30

El tiempo apremiaba pues el 1 de septiembre, el plazo el que las aguas del embalse debían inundar la presa que protegía la obra, ya hacía mucho que había expirado.

En lo que se refiere a la conducta de Hella, era como si no quisiera darse cuenta de que, si no hacían nada, dentro de un par de semanas la momia se perdería para siempre sumergida bajo el pantano. De momento, la joven insistía en descender a la tumba cada dos o tres días para meditar delante de la momia a la luz de la linterna.

Al principio Kaminski cedió a las exigencias de la doctora porque después de cada una de esas visitas, Hella parecía feliz y excitada y en ese estado se entregaba a él con toda la pasión de que es capaz una mujer. Pero después de que el ritual de ver a la momia se repitió una docena de veces y la muchacha no daba muestras de quedarse satisfecha (por el contrario, cada vez mostraba más interés y quería ir con mayor frecuencia), Arthur Kaminski comenzó a pensar en cómo poner fin a esa extraña actividad y en devolver a Hella al camino de la razón.

A los ojos de Kaminski, Hella seguía siendo como siempre una mujer fascinante, inteligente y segura de sí misma, pero que al mismo tiempo le hacía sentir que lo necesitaba. Más de una vez, Arthur maldijo el día en que la hizo partícipe de su descubrimiento, porque desde entonces, desde que Hella vio por primera vez aquel cuