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Comenzaba a anochecer. En las tiendas y escaparates, llenos de artículos de todo tipo, brillaban miles de lamparitas de colores. De las puertas de los pequeños restaurantes salía el olor de la comida que se mezclaba con el humo oscuro de los pinchos morunos que se asaban sobre hornillos de carbón instalados en las angostas callejas. Los vendedores removían los trozos de carne ensartados, mientras con fuertes voces pregonaban algo que Kaminski no podía entender, pero que no era difícil imaginar: que sus kebabs y sólo los suyos eran los mejores del mundo. Kaminski volvió a tener hambre.

– ¿Me permite que lo invite a cenar, señor Kaminski? -preguntó Foster como si hubiera adivinado su apetito en la mirada-. A sólo unos metros de aquí, algo apartado del bullicio, conozco un excelente restaurante, uno de los pocos en los que se conserva y se cuida la vieja cocina egipcia. Se llama Alya, y no sin razón.

Foster dejó unos billetes sucios y arrugados sobre la mesa y batió palmas. Desde el interior del local salió un camarero que se guardó el dinero mientras el comerciante le daba unas breves instrucciones.

– Venga usted -le dijo el gordo a Kaminski al tiempo que se levantaba.

En esos momentos, Arthur supo por qué había llamado al camarero. Gritando y agitando los brazos y las manos e incluso los pies cuando alguien se interponía en su camino» el mozo les abrió paso entre la gente hasta dejarlos en e restaurante. Una vez allí hizo una respetuosa reverenciados clientes y sin una palabra desapareció en la dirección por la que habían venido.

– Como es lógico, querrá saber lo que significa Alya -dijo Foster mientras entraba en el local por un arco estrecho y puntiagudo cubierto con una cortina de cuentas de colores, que tintinearon al pasar.

Entre varias columnas había mesas pequeñas con manteles blancos que, debido a la extraña luz de la estancia, parecían casi verdes como las orillas de la isla Elefantina en el Nilo. Sólo unas pocas mesas estaban ocupadas, y exclusivamente por hombres de porte distinguido. Un maître con un traje negro y un fez rojo los acompañó a una de las mesas. Una vez que estuvieron sentados en las incómodas sillas plegables le explicó Foster:

– Alya es el nombre de la grasa procedente de los rabos de los carneros y de las ovejas. Los judíos cocinan con aceite de oliva, los coptos con aceite de sésamo, pero un egipcio auténtico lo hace con alya, es decir, con grasa de rabo. Por eso, todas las antiguas recetas culinarias de Egipto comienzan con la frase: «En nombre de Alá el Todopoderoso, derrite un rabo…».

A Kaminski se le contrajo la garganta. Hubiera preferido saborear en la calle uno de aquellos pinchos picantes y bien sazonados, pero al cabo de un momento de charla con un camarero ágil y de piel oscura, vestido con un típico traje egipcio blanco que le llegaba hasta los tobillos, se decidió por una pierna de cordero que le fue servida con una aromática salsa dulce. La comida le exigió un gran autocontrol para evitar las náuseas.

Finalmente, Foster notó que su invitado se sentía incómodo y le preguntó educadamente:

– ¿No le gusta, verdad, míster Kaminski?

Éste no quiso ser descortés y afirmó que sin duda el plato era exquisito, aunque bastante extraño para un paladar europeo, sobre todo por el sabor dulce de la salsa.

Foster explicó que eso era pura cuestión de costumbre. Desde la Antigüedad el carnero se servía dulce para acreditarlo le contó una leyenda de los tiempos de los mamelucos. Según ella, el Carnero reinó sobre un pueblo, los comedores de carne, a los que sólo les gustaba sazonada con sal y especias picantes. Su majestad el Carnero tenía un rival, el rey Miel. Éste se alimentaba casi exclusivamente de frutas, verduras, lácteos y golosinas, lo que suscitó la envidia del rey Carnero, que le envió a su embajador Alya es decir Rabo de Carnero, con el mensaje de que debía entregarse a su adversario. El rey Miel se negó, pero Alya consiguió atraer a su bando a la gente más importante como Azúcar y Jarabe. Desde entonces, la pierna de carnero o la de cordero se cocina con condimentos dulces.

Kaminski le prestó poca atención. Su mente seguía girando en torno al mismo problema. ¿Cómo podría sacar la momia de Abu Simbel sin que nadie se diera cuenta? Y mientras más reflexionaba, más se inclinaba a considerar que el asunto era imposible. Indeciso, miró la pierna de cordero cortada a trozos e hizo un esfuerzo para tomar un bocado más.

– Está enterrada a seis u ocho metros de profundidad -meditó en voz alta de improviso, y todavía pasó un buen rato hasta que Foster comprendió lo que estaba pensando-. Y lo que hace la cosa aún más difícil es que se llega por un pasadizo estrecho y que amenaza ruina, que además está cortado por un pozo vertical cuya profundidad desconozco…

– ¿No ha dicho usted que la tumba se encuentra bajo la obra de Abu Simbel? -lo interrumpió el angloegipcio.

– Sí, eso fue lo que dije.

– En ese caso tenemos a nuestra disposición todo tipo de maquinaria, excavadoras y grúas. Me he enfrentado con problemas más graves, míster Kaminski. ¡No se preocupe’

– La verdad es que me inquieta el asunto, ¿cómo se puede llevar a cabo sin llamar la atención?

Por el rostro de Foster se extendió una sonrisa falsa que hizo que el gordo le resultara antipático.

– Sabe usted, querido amigo, hay un proverbio árabe que dice que el oro vuelve mudo al más charlatán, es decir que con dinero se hace callar a cualquiera. Sobre todo a un egipcio capaz de manejar una excavadora. Pero ése no era su problema, créame.

Kaminski caviló preocupado. ¿Qué sabía ese Foster sobre lo que ocurría en Abu Simbel?, ¿en qué otros oscuros manejos estaba involucrado? El mercader apartó su plato a un lado, sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta y de ésta, de nuevo, el recorte de prensa que antes le había mostrado.

– Sólo le dije la mitad de la verdad sobre este asunto -le aclaró, tosió como si estuviera un tanto azorado y con el índice golpeó el papel-. La estatua de Ramsés de la que antes le hablé fue encontrada en Abu Simbel, la descubrieron dos hombres de su equipo. Se sorprenderá cuando le diga sus nombres. Fueron el arqueólogo Hasan Moukhtar y el ingeniero Albert Mösslang.

– ¡Moukhtar y Mösslang!

La sorpresa lo dejó sin aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar el aire que necesitaban sus pulmones.

Foster alzó los hombros con gesto expresivo y torció los labios como si con ello quisiera decir «¡Puede que eso le sorprenda, pero así es ciertamente!». Sin embargo guardó silencio y no hizo más que seguir contemplando el papel que había puesto sobre la mesa.

Desde el principio, Kaminski desconfió de Moukhtar. Aunque no podía decir por qué, aquel hombre le fue antipático desde el primer momento y por esa razón trató de apartarse al máximo de su camino. ¡Pero que fuera capaz e vender a los Estados Unidos hallazgos arqueológicos que Pertenecían a su propio país!…

¿Y Mösslang? -pensó en voz alta el ingeniero-. Siempre que oigo ese nombre aparece rodeado de un muro de silencio. Nadie en el campamento pudo o se mostró dispuesto a darme información sobre ese hombre.

– Cosa que no me sorprende -asintió Foster-. Como v le he dicho, el oro cierra la boca hasta al más charlatá Yo le diré la verdad, míster Kaminski, al fin y al cabo ya casi somos compañeros de negocios.

El ingeniero se sintió mal al oír esas palabras. Le hubiera gustado levantarse, decirle «Olvídese de todo lo que le he hablado» y marcharse. Pero fue consciente de que ya le había contado demasiado; no existía vuelta atrás. Él mismo se había puesto en sus manos. Además estaba el dinero… aquella enorme cantidad… Y también, y no en último lugar, Hella, que no volvería a recuperar su tranquilidad mientras la momia continuara descansando debajo de la barraca.

Lo que ocurrió entonces fue una historia estúpida -retomó la palabra Foster -. La estatua de Ramsés tuvo que ser embarcada por la noche, trabajaban sin luces, y entonces sucedió: Mösslang, que se encontraba a bordo del barco, fue aplastado por la estatua de granito. ¡Muerto! Conseguí pasar aquello por un accidente de trabajo; sencillamente dejamos el cadáver en medio de la obra.

Arthur Kaminski se sentía incapaz de articular una palabra. Se bebió de un trago un vaso lleno de una. sustancia blancuzca que el camarero le había puesto delante. Tenía un sabor dulce y fuerte al mismo tiempo y dejaba en la boca un regusto repugnante. No le gustó, pero la verdad era que en esos momentos no le hubiera gustado nada, m siquiera el champán. La frialdad, casi osadía, con que Foster le hablaba de sus negocios sucios le ponía la piel de gallina. Naturalmente -eso estaba claro para él-, el angloegipcio sólo lo utilizaría como medio para conseguir su objetivo. Supo, con toda seguridad, que debía guardarse de ese individuo.

La tentación de abandonarlo todo y renunciar al ne§ ció era, por lo menos, tan grande como su deseo de conseguir aquel dinero. Kaminski luchaba consigo mLsrno so la decisión que debía tomar. Finalmente se excusó diciendo que estaba muy cansado y que quería dormir y reflexionar una noche más sobre el asunto.

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