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Al día siguiente, a eso del mediodía, el camarero encargado de arreglar la habitación encontró a Arthur Kaminski echado en la cama y respirando con dificultad. Estaba desnudo y en la habitación la luz seguía encendida. Creyó que el huésped europeo había bebido demasiado y necesitaba dormir la borrachera, así que se marchó y cerró la puerta.

Kaminski durmió todo el día y la noche siguiente. A la mañana del segundo día, muy temprano, fue despertado por dos agentes de la policía, de blanco, que le pidieron que se vistiese de inmediato y los acompañara.

Arthur se sentía muy mal, le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos y, sobre todo, era incapaz de saber cuánto tiempo había estado sin conocimiento. Recordó con dificultad su conversación con Foster y que había llegado a un acuerdo con respecto a la momia; en cambio, de lo que le había sucedido con Hella sólo se acordaba trozos, ni siquiera estaba en condiciones de decir si na dormido con ella o si se pelearon.

Les preguntó a los policías si se trataba de una déte ción y qué motivos tenían para conducirlo a la comisaría y la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros. En vista de eso, creyó que lo más aconsejable era acompañarlos para aclarar las cosas.

El trato con Foster le parecía, en su interior, cada vez menos seguro. Por lo que podía rememorar, el negociante le había ofrecido una enorme suma de dinero aun antes de haber visto la mercancía, también le había confiado asuntos que incluso un egipcio, gente que acostumbra tener el corazón en la boca, no dice; y eso, sin conocerlo siquiera.

¿Lo había estado engañando?, ¿habría realizado un doble juego perverso para sonsacarle el secreto de la momia?

Arthur se había vestido y estaba atándose los zapatos cuando su mirada descubrió un pequeño tubo de vidrio que había bajo la cama. Lo cogió y leyó las letras blancas de la ampolla: KUP EMD 0,25 TMD 0,1.

¿Qué significaba eso?

Los policías lo apremiaron y Kaminski se guardó el frasco vacío en un bolsillo de su chaqueta. ¡Hella!, fue lo primero que pensó. ¿Qué había hecho con él?

Al pasar delante del espejo que había junto a la puerta de la habitación, una simple hoja rectangular sin enmarcar siquiera, y ver su reflejo, se asustó de su propia imagen: la cara estaba enrojecida como la carne de una sandía y los ojos tenían una mirada fija, cada uno en distinta dirección. Además le costaba trabajo mantenerse de pie.

Su salida del hotel El-Salamek, en cuya puerta le esperaba un tercer agente con un todoterreno de tipo soviético, llamó bastante la atención y Kaminski, que se sentó en la parte de atrás junto a uno de los policías, bajó la cabeza hasta dejarla descansar en los brazos cruzados sobre las rodillas. Se sentía como un delincuente.

El ingeniero se encontraba todavía muy mal cuando el vehículo se puso en movimiento. Tenía la sensación de que extremidades le pesaban como si una plomiza carga tirase hacia abajo y recordó que aquella noche no había bebido apenas.

Mientras el jeep corría haciendo sonar la bocina por las calles polvorientas en dirección norte, a Kaminski se le ocurrió por primera vez la idea de que Hella podía haberle inyectado un narcótico. Metió la mano en el bolsillo y sujetó la ampolla. ¿Pero qué podía conseguir con eso?

El todoterreno se detuvo frente a la entrada principal del nuevo hospital. Un egipcio bien vestido los esperaba se presentó como Hassan Nagi y le informó de que estaba a cargo del caso.

– ¿Qué caso? -quiso saber Arthur Kaminski, pero el inspector no le respondió, sonrió como quien está enterado de todo e hizo un gesto con la mano indicándole que lo siguiera.

Los dos policías vestidos de blanco marcharon tras ellos.

Sus pasos resonaron por un largo corredor que los condujo hasta una escalera a la derecha, por la que descendieron. Al final de ésta se encontraba otro pasillo que se abría en dirección contraria.

Kaminski no tenía idea de qué le estaba ocurriendo, aún seguía sintiéndose mal y la incertidumbre en la que se hallaba aumentaba su malestar. Se detuvieron delante de una puerta de dos alas con los cristales esmerilados y Nagi llamó. Les abrió la puerta un médico de piel oscura que llevaba un gran delantal de goma blanca y se cubría la cabeza con un gorro del mismo color.

