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Jacques Balouet y Raja Kurjanowa sabían por propia experiencia que el servicio secreto soviético vigilaba todas las fronteras egipcias y también los aeropuertos. Tampoco les cabía la menor duda de que sus nombres debían encabezar la lista de las capturas ordenadas por el KGB.

Desde el fin de la guerra de los seis días el coronel Smolitschew no se había dejado ver por la pensión de Suheimy, pero eso no significaba con certeza que los hubiera perdido de vista. Lo creían capaz de las peores encerronas y por si estaban siendo espiados habían ideado un plan para zafarse.

En los últimos días durante sus paseos por la ciudad antigua de El Cairo, tomaron la costumbre de separarse, vagaban sin meta por las calles y regresaban a la pensión a horas distintas para engañar a un posible perseguidor. Balouet había conseguido del aparentemente inofensivo droguero los dos pasaportes con visado por el precio acordado de 750 dólares. Ironía del destino, pagó con el dinero que les había entregado el propio Smolitschew.

Los documentos iban a nombre de Jean y Simone Taine, matrimonio residente en París, y tenían toda la apariencia de ser auténticos. Poco a poco, día tras día, Jacques y Raja fueron entrando en su nueva identidad. Tomaron una habitación bajo su actual nombre en el hotel Central, que en realidad era un abominable albergue en la Sharia el-Bosta, y como les informó Suheimy, apenas era frecuentado por franceses. Allí, sus pasaportes resistieron la primera prueba y no despertaron la menor sospecha ni siquiera en los agentes de policía que examinaban personalmente los documentos de todos los clientes.

Balouet, alias Taine, había reservado billetes de avión para Roma, pues su dinero no daba para más. Lo principal era salir del país, una vez fuera ya verían la forma de seguir adelante.

El vuelo LH 683 a Frankfurt con escala en Roma salía a las diez y media de la mañana. En el amplio vestíbulo del aeropuerto reinaba una gran animación interrumpida tan sólo por los anuncios de los altavoces, que repetían sus comunicados, y que nadie entendía, en árabe, inglés y francés.

Muchos extranjeros parecían tener todavía el miedo de la guerra metido en el cuerpo. La mayoría vivía desde hacía años en Egipto y ahora abandonaba el país con una gran cantidad de equipaje. Las maletas y las cajas se amontonaban en la entrada, lo que permitía hacer un excelente negocio a los mozos de cuerda que trabajaban de modo irregular y sin permiso oficial.

Jacques y Raja se abrieron paso por el vestíbulo hasta la sala de espera anexa donde, después de haber revisado sus billetes y obtenido la tarjeta de embarque, se sentaron en unos modernos bancos de tubo de acero y plástico. Balouet no apartaba la vista de los letreros luminosos que marcaban las entradas a los diferentes vuelos.

Raja buscó la mano de su compañero. Se mantenían en silencio, pero ambos estaban pensando lo mismo: sólo podrían considerarse verdaderamente a salvo una vez que estuvieran a bordo del avión. A partir de entonces, todo iría bien y comenzarían una nueva vida.

El aire asfixiante y el sol implacable que entraba por las altas ventanas les hacían sudar. Tenían miedo de que en el último momento algo pudiera salir mal y que todos sus esfuerzos y sufrimientos acabaran por resultar inútiles.

Las manecillas del reloj sin cifras que había en la alta pared blanca frente a ellos parecían haberse detenido. Hay situaciones en las que los minutos se alargan igual que horas. De repente, como si hubiese estado esperando que ocurriera, como un hecho irremediabie, Jacques oyó pronunciar su nombre.

Alguien gritó:

– ¡Ahí está Balouet!

Raja reaccionó de inmediato. Apretó la mano de Jacques, mientras seguía impasible con la mirada fija al frente, y le dijo:

– No lo escuches. ¡No eres Balouet sino Taine!

El francés sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Reconoció la voz y al volverse supo que no se había equivocado. Durante unos segundos, pensó en hacerse el tonto y contestar: «¡perdone usted, pero debe de tratarse de un error!», sin embargo se dio cuenta de que con ello no haría más que ponerse en ridículo sin que mejorara su situación lo más mínimo. Así que se dirigió al hombre que estaba frente a él acompañado de otro que no conocía:

– ¡Ah, es usted, Kaminski!

