8

No lejos de la estación de ferrocarril de Asuán, en la calle que lleva a El-Deir, entre corpulentos eucaliptos plateados, se escondía una casa que los egipcios llamaban la datscha porque estaba habitada por rusos. Nadie, o al menos ninguno de los habitantes de Asuán, sabía con certeza quién vivía allí ni lo que ocurría detrás de la alta verja de hierro que rodeaba la villa. Los cables tensos que se extendían sobre el tejado horizontal y una antena entre los árboles llevaban a la sospecha de que la casa y los hombrees que la habitaban tenían algo que ver con el servicio secreto soviético. Y no estaban equivocados en sus suposiciones.

En aquellos días, Egipto entero estaba invadido por agentes del KGB. Incluso se contaba entre ellos un corpulento arzobispo de la Iglesia ortodoxa rusa en África, un entusiasta admirador de Beethoven y de Pushkin… No del poeta sino de una marca de vodka que lleva su nombre. Había también agentes egipcios que trabajaban para el KGB, así como griegos y franceses.

Jacques Balouet procedía de Toulon. Se parecía mucho a Claude Chabrol y, como éste, se le veía siempre con un cigarrillo en la comisura de los labios. Las gafas de concha de cristales oscuros le daban un aspecto solapado y astuto, y en realidad lo era. En Abu Simbel trabajaba como reportero gráfico; suministraba material sobre la marcha de los trabajos a los periódicos y a las agencias de prensa. Con absoluta regularidad, una vez por semana, viajaba a Asuán desde donde, por telefoto o por correo, enviaba fotografías y textos a todas partes del mundo. En el campamento estaba considerado un solitario no sólo por su conducta alejada del trato con los demás sino, sobre todo, porque no hablaba inglés y, menos aún, árabe. Su oficina de prensa estaba en una barraca de la Government ’s Road y sus desapariciones no eran por lo general advertidas por nadie en Abu Simbel.

En Asuán, Jacques Balouet solía tomar el camino hacia la casa escondida entre los eucaliptos donde la puerta enrejada siempre se le abría de modo misterioso. Un soldado ruso con uniforme gris y gorra de plato con bordes de color rojo recibía al francés en la puerta de entrada y lo llevaba a la presencia del coronel Smolitschew, el único ruso que le había sido presentado por su nombre, aunque era dudoso que fuera el verdadero. Éste, de espesas cejas negras y cabello plateado, parecía pasarse la vida detrás de una vieja mesa de despacho que hubiera resistido el dominio turco, fumaba gruesos papirossi y trataba siempre, sin demasiado éxito, de ponerle cara amable. Tres o a veces cuatro ayudantes y un intérprete, situados alrededor de la mesa, intentaban hacer lo mismo.

Aquella mañana pegajosa y polvorienta, el hombre del pelo cano se secó el sudor que perlaba su frente y no hizo el menor intento por parecer cordial, sino que con tono seco preguntó:

– ¿Qué noticias nos trae hoy?

El francés abrió su cartera de mano, sacó una fotografía de gran tamaño y sin una palabra la dejó sobre la mesa de despacho delante del ruso, cuya sombría expresión parecía animarse a cada segundo.

– Bien, bien -dijo brevemente y pasó la imagen a los hombres que lo acompañaban.

La foto mostraba la inundación de las aguas a los pies de los colosos de Ramsés en Abu Simbel.

Mientras Smolitschew disfrutaba viendo aquella prueba del fracaso ajeno, Balouet sacó una segunda fotografía que también le ofreció. Ésta mostraba el lugar ya casi seco después de la operación de bombeo. El coronel cogió la nueva foto y, como hiciera con la otra, se la enseñó a sus hombrees.

– Ésta es anterior, ¿no es eso?

Balouet agitó la mano en el aire y con dificultad trató de explicarle que la última imagen había sido tomada sólo hacía cuarenta y ocho horas.

Una vez que el intérprete le hubo aclarado las cosas al coronel, éste comenzó a maldecir; gritó y condenó a la Residentura y a todos sus agentes subordinados. Finalmente, trató de recuperar el aire que le faltaba y, sudoroso, preguntó:

– ¿Cómo ha podido pasar una cosa así?

El francés se quedó mudo, no sabía la respuesta. Su misión consistía en facilitar información gráfica de lo que ocurría en Abu Simbel y no en ejecutar los planes rusos. En esos momentos se enteró de que un capataz egipcio había sido sobornado para utilizar materiales inadecuados en la obra. En otras palabras, que los rusos estaban interesados en el fracaso de la «Joint Venture Abu Simbel»».

– Tschernoschopí! -repitió el coronel una y otra vez, palabra rusa que significaba «negro» con el mismo sentido despectivo y casi insultante que tiene entre los norteamericanos y que incluía en su desprecio a todos los de ese color de piel-. Tschernoschopí! ¿Qué es lo que ha salido mal?

Uno de los presentes tomó la palabra para explicar al coronel que verdaderamente el dique había cedido y que los terrenos de la obra situados delante del templo habían quedado inundados en gran parte, pero que entre los alemanes y los suecos había muy buenos ingenieros capaces de solucionar cualquier problema.

– ¿Y el gran pueblo de la Unión Soviética -gritó indignado Smolitschew- es que no tiene buenos ingenieros? ¿No ha sido el compañero Gagarin el primer hombre en el espacio? ¿No fue una obra de los ingenieros soviéticos la Wostock , la primera nave espacial? -El coronel se lanzó por el camino del patriotismo-: Abu Simbel se ha convertido en una cuestión de prestigio. Por lo tanto, es secundario su objetivo, sea cual sea. El que unas cuantas piedras viejas desaparezcan o no, sumergidas bajo las aguas de un embalse, tiene que sernos totalmente indiferente. Nuestra tarea es convertir a Egipto en la base principal desde la que dirigir la subversión contra el mundo árabe. Ya hemos logrado infiltrar a nuestra gente en el ejército, en las redacciones de los periódicos, en las universidades e, incluso, en IQS partidos políticos. Oficiales soviéticos mandan las tropas egipcias, ingenieros soviéticos dirigen a los obreros egipcios. Hoy día resulta casi imposible que en este país ocurra algo sin nosotros, pero en Abu Simbel parece que nos hubiéramos quedado dormidos.

Uno de los agentes que estaban a su derecha levantó la mano para decir algo, pero Smolitschew no le permitió tomar la palabra y empezó a gritarle como si él, y sólo él, tuviera la culpa de todo aquel fracaso.

– El personal que construye la gran presa de Asuán es soviético, ¡una obra de ingeniería mayor que las pirámides! Pero todo el mundo habla de Abu Simbel donde un templo va a ser serrado en trozos y levantado en otro lugar. Y lo que es peor, ¡el mundo entero habla de la valentía y el mérito de los ingenieros alemanes occidentales, italianos y suecos! Cuando hojeo los periódicos extranjeros sólo veo referencias a esa puerca obra capitalista de Abu Simbel. Y yo me pregunto, camaradas, ¿dónde están las alabanzas y los himnos de gloria a la gran empresa soviética en Asuán?

El hombre de su derecha que ya antes quiso llamar la atención pudo por fin hablar:

– ¡Eso no es tanto nuestra culpa, camarada coronel, como de este hombre -señaló a Balouet-, que ofrece demasiada información!

– Sandeces -explotó Smolitschew aun antes de que el francés pudiera defenderse-. ¿ Quién impide a la oficina de prensa de Asuán hacer lo mismo o más?

– Es que -apoyó el francés- la demanda de informes y reportajes sobre Abu Simbel es sencillamente tan grande que nos vemos asediados por los periodistas. Es, tal vez -añadió-, un proyecto mucho más atractivo para la gente de la prensa, si entiende lo que quiero decir… Diques y presas se han levantado ya muchos en todo el mundo, pero hasta ahora no ha habido otro Abu Simbel.

El coronel soviético se quedó inmóvil frente a él con la mirada fija en la mesa de despacho. Frunció sus espesas cejas negras y su actitud no auguró nada bueno. Las palabras salieron de su boca casi como un murmullo:

– ¿Dónde… está el camarada Antonov?

– Espera fuera -le informó uno de sus ayudantes.

– ¡Que entre!

El director ruso de la presa de Asuán pasó por una puerta lateral a la sala de reuniones; los otros se alejaron de la mesa.

Mijaíl Antonov hizo un gesto amistoso a Smolitschew. El coronel seguía sentado delante de la mesa como dispuesto a saltar sobre su presa y, seguramente, no habría sorprendido a ninguno de los presentes si se hubiera precipitado sobre el ingeniero director, pero habló con voz suave y sin mirar al rostro del recién llegado:

– ¿Qué nekulturni 1 llevan a cabo el trabajo de prensa y relaciones públicas en su obra, camarada Mijaíl? ¡Dígame sus nombres!

Antonov vaciló y el coronel no pudo contenerse y gritó:

– ¡Dígame todos los nombres!

Antonov respondió finalmente:

– Moisejew, Lyssenko y la camarada Kurjanowa. Todos, gente extraordinaria.

Con el dedo índice el coronel hizo una seña a uno de sus ayudantes para que se acercara y dictó:

– Tome nota. Los camaradas Moisejew y Lyssenko y la camarada Kurjanowa han fracasado en su trabajo en pro del socialismo. Deben abandonar Egipto inmediatamente. Sus puestos deben ser ocupados por otras personas, después de las conversaciones pertinentes. Y ahora, con respecto a usted, camarada Mijaíl Antonov…

Aunque el director de la obra aparentaba no ser más que un funcionario poco importante, la verdad era que no tenía que temer al coronel. Debía su carrera profesional en primer lugar a su amistad con Nikita Jruschov, una relación que siempre sacaba a relucir cuando fallaban los argumentos racionales o cuando se veía enfrentado a un compañero superior a él en la jerarquía del partido.

– Camarada coronel -comenzó su respuesta Antonov-, la oficina de prensa, que actúa bajo mi responsabilidad, no es culpable de ningún fallo ni error. Moisejew y Lyssenko fueron corresponsales de la agencia Tass en El Cairo y Jarturn y son periodistas de mérito y experiencia y en lo que se refiere a la camarada Kurjanowa…

– Es posible que sea así -lo interrumpió el coronel- y le honra a usted que intente defender a su gente… pero al parecer no es su gente, camarada.

– ¿Que no es mi gente? ¿Qué quiere usted decir?

– ¡Ah, no quiera parecer más tonto de lo que es!

– No le comprendo.

El coronel se movió en su sillón de un lado para otro y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa.

– ¿No ha reflexionado sobre quién designó a los camaradas para su oficina de prensa? -Se golpeó el pecho con el puño-. ¡Usted sabe bien que todos los corresponsales de la Tass son agentes del KGB o si no no lo serían! -Smolitschew tembló de risa y sus espesas cejas formaron una oscura media luna.

Una vez que el coronel, coreado por sus camaradas, dejó de reírse, Antonov declaró muy seguro de sí mismo:

– Sobre esto no se ha dicho aún la última palabra. Acepto sus instrucciones bajo protesta y reclamaré ante las autoridades correspondientes.

– ¡Sí, puede usted hacerlo! -gritó Smolitschew con un tono de amargura-. Y por mi parte incluso ante el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética -añadió, dando a entender con ello que conocía los contactos de Antonov.

– Pasemos al asunto que realmente me ha traído aquí -puso fin Antonov a la penosa situación-. He tenido una conversación con el ministro egipcio de Obras Públicas Maher y con Jacobi, de Abu Simbel…

– Hable, hable ya, camarada. ¿Ha realizado su misión?

Antonov afirmó con la cabeza.

– Al servicio del socialismo. Pero qué no haría un ciudadano soviético por el triunfo del socialismo sobre el Occidente capitalista.

– ¿Y el camarada Jacobi lo ha creído?

– Cherr Jacobi lo ha creído, qué remedio le quedaba. Los alemanes occidentales en Abu Simbel están sometidos a enormes presiones porque creen que el nivel del embalse crece con mayor rapidez de lo que en un principio se había pronosticado. Pero van por detrás de sus previsiones. Según mis cálculos tendrán que renunciar o…

– ¿O…?

– O los capitalistas están jugando con las cartas marcadas. De todos modos la situación nunca fue más propicia para que los ingenieros de la gloriosa Unión Soviética se hagan cargo de Abu Simbel.

– Bien, bien. -El coronel Smolitschew golpeó con la punta del dedo sobre la mesa de despacho y reflexionó-: Usted habrá oído, camarada, que nuestro atentado contra el dique de protección en Abu Simbel ha fracasado.

– ¡Ni idea! -Antonov se hizo el sorprendido.

– ¡Aquí tiene! -Le pasó al director de Asuán las fotografías de Balouet-: ¡Mire! El agua llegaba ya hasta el templo, pero esos mierdas de capitalistas lograron tapar la brecha y bombear el agua. Creo que se nos tendrá que ocurrir algo nuevo.

El teléfono que había sobre la mesa sonó lúgubremente. Smolitschew descolgó el auricular y escuchó sin decir más que un da y repetir la palabra al cabo de una pausa. Colgó, después se levantó y se quedó de pie con los puños cerrados apoyados sobre la mesa como si fuera a pronunciar un discurso importante.

– Camaradas, desde Moscú ha llegado la noticia de que el comité central del partido ha suspendido a Nikita Serguéievich Jruschov de todos sus cargos en el gobierno y en el partido. Su sucesor como jefe del gobierno es el cantarada Alexéi Nicoláievich Kosiguin y como primer secretario del partido ha sido nombrado el camarada Leonid Ilich Brézhnev.

Los hombres que estaban en la calurosa sala de visitas del KGB se quedaron de pie, inmóviles, como si hubieran echado raíces. El único que pareció no darse cuenta de la trascendencia de aquella información fue el francés Balouet. Se quedó mirando con expresión interrogante a los otros agentes, de los que ni siquiera sabía el nombre. Antonov se había quedado blanco como la cal, sin duda era a él a quien la noticia había afectado de modo más desagradable.

– ¿Cómo puede haber pasado algo así? -balbuceó en voz baja dirigiéndose a Smolitschew-: ¿Sabía usted algo de esto?

El gesto sombrío del coronel fue animándose lentamente hasta adquirir una expresión cínica, al principio apenas perceptible que se fue transformando poco a poco en una amplia sonrisa y finalmente dijo:

– No quiero expresar mi opinión sobre el asunto aquí y en estos momentos; pero un jefe de gobierno que golpea la tribuna de oradores con su zapato delante de los representantes de todo el mundo para dar mayor importancia a sus flojas palabras, se juega todas sus oportunidades. Desde el momento en que eso ocurrió, el camarada Nikita se convirtió en un personaje de chiste, una caricatura en la que nadie podía creer, y menos aún en Occidente.

Continuó manifestando en voz alta su opinión de que pese a los cambios, la gloriosa Unión Soviética no tenía intención de renunciar al espionaje. Como sabían hasta los niños, habían infiltrado sus agentes en todos los gobiernos occidentales, en los partidos del extranjero, en los centros de investigación y en otras instituciones. Los norteamericanos descubrieron a un marine, Nelson C. Drummond, y lo condenaron a cadena perpetua, en Suecia había pasado algo semejante con Eric Weunerstrom y los ingleses apresaron a Vladimir Solomatin… ¡mientras Jruschov afirmaba que la Unión Soviética no tenía agentes secretos!

– Usted… y usted… -señaló uno por uno a todos los presentes- no existieron nunca. Aún hoy día siguen sin existir.

La broma distendió el ambiente. Mijaíl Antonov fue el primero en reaccionar.

– El que el camarada Nikita Serguéievich dijera la verdad o no es indiferente, coronel. Lo único importante es si sus declaraciones sirvieron a los intereses de la Unión Soviética.

– ¡Y precisamente no ha sido así! -se explayó Smolitschew. Golpeó con los puños la tapa de la mesa y al gritar su calva se oscureció-. Por el contrario, perjudicó el prestigio de la Unión Soviética y nos puso en ridículo a nosotros, los hombres y mujeres del KGB, ante los ojos de todo el mundo. Jruschov no estaba a la altura de un hombree corno Kennedy.

Antonov, mientras tanto, miraba en silencio al techo donde un gran ventilador de aspas oscuras repartía el aire caliente pOr toda la estancia, y reflexionaba. Tuvo que contenerse para no echarse a reír a carcajadas. Las palabras que el coronel acababa de pronunciar, de haberlas dicho el día anterior, hubieran bastado para que el coronel, en el mejor de los casos, desapareciera de por vida en un campo ¿e castigo siberiano…, incluso podría haber sido fusilado en aplicación de la ley marcial o sufrir un «accidente» de tráfico. Hasta hacía sólo unos minutos, él, Antonov, se podía permitir contradecir al todopoderoso y emido coronel Smolitschew, pero eso era algo que pertenecía al pasado.

De un cajón de su mesa de despacho el coronel sacó una botella de vodka. Un ordenanza trajo una bandeja con vaos pequeños que Smolitschew llenó hasta el borde y los Pasó a los presentes.

– ¡Brindemos por la gloriosa Unión Soviética -levantó el vaso y se volvió a los demás- y por los camaradas Kosiguin y Brézhnev!

– Nasdarowje!

Con la mano, el coronel del KGB hizo un gesto que indicaba a los presentes que se alejaran.

– Antonov -se dirigió enérgicamente al director de la obra-, quedamos en lo que ya le he dicho; los camaradas de su oficina de información regresarán a la Unión Soviética. Sus protestas puede usted presentarlas posteriormente, a Moscú directamente si así lo cree necesario.

Al decir estas últimas palabras había en su rostro una expresión de sorna.

Загрузка...