32

Por las noches, el hotel El-Salamek era más ruidoso que durante el día. La tranquilidad que irradiaba durante el día dejaba paso a un ajetreo lleno de vitalidad. En la entrada, donde se encontraba la recepción, que merecía, más que otra cosa, la calificación de sala de espera, se sentaban varios hombres, que no cesaban de hablar mientras movían entre los dedos las cuentas amarillas de sus rosarios. De vez en cuando, muchachas con el rostro cubierto por el típico velo cruzaban la sala polvorienta y desaparecían por la escalera de piedra que conducía a las habitaciones, mientras los individuos de la entrada las miraban pasar con tanta adoración como si estuvieran contemplando el Hadschar al-aswad, el meteorito negro adorado en la Ka ’ba de La Meca.

El portero de noche, detrás de su mostrador de madera se inclinó respetuosamente ante el huésped extranjero y chapurreó las dos o tres palabras en inglés que le eran familiares:

– Good evening, mister!

Arthur subió de dos en dos los escalones que lo llevaban a su cuarto y abrió la puerta que, como suele ocurrir en los hoteles baratos, no estaba cerrada con llave.

La sobria habitación se encontraba a oscuras y, aun así, supo de inmediato que había alguien. Kaminski le dio al interruptor de la luz y la estancia se iluminó.

– ¿Hella, tú? -exclamó sorprendido. Sobre la cama de hierro, completamente vestida y con las manos detrás de la nuca, se encontraba Hella Hornstein, que miraba la bombilla que pendía del techo con los ojos casi cerrados.

– ¿Esperabas a otra? -le respondió desafiante-. Si mi presencia no te gusta, puedo irme por donde he venido.

– No, no, es sólo que no te esperaba…, quiero decir, ¿cómo me has encontrado?

– Supuse que te habías marchado a Asuán y Kurosh me lo confirmó, así que vine para acá. De todos modos, tengo algunas cosas que hacer por aquí. Desde luego pensé encontrarte en el hotel Cataract y no en este tugurio.

– ¿Qué quieres decir con eso de tugurio? -replicó furioso Kaminski.

– Un tugurio es un tugurio -observó despectiva Hella-. ¿O es que crees que las damiselas veladas que transitan por los pasillos son huéspedes del hotel?

– Quería estar tranquilo y no tropezarme con nadie con quien tuviera que hablar.

– ¿Y…? ¿Lo has conseguido?

Su voz sonó irónica, casi despreciativa. No era posible ignorar que desde aquel extraño encuentro en la casa de Hella se había producido una ruptura y ella también parecía darse cuenta. Seguía sin mirarlo de frente, casi ignorándolo, con la vista fija delante de ella. Kaminski se sintió tentado de preguntarle qué buscaba allí.

¿Qué motivos podía tener Hella para viajar detrás de él, para buscarlo en su hotel, salvo que intentara una reconciliación? Pero ocurría que ella no sabía expresar su intención con las palabras apropiadas, pensó el ingeniero.

– Tengo los nervios destrozados -explicó Kaminski como si quisiera disculparse-, es probable que necesite unas vacaciones. Todo ha sido a partir del hallazgo de la momia; más de una vez he deseado no haberme dejado arrastrar por la curiosidad y no haber abierto el suelo de mi barraca. -Se detuvo, seguidamente se acercó a Hella y le dijo-: La verdad es que sé quién fue el verdadero descubridor de la tumba…

La joven se irguió en la cama y se apoyó sobre los codos.

– ¡Ah! -Se quedó esperando a que Arthur continuara.

– Sí, lo sé realmente, pero me faltan las pruebas.

– ¿Y quién fue si se puede saber?

– Mösslang.

Cuando Kaminski pronunció ese nombre el cuerpo de Hella se electrizó. Se dejó caer de nuevo en la cama y adoptó la misma postura que tenía en el momento en que el ingeniero entró en la habitación.

– Mösslang hizo construir la caseta exactamente encima de la tumba porque con la momia quería dar el gran golpe, pero antes de conseguirlo sufrió un accidente.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– He conocido a un hombre que estuvo en contacto con Mösslang…

– ¿Foster?

– ¿Lo conoces?

Hella hizo un ademán despectivo con la mano.

Arthur no sabía qué conclusiones extraer y se la quedó mirando en espera de una respuesta.

– He oído hablar de él, pero sería exagerado decir que lo conozco -contestó Hella.

Mentía, estaba claro que mentía, no le quedaba la menor duda. La odiaba por eso y sin embargo, aún no había acabado de analizarlo cuando le vino al pensamiento la idea de que, a pesar de todo, la amaba y que sin saber cómo ni por qué, de un modo extraño, se sentía en sus manos. No hubo nunca otra mujer a la que quisiese con tanto fervor. Ninguna que le hiciera olvidarse de sí mismo y entregarse tan total y profundamente.

Tal vez, pensó, era precisamente eso lo que tanto confundía su razón. Para un ingeniero consciente de su profesionalidad incluso las cifras que van detrás de la coma están más cerca de él que los sentimientos y la ternura. Quizá la pasión podía cambiar la identidad de un hombre, llevarlo hasta el punto de ver cosas que no existen. De todos modos, Kaminski tuvo la sensación de que ese amor vehemente ejercía sobre él un poder al que no podía oponerse.

Precisamente, fue ese mismo sentimiento lo que le llevó a tumbarse en la cama junto a ella sin el menor reparo, aunque estaba preparado para que lo echase fuera o se levantara de un salto y desapareciese de la habitación. Pero no sucedió ni lo uno ni lo otro. Hella le dejó sitio encogiendo las piernas y moviéndose hacia un lado, lo que hizo que la cama de hierro rechinara como una vieja bicicleta oxidada.

Se quedaron acostados, sin tocarse, ambos con la mirada fija en el techo oscuro, más allá de la fría bombilla. Ninguno se movió, ni sabía lo que pasaba por la mente del otro.

Kaminski tuvo la sensación de que era a él a quien correspondía decir algo, una frase aclaratoria, una palabra de disculpa, pero era como si hubiera perdido completamente la voz, como si unas manos invisibles rodeasen su cuello y lo apretaran sin piedad… Igual que alguien que está al borde de la asfixia, buscó una bocanada de aire.

Respiró profundamente dos o tres veces y con ello despertó su sentido del olfato. Percibió el rancio olor de la grasa de carnero que parecía impregnada en sus ropas y también, distante, el aroma que solía brotar del cuerpo de Hella cuando dormían juntos. Cada una de esas dos impresiones le traía a la memoria algo que ahora hubiera preferido no recordar. Arthur hubiese querido más que nada taparse la nariz con los dedos, pero se dio cuenta de que con eso no conseguiría nada positivo y sí componer una imagen bastante ridicula.

¿No podemos dejar de castigarnos mutuamente con nuestro silencio? Eso era lo que le hubiera gustado decir a Kaminski, las palabras que le habría gustado pronunciar, pero vaciló, y mientras seguía acostado, sin tomar ninguna decisión, la mano izquierda de Hella se movió precavida y sinuosa como una serpiente, buscó el camino hacia el cuerpo del hombre que yacía a su lado y acabó deteniéndose en el bulto de sus pantalones.

Arthur creyó estar soñando al sentir esos dedos inquietos entre sus piernas. Estuvo a punto de gritar pero se controló por temor a interrumpirla y se limitó a disfrutar de las caricias sin cohibiciones, aunque sin librarse por cornpleto de los pensamientos que le habían atormentado hacía sólo un instante.

Ésa era la Hella que él conocía, la que de un momento a otro olvidaba su frialdad y perdía su retraimiento, como el gusano de seda que se transforma en mariposa en cuestión de minutos.

Durante un rato, Kaminski estuvo a punto de oponerse y defenderse de ese desvergonzado contacto, pero sabía lógicamente que su aguante se vendría abajo en pocos instantes y que no tenía ninguna posibilidad de mantenerse firme si ella continuaba insistiendo. Su miembro en la mano de Hella lo convertía en un objeto sin voluntad y sonrió ante la idea de oponer resistencia a esa mujer y al encanto que emanaba de ella… Era demasiado débil, quería ser débil y Hella debía ejercer su poder sobre él; ¿había una sensación más excitante?

– ¡Te amo! -declaró Arthur, que aún mantenía la mirada fija en el techo. Había sentido la necesidad de decírselo pese a que sólo unos minutos antes la había odiado. Pero nada cambia más rápidamente que el amor y el odio-. ¡Te amo! -repitió.

Hella reaccionó sin palabras a la declaración de Kaminski, dio media vuelta hacia él y le pasó el muslo derecho por encima de la cadera. Kaminski jadeó y suspiró profundamente mientras arqueaba la espalda para sentir con mayor intensidad el roce. Después se dejó caer de nuevo sobre la chirriante cama.

Ese proceso se repitió varias veces, cada una de ellas con mayor intensidad y excitación. Kaminski se encontraba en una situación en la que un hombre no suele hallarse con frecuencia y que, por esa razón, conserva en la memoria durante toda su existencia: su excitación había alcanzado tal medida que aunque un cañón hiciera explosión a su lado ni lo habría notado. Una multitud de personas hubiese podido surgir del suelo a su lado sin que se diera cuenta. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de dirigirse a Hella, ésta, con un ágil movimiento, se colocó encima de él como una amazona. La falda se le había levantado y le ceñía los muslos y el vientre; Kaminski se dio cuenta de que no llevaba nada debajo. Mientras con la mano izquierda ella se aferraba a la ropa de Arthur, con la otra le abrió el pantalón, tomó su falo endurecido y con un enérgico movimiento lo introdujo en su interior. Eso ocurrió con tanta rapidez que él casi no llegó a enterarse de cómo había sucedido.

– Tú querías abandonarme -susurró Hella acompasando cada palabra con un movimiento de su pelvis- y ahora quieres venderme.

Kaminski no entendió lo que quería decir, pero al mirarla a la cara no vio precisamente a una mujer apasionada. Su expresión reflejaba más bien una rabia animal, una excitación que Arthur no había observado jamás en ninguna otra mujer… sobre todo no en una situación como ésa; y ahí estaba, precisamente, lo que le fascinaba de manera tan extraordinaria. En cualquier caso, por lo que pudo ver a la débil luz, los ojos de Hella resplandecían salvajes y decididos. Excitado, comenzó a desabrochar la blusa de su amante, pero ante su sorpresa, ésta lo cogió de la muñeca y apartó su mano; se dio cuenta de que ése no era un movimiento de rechazo sino, simplemente, que prefería quitarse la ropa ella misma.

Así, desnuda y blanca, permaneció sentada sobre él como una diosa en su trono; sin embargo, los movimientos irregulares que realizaba con la fogosidad de un luchador tenían más bien un efecto profano y casi animal. A Kaminski eso lo entusiasmaba.

– Te has quedado mudo -observó Hella mientras se detenía un momento.

Arthur sacudió la cabeza de un lado a otro; lo único que verdaderamente deseaba era que Hella continuara moviéndose, por eso respondió rápidamente:

– Tuve miedo de perder la razón…

Sobre el rostro de Hella se iluminó una sonrisa que más bien emanaba compasión que cariño y, provocadora, preguntó:

– ¿Por mi causa?

Resultaba extraño; pese al placer de la posesión, al hecho real de la profunda compenetración, Arthur se sentía humillado por ella. Tenía, y no por primera vez, la sensación de que Hella se burlaba y jugaba con él, que lo utilizaba y fue consciente de que la pasión por aquella mujer estaba a dos pasos de perderlo.

¿Debía confesarle lo que le había sucedido, decirle que le perseguían extrañas visiones, que en los momentos de mayor placer sexual ella aparecía ante sus ojos transformada en un fantasma? Naturalmente, ella no le creería, volvería a reírse de él… y por ser tan sincero, ni siquiera podría tomárselo a mal.

– ¡Eres a veces tan diferente! -dijo Arthur, porque Hella seguía inmóvil sobre él esperando una respuesta a su pregunta.

La observación aumentó la rabia de la joven y lo que había comenzado con pasión amenazó convertirse en una disputa -un proceso que tal vez no hubiera disgustado a Kaminski, pues hacer el amor implica siempre una especie de lucha-, pero Hella se vengó de modo más pérfido todavía y con un movimiento violento se libró de su pene y ascendió sobre su cuerpo hasta quedar sentada a horcajadas sobre el pecho.

– ¿Qué quiere decir eso de que soy diferente? -preguntó. Su mirada, que le llegó desde arriba, tenía algo amenazador.

Kaminski no sabía lo que le sucedía pero se sintió víctima del mayor de los ridículos en esa postura y trató de liberarse, sin embargo la joven apretó con fuerza los muslos y lo mantuvo sujeto entre ellos. Arthur se dio cuenta de que para vencerla tenía que dar con las palabras adecuadas.

– Esa maldita momia -suspiró jadeante-, esa maldita momia tiene la culpa del cambio en nuestras relaciones.

Hella arrugó la frente, las palabras que acababa de oír le habían desagradado, pero no dijo nada y se quedó mirándolo fijamente como si esperara una aclaración.

El ingeniero volvió la cabeza a un lado.

– ¡Por esa razón venderé a Bent-Anat!

El cuerpo de la doctora Hornstein sufrió una sacudida. Arthur lo sintió como un arco tenso que se dispara y la presión de los muslos que aprisionaban su tórax comenzó a ceder poco a poco.

«Vas por el buen camino -se dijo Kaminski-, sigue así, no cedas.»

– Foster me ha ofrecido medio millón de dólares por la momia.

Hella apoyó sus manos sobre el pecho de Arthur y se inclinó sobre su cabeza.

– ¿Y tú le has contado todo a ese hombre, a ese Foster?

Su voz amenazó con convertirse en un chillido.

– Sí, todo lo que quiso saber -respondió Kaminski.

De repente Hella cambió de actitud. La arrogancia con la que lo había estado humillando hasta ese mismo momento dio paso a una súbita inseguridad que él no había esperado, pero que le satisfacía enormemente.

– No puedes seguir dialogando con Bent-Anat hasta el fin de tus días -observó Kaminski-. El dinero que nos den por la maldita momia nos bastará para comenzar una nueva vida en cualquier otro lugar que no sea éste.

La voz de la joven sonó casi suplicante:

– ¿Es que no hay modo de hacerte comprender lo que Bent-Anat significa para mí?

– ¿Qué tengo que entender? -replicó Kaminski-. Sólo son los restos de una persona que murió hace tres mil años. Verdaderamente no puedo entender qué encuentras tan fascinante en ese cuerpo embalsamado.

– ¡Tú la odias! -exclamó Hella furiosa de nuevo mientras golpeaba con los puños el pecho del ingeniero.

– ¡Tonterías! -negó él-. ¿Cómo puedo aborrecer a una mujer que no conozco y que, por si fuera poco, lleva muerta millares de años? ¡Y además es totalmente indiferente lo que yo piense de esa asquerosa momia! No quiero volver a verla, quiero que desaparezca de mi vida, y cuanto antes mejor.

– ¡Odias a Bent-Anat y me odias a mí! -repitió Hella mientras, todavía a horcajadas sobre su cuerpo, comenzó a rozar su sexo con el pecho de él.

Kaminski la dejó hacer. Sus movimientos lo volvieron a excitar, cerró los ojos y disfrutó de aquel contacto sobre su piel.

Con todo eso, Kaminski no pudo ver que Hella, que había reptado como una lagartija hasta quedar tendida sobre él, metía la mano en una alargada bolsa de viaje que había dejado bajo la cama y, después de buscar a tientas, sacaba de ella un pequeño objeto brillante con cuyo uso estaba muy familiarizada. Arthur no percibió cómo lo alzaba y se lo clavaba con furia en la nalga izquierda con un movimiento rápido y enérgico. Sintió, ciertamente, un pinchazo ligeramente doloroso, que en ese momento álgido, como suele suceder, se transformó en placer.

Arthur advirtió que su amante se detenía de repente. Tuvo la tentación de gritar con todas su fuerzas, «¡Sigue, sigue, sigue!», pero cuando abrió los ojos, lo que le costó ya un considerable esfuerzo, vio a Hella sobre él, sosteniendo una jeringuilla y alzándola como un trofeo. Su actitud, su sonrisa contraída y forzada, tenía una expresión de triunfo.

Antes de que Kaminski supiera la causa de su satisfacción, antes de que viera con claridad lo que había hecho Hella Hornstein, notó una pesadez plomiza que se apoderaba de su cuerpo. Quiso lanzarse contra ella pero le fallaron los brazos. El rostro de la mujer, que se encontraba sobre el suyo, comenzó a vacilar, a difuminarse, a fundirse como la nieve en primavera. Intentó que el aire llegara profundamente a sus pulmones pero no lo consiguió y por un momento creyó que iba a asfixiarse, sin embargo antes de que acabara de pensarlo, antes de que pudiera darse cuenta de cuál era su verdadera situación perdió el conocimiento.

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