El ingeniero les presentó a Mike Mahkorn y comentó:

– Por lo que veo lo han conseguido. ¡Me alegro mucho, de veras que me alegro!

Raja creyó que en esas palabras no había más que puro cinismo y exclamó sin poderse contener:

– No tiene que disimular, monsieur, lo sabemos todo. ¿Qué piensa hacer con nosotros?

– No comprendo -replicó Arthur-, ¿qué quiere decir? Tal vez podría…

Balouet lo interrumpió.

– Sabe usted, hemos pasado mucho en las últimas semanas. Hemos visto cómo supuestos amigos resultaban ser enemigos y viceversa. Nos sorprendió que nos ayudara a escapar de Abu Simbel, pero no volvimos a pensar más en ello. No se nos ocurrió que usted y la doctora Hornstein nos estaban utilizando. Bueno, ya nos tiene, ¿qué es lo que quiere de nosotros? Seguro que sus gorilas acechan en cualquier rincón.

Kaminski no comprendía lo que el francés quería decir. ¿Por qué y de qué modo habían engañado a aquella pareja? Inseguro, miró a Mike y creyó leer en sus ojos «¿qué me has ocultado?».

Finalmente, el ingeniero se volvió a Balouet y le preguntó:

– ¿No podría explicarse con más claridad?

Raja se echó a reír con amargura.

– Bien, monsieur, ya que quiere oírlo: sabemos que usted y la doctora Hornstein trabajan para el servicio secreto soviético.

Mahkorn tomó a Arthur del antebrazo y lo apartó a un lado. Se acercó a Raja Kurjanowa y le pidió:

– ¿Querría repetir lo que ha dicho?

– Kaminski y la doctora Hella Hornstein son esbirros del KGB.

El periodista alemán se dio la vuelta, se metió las manos en los bolsillos y se irguió con toda su imponente y poderosa presencia delante de Arthur.

– Creo que me debes una explicación, ¿no es así?

Kaminski no acababa de comprender qué le pasaba a su amigo y vaciló un momento sin encontrar una respuesta.

– Mire -dijo finalmente dirigiéndose a Balouet-, cuando ustedes me contaron en Abu Simbel que habían trabajado para el KGB y querían dejarlo, no tuve la menor duda e hice lo que me pareció más natural: ayudarles. ¡Resulta absurdo que ahora trate de implicarme a mí con los rusos!

– Naturalmente que es absurdo -replicó Jacques-, pero aún lo es más que la doctora Hornstein trabaje para el KGB.

– ¿Hella Hornstein? ¡Imposible!

– Nosotros no podemos probar nada contra usted, aunque todo habla en su contra, pero tenemos pruebas definitivas de que la doctora está al servicio del espionaje soviético.

– ¡Hella!, ¡precisamente Hella!

– Sí, ¡precisamente Hella! -intervino Raja, furiosa-. Hemos visto con nuestros propios ojos cómo se encontraba con el coronel Smolitschew. Este tiene muchos enemigos en Egipto que pueden confirmarlo.

– ¿Quién es el coronel Smolitschew? -preguntó Mahkorn asombrado.

– El principal hombre de los rusos en este país y el mayor de sus cerdos. -La joven lloraba de rabia-. Nos ha tenido en sus manos en Sudán, el mar Rojo y medio Egipto haciéndonos creer que estábamos seguros. La verdad es que todo fue un espectáculo teatral bien escenificado. Smolitschew jugó con nosotros como si fuéramos marionetas y la doctora Hornstein le ayudó.

Mientras hablaba dirigía la vista asustada a todos lados esperando que en cualquier momento se acercaran a ellos Smolitschew o sus hombres y con aire de suficiencia y triunfo los cogieran del brazo. Pero no ocurrió nada.

La mirada de Kaminski se encontraba ausente. Parecía incapaz de hacer frente a la situación.

– Pueden estar seguros de que no tengo nada que ver con los rusos, absolutamente nada. Y en lo que respecta a Hella Hornstein, yo no estaba enterado y ni siquiera puedo creerlo. Estoy convencido de que las cosas se aclararán y se verá que todo ha sido un error. Pero ¿dónde y cuándo han visto ustedes a la doctora Hornstein?

– Uno o dos días antes del comienzo de la guerra. ¿Por qué lo pregunta?

Mahkorn se dio cuenta de que Arthur se hallaba demasiado confuso para seguir por sí mismo la conversación y se explicó en su lugar:

– Estamos buscando a Hella Hornstein. Ha sucedido una serie de acontecimientos extraños.

– Si Kaminski no sabe su paradero…

– No, no lo sabe, pero está haciendo todo lo posible por encontrarla. Es probable que su desaparición esté relacionada con toda esta historia del servicio secreto, al menos cabe pensarlo así. Mike dirigió al ingeniero una mirada compasiva, como si tuviera lástima de él.

El tiempo parecía haberse detenido para Arthur Kaminski. Lo único que sentía era un gran vacío y una inmensa perplejidad. Su aspecto no les causó la impresión de ser el de un hombre que de un momento a otro va a detenerlos. ¿Era posible que Kaminski no hubiera sabido nada de lo que hacía Hella Hornstein?

Raja se encontraba más cerca de aceptar esa probabilidad que Balouet. Ella sabía por propia experiencia que en el servicio de inteligencia el muro del secreto podía separar incluso a los padres de los hijos y a los maridos de sus esposas. ¿Por qué no a los amantes?

– Smolitschew y Hella Hornstein se vieron en un café del casco antiguo -comenzó la joven-, por lo que sabemos se produjo una discusión entre ellos. La doctora vivía últimamente en el hotel Ornar Khayyam.

Mahkorn hizo un gesto afirmativo.

– Lo último también lo sabíamos nosotros. De acuerdo con nuestras informaciones, Hella Hornstein se marchó a Alemania, posiblemente a Munich, el día anterior al del comienzo de la guerra. Ésa es nuestra última pista.

La cabeza de Mike Mahkorn hervía de incógnitas. Encendió uno de sus delgados puros y masticó nervioso su punta. En los primeros momentos de excitación al descubrir que Hella había trabajado para los soviéticos creyó que eso le ayudaría a desentrañar el misterio que la rodeaba, pero mientras más reflexionaba sobre ello, menos seguro estaba.

Existen servicios secretos que por motivos muy diferentes se interesan por las momias, sin embargo el asunto del medallón le parecía tan provocador que no cabía dentro del marco de acción de una agente secreta. Hella Hornstein podía ser una espía o no, pero su relación con la momia debió de confundir y disgustar también al KGB, pues a los servicios de inteligencia les interesa especialmente el desconcierto, siempre que se produzca en el bando contrario y mientras puedan aprovecharse, pero, desde luego, nunca en el propio.

Las palabras del altavoz apenas pudieron entenderse, pero el letrero de la puerta de embarque se iluminó anunciando el vuelo LH 683.

Jacques tomó la pequeña bolsa de viaje que había dejado en el suelo delante de él.

– Llevamos el mismo camino -observó Kaminski.

– Entonces venga -le respondió Balouet-. Pasemos juntos el control de pasaportes, quiero mirarle a los ojos cuando nos detengan. Ya estará informado de que tenemos documentos falsos. Viajamos con los nombres de Jean y Simone Taine. Bien, ya lo sabe todo.

Los policías, detrás del recinto de vidrio a prueba de balas, demostraban estar bien entrenados. Los rusos les habían enseñado a mostrarse enérgicos y autoritarios. También habían aprendido otra costumbre: detrás de cada funcionario uniformado se encontraba otro agente vestido de paisano, como un monumento del poder del Estado.

Balouet, que ahora se llamaba oficialmente Kean Taine, trató de dar a su rostro una marcada expresión de indiferencia cuando le ofreció al policía su pasaporte y el de Raja. El agente de aduanas, un egipcio de piel oscura y pelo ensortijado con un delgado bigotito, se sumergió en el estudio de cada uno de los documentos como si estuviera leyendo un sura del Corán.

El corazón de la joven le latía a punto de salírsele del pecho mientras el funcionario observaba las fotos y las comparaba con los rostros que tenía delante. Después dedicó toda su atención a examinar los visados. El policía de paisano muchas veces era en realidad un agente del KGB tomó seguidamente los pasaportes de Raja y de Jacques y los inspeccionó de nuevo, dedicando especial atención a los visados.

