido, entre otros muchos, por el comerciante muniqués Johannes Schmalenbach en el siglo pasado durante uno de sus viajes a Egipto y desde entonces llevaba su nombre. Sus herederos regalaron la valiosa pieza al Estado bávaro y se decidió que el documento se guardaría en aquella biblioteca.

La doctora Wurzbach, convertida de repente en la amabilidad en persona, se ofreció a mostrarles el papiro, del que sin duda se encontraba muy orgullosa; Mahkorn le contestó que no adelantarían nada con ello pues no podían leer los jeroglíficos, pero si ella conocía su contenido les sería de gran ayuda.

La doctora les respondió que eso era pedir demasiado,pero había varios trabajos y traducciones del papiro que podía dejarles ver si lo deseaban.

La directora de la sección desapareció para volver al poco rato con dos libros en rústica y dijo que eran lo mejor que se había escrito sobre el Papiro Schmalenbach. Kaminski y Mahkorn buscaron asientos en la sala de lectura y estudiaron con detenimiento el texto, que empezaba con estas palabras:

«Oh, Amón-Ra, tengo dispuesto para ti el ojo de Horus. Su agradable aroma asciende hacia ti. El olor del ojo de Horus sale a tu encuentro, Amón-Ra, tú que amas el corazón…»

El periodista apartó la vista.

El texto consistía en extractos del Libro de los Muertos y ofrecía una perspectiva sobre cómo los egipcios se imaginaban el viaje del alma al otro mundo. Se componía de frases y estribillos que se repetían e interminables letanías. Mahkorn abandonó la lectura al cabo de pocas páginas.

– Si supiera lo que Hella buscaba en el papiro… -le susurró Kaminski a su amigo.

Mike movió la cabeza.

– La historia se hace cada vez más misteriosa. La directora ha dicho que la doctora Hornstein leyó el papiro original y no estas traducciones. Eso significa que tu Hella puede descifrar los jeroglíficos. ¿Cómo es que sabe interpretarlos?

Arthur, que había ojeado la traducción, respondió:

– No lo sé, aunque siempre lo supuse. Cada vez que intentaba hablar con ella sobre eso cortaba la conversación y cambiaba de tema… Era como si se avergonzara de ello o tratara de mantenerlo oculto. -Kaminski se interrumpió de repente y comenzó a leer en voz alta muy agitado-: «¡Oh, qué cruel es mi queja! Tú que paseabas conmigo por los jardines y las orillas del Nilo, mis piernas están envueltas en vendas. ¿Me reconoces, tú, el más grande entre los grandes? Soy tu esposa, tu bien amada hija Bent-Anat. La alegría está con aquel que aquí descansa en paz, pero tú me has condenado y mis miembros han sido quebrados, de modo que…».

– ¿De modo que qué…? -insistió Mahkorn para que continuase.

– ¡Nada! -respondió Kaminski-. Aquí termina el texto.

La doctora Wurzbach se acercó a ellos.

– Díganos, doctora -preguntó Arthur-, ¿qué sabe usted del origen de este papiro?

La directora contestó con amabilidad:

– ¡Tanto como nada! Schmalenbach fue un coleccionista de antigüedades y lo trajo de uno de sus viajes a Egipto sin conocer el contenido del papiro que, dicho sea de paso, no es de gran importancia para la egiptología. Al parecer lo consiguió en Abu Simbel. Es uno de los muchos papiros anónimos que están repartidos por todos los museos del mundo.

Kaminski y Mahkorn se la quedaron mirando. Ambos tenían el mismo pensamiento.

– De todos modos, me pareció ver algo raro en la conducta de aquella señora -comentó de improviso la doctora Wurzbach -, pero por aquí vienen muchos tipos extraños. No siempre se puede medir a los científicos con el mismo baremo que se usa para las personas normales, ¿comprenden?

Ninguno de los dos lo entendía y Mahkorn preguntó:

– ¿Qué quiere decir con «algo raro»?

– Bien, siempre se sentaba a la misma mesa en uno de los rincones más alejados y dejaba escapar extraños sonidos, como si estuviera leyendo en voz alta el texto. Sin embargo, como todo el mundo sabe, eso no es posible porque el sonido de las palabras de los antiguos egipcios se ha perdido. Sólo conocemos los signos de sus consonantes, pero los de las vocales los ignoramos. Cualquier frase de este manuscrito que se lea en voz alta en su idioma original no es más que pura especulación. Pero hay algo más. – La doctora Wurzbach frunció la frente-: Siempre ponía a su lado un escarabajo verde, que debía de ser probablemente una de esas copias baratas que en Egipto pueden comprarse en cualquier esquina. Siempre lo colocaba cara arriba.

– ¿Echado sobre la espalda?

– Sí. Creo que comparaba los jeroglíficos que figuraban en la parte inferior del escarabajo con el texto del papiro. No sé qué inscripción llevaba el amuleto -dijo mirando a Kaminski con aire interrogador-, pero quizás usted puede decirnos lo que su prometida buscaba en el papiro.

– ¿Yo?… No, no -contestó cortado; menos por desconocer la respuesta que porque la directora había mencionado a Hella Hornstein como su prometida.

En cierto modo era como si hubieran estado prometidos, de hecho habían pasado mucho tiempo juntos. Se habían amado o, cuando menos, habían dado rienda suelta a su pasión y Hella no lo contradijo cuando le propuso que una vez terminado su trabajo en Abu Simbel comenzaran una nueva vida en común en alguna otra parte.

– ¿Y bien? ¿Había algo más?

– No. Después de su tercera visita, la doctora Hornstein no volvió a aparecer por el departamento de papiros.

Kaminski y Mahkorn dejaron a la señora Wurzbach un número de teléfono donde podría localizarlos si tenía noticias de Hella. Ellos volvieron a preguntar otras dos veces, inútilmente. No había la menor pista de Hella Hornstein. En vista de eso, poco a poco, Arthur comenzó a hacerse a la idea de que ella había salido de su vida para siempre.

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