Sin decir una palabra, el comisario empujó levemente a Kaminski para que entrase. Los dos agentes de policía se quedaron fuera esperando. El doctor iba delante cuando cruzaron la estancia en cuyo centro había una pesada mesa de mármol bajo un gran foco redondo. A Kaminski no le fue difícil adivinar que estaba en el depósito de cadáveres. «Dios mío -pensó-, ¿qué habría ocurrido?»

Una puerta batiente, que chirriaba cada vez que se movía, conducía a una sala alargada con una fila interminable de pequeñas puertas en la pared izquierda. El médico se paró delante de una de ellas, la abrió y tiró de una especie de camilla hasta dejarla fuera. Debajo de una sábana blanca podía reconocerse el contorno de un cuerpo humano.

El extraño olor de la habitación, el ambiente tétrico y, sobre todo, la duda de lo que le esperaba hicieron que el sudor empapara la frente del ingeniero, que sintió náuseas y temió vomitar en cualquier momento. Kaminski se echó a un lado cuando el doctor apartó el lienzo que cubría el cadáver.

– ¿Qué tiene que decir a esto? -preguntó inquisitivo Nagi.

Arthur se dio la vuelta.

– Foster.

El inspector repitió su pregunta.

– Es Charles D. Foster -respondió Arthur casi sin voz-, lo conocí ayer.

Nagi dio unos pasos y se aproximó al ingeniero.

– Ayer Foster ya estaba muerto -aseguró con firmeza y lo miró amenazadoramente-. Falleció de una sobredosis de morfina.

Levantó el brazo del cadáver y le enseñó varios pinchazos que habían dejado una mancha morada.

«¡La ampolla!», pensó Kaminski, buscó en el bolsillo y sacó el pequeño tubo vacío.

– ¿Qué es eso? -preguntó Nagi.

Sin una palabra, Arthur se lo ofreció al comisario.

– Interesante -comentó éste y cogió el tubito de cristal de su mano-. Así que confiesa haber dado muerte a Foster por medio de una inyección.

– ¡Usted está loco! -exclamó Kaminski irritado. De pronto comprendió de qué iba todo el asunto-. Yo mismo fui víctima de un intento de asesinato. Esta ampolla estaba debajo de la cama de mi habitación del hotel, ¡y puedo decirle quién la dejó allí!

– ¡Vaya! -replicó irónico Nagi-. ¿No será el gran desconocido de siempre?

– ¡Oiga usted! -Kaminski se enfureció al comprender que se encontraba en una situación bastante embrollada-. Ayer, después de cenar con Foster, regresé a El-Salamek y encontré en mi habitación a la doctora del hospital de Abu Simbel…

El comisario puso cara de incredulidad.

– Debo aclararle -continuó el ingeniero- que tengo… -se corrigió- que tenía relaciones amorosas con la doctora Hornstein, pero según íbamos intimando surgieron diferencias que se fueron haciendo cada vez mayores. Tengo la sospecha de que intentó matarme.

– ¿Matarle? ¿A usted?

Arthur se encogió de hombros. Se dio cuenta de que Nagi no le creía ni una sola palabra, ¿pero de qué otro modo podría defenderse?

El inspector le hizo una seña al médico, que volvió a guardar la camilla con el cadáver de Foster, después se acercó a Kaminski y le dijo con toda seriedad:

– Míster Kaminski, queda usted detenido por el asesinato de Charles D. Foster.

El ingeniero fue incapaz de decir nada. Sólo deseaba una cosa: salir de allí. Necesitaba aire fresco.

Delante de la entrada del hospital lo esperaban unos policías que lo cogieron del brazo y lo introdujeron en un todoterreno. Kaminski ya no sabía qué pensar, no entendía nada de lo que le estaba sucediendo. Parecía claro que Hella le había tendido una trampa, ¿lo odiaba tanto como para escenificar un asesinato para culparlo a él?, y ¿por qué razón quería hacerle cargar con el crimen? ¡Todo aquello carecía de sentido!

Durante el viaje a la comisaría, Kaminski mostró una actitud apática y la mirada perdida en el vacío. De vez en cuando movía la cabeza y en sus labios aparecía una leve sonrisa cargada de amargura. Su encuentro con Hella había sido para él, desde el principio, algo fuera de la realidad; de no haberla amado con verdadera adoración, tendría que sentirse avergonzado por someterse a ella como el perro a la vara de su dueño. ¡Cómo pudo llegar hasta ese lamentable extremo!

Buscó inútilmente una aclaración, aunque fuera parcial, para su situación, pero cuanto más reflexionaba mayores eran sus dudas -sobre todo al tener en cuenta los sucesos de las últimas semanas- de si seguía siendo dueño de sus sentidos, o su memoria y su fantasía le estaban jugando una mala pasada. ¡Y todo a causa de aquella mujer! Verdaderamente, al pensar en ella, aún sentía despertarse cierto deseo en lo más profundo de su ser, pero el simple pensamiento de haber compartido el lecho con una asesina le ponía la piel de gallina.

Cuando el jeep giró para entrar en el patio polvoriento de la jefatura de policía de Asuán y Kaminski vio las pequeñas ventanas cuadradas de la fachada posterior del edificio se dio cuenta de que, en la situación en la que se encontraba, sólo tenía una posibilidad de salir bien parado: decir la verdad, toda la verdad y, por lo tanto, revelar el secreto de la momia. «Sólo eso -pensó Kaminski-, podía librarlo de la terrible sospecha porque, ¿qué motivo tendría para asesinar al hombre que le había prometido una fortuna?»

El interrogatorio en una habitación apenas amueblada del primer piso duró más de dos horas. Además de Nagi y Kaminski tomaron parte en él un subcomisario, un taquígrafo y un intérprete, encargado de trasladar al árabe la declaración en inglés del ingeniero, lo que llevó más tiempo que la propia confesión de éste. Arthur tenía dudas de que el hombre tradujera sus palabras con fidelidad y su impresión era que añadía sus propios comentarios a las respuestas.

Tal como pasaron las cosas, Kaminski tuvo que admitir que su declaración no resultó muy digna de crédito. Las repetidas afirmaciones de que había muchas cosas que no podía recordar fueron, sobre todo, el mayor argumento en su contra.

El comisario se había tomado el asunto muy en serio, pues al fin y al cabo la víctima era un personaje influyente, y no dejó de mencionar reiteradas veces a lo largo del interrogatorio que en Egipto el asesinato se castigaba con la pena de muerte y que eso también era aplicable a los extranjeros que hubieran cometido ese delito dentro de su territorio.

Durante el interrogatorio, Kaminski no sólo reveló el lugar de la tumba de Bent-Anat sino que también contó todo lo relacionado con Hella Hornstein y su extraña afinidad con la momia. Nagi no pareció demasiado impresionado por esa declaración.

Al cabo de una hora y después de que Arthur se tuviera que disculpar varias veces por sus fallos de memoria, el comisario hizo entrar a un hombre cuyo rostro Kaminski estaba seguro de haber visto anteriormente, aunque la verdad era que no sabía ni dónde ni cuándo.

– ¿Es éste el hombre? -le preguntó Nagi al desconocido señalando al ingeniero con un movimiento de cabeza.

El recién llegado afirmó enérgicamente; sí, dijo, ése era el hombre con el que míster Foster cenó en el Alya dos noches antes. Lo sabía porque fue él quien los sirvió. Al terminar la comida, ese hombre -y señaló a Kaminski- y míster Foster salieron juntos del restaurante.

– Según eso, usted ha sido la última persona que fue vista con el señor Foster. ¿Qué tiene que decir al respecto?

Kaminski bajó los ojos al suelo, jamás en su vida se sintió tan desamparado. El cansancio se había apoderado de él y le costaba trabajo mantenerse erguido en la silla. Había renunciado a defenderse; en esa situación, la verdad -o al menos la que aún conservaba en la memoria- parecía más bien una farsa increíble y exagerada. Por esa razón no contestó las siguientes preguntas del comisario Nagi y se limitó a mover la cabeza dubitativamente.

La fase siguiente del interrogatorio hizo delirar a Kaminski. Las preguntas de Nagi eran cada vez más enérgicas y violentas y el comisario utilizó más de una vez la palabra «asesinato». Finalmente el discurso dirigido al ingeniero fue tan largo que éste confesó cosas que no sabía ni podía saber. Lo único que deseaba con todas sus fuerzas era que ese implacable cuestionario llegara, por fin, a su término.

«Tú no lo has hecho -se dijo a sí mismo- y en algún momento la verdad saldrá a relucir.»

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