Eso duró un tiempo que les pareció interminable. Raja pensó en cómo reaccionaría en el caso de que el severo funcionario se dirigiera a ellos de repente y les dijera «¡Hagan el favor de acompañarme!». Sin duda, sería presa de un ataque de nervios, gritaría y se revolvería con violencia a patadas y puñetazos. No trataría de contenerse, convencida como estaba de que eso sería para ella el final definitivo.

El agente de uniforme comenzó a revisar su agenda en la que figuraban las personas buscadas por la policía, pero por lo visto no se aclaró con el alfabeto y, con la observación franjáis, les devolvió los pasaportes.

Pero Jacques, en vez de seguir adelante, permaneció inmóvil frente a la ventanilla como si hubiera echado raíces en el suelo, como si lo detuviera un imán de fuerza insuperable. Había esperado ese instante con tanta ansiedad, había soportado todos los miedos terribles que acongojan al fugitivo y ahora, al ver que todo había pasado, se quedó petrificado, incapaz de moverse. Quería continuar adelante pero sus piernas no le obedecían.

La conducta de Balouet comenzó a despertar las sospechas del aduanero uniformado, que pareció darse cuenta de que había algo raro en aquel francés, y a través de la ventanilla se dirigió a él:

– ¿Monsieur? -Hizo un movimiento con la mano, como si quisiera apartar una mosca pesada, indicándole que siguiera su camino-: ¡Monsieur!

Mike se dio cuenta de inmediato de la situación, se adelantó a Kaminski, que iba delante de él en la fila, y le propinó un empujón a Balouet que le hizo vacilar y casi provocó su caída. La reacción del periodista consiguió que el francés recuperara el dominio de sí mismo. El agente del control de pasaportes hizo un comentario dedicado a Mahkorn sobre la mala educación y la prisa de los turistas.

El avión, un Boeing 707, no estaba completo y necesitó, sin embargo, recorrer toda la pista hasta que, finalmente, se elevó en el aire. Jacques y Raja se sujetaban con fuerza al brazo de su asiento, permanecían en silencio y ni siquiera se atrevían a intercambiar una mirada. Sólo cuando el aparato alcanzó su altura de crucero y bajo ellos el amarillo y el gris del valle del Nilo dejaron paso al brillante azul turquesa del Mediterráneo supieron que lo habían conseguido y llenos de felicidad se abrazaron.

– ¡Triunfamos, triunfamos! -exclamó Raja una y otra vez sin cesar de besar a Jacques, que tuvo que poner freno a su entusiasmo.

El piloto anunciaba por el servicio de megafonía que en esos momentos volaban por encima del extremo occidental de Creta cuando Mike Mahkorn apareció detrás de la pareja.

– Espero que no se haya tomado a mal el empujón en el control de pasaportes.

Jacques cogió la mano del periodista en reconocimiento de su ayuda.

– Todo lo contrario, debo darle las gracias. Se dio cuenta de la situación y reaccionó con rapidez. En aquellos instantes pensé que todo había terminado. Nunca en mi vida he vivido un momento semejante. Ni siquiera Raja notó lo que me pasaba. ¡Es usted un psicólogo, monsieur!

– Soy reportero, como usted, y hemos de conocer un poco de todo. Ya lo dicen de nosotros: un periodista debe saber algo de todo, pero nunca lo suficiente.

– No puede decirse eso en este caso -opinó Raja-. ¡No nos queda más remedio que estarles sumamente agradecidos!

Mike hizo un gesto restándole importancia al asunto.

– Kaminski me ha contado todo lo que han pasado. -Movió la cabeza comprensivo y añadió-: Les deseo lo mejor para el futuro y si puedo serles útil…

– ¡Oh, no! -se defendió Balouet-. ¡Somos nosotros los que estamos en deuda con usted! Si su trabajo le lleva a París vaya a ver a Mauriac, de París Match, es un viejo amigo, él sabrá dónde encontrarme.

Mahkorn le dio las gracias y comentó:

– Creo que han sido injustos con Arthur. Por lo que se ve, verdaderamente no sabía nada de la relación de la doctora Hornstein con el KGB. ¡Fíjense cómo está! -Y señaló el lugar que ocupaba.

Kaminski se encontraba en la penúltima fila de asientos con un vaso de whisky en la mano; ¡emborrachándose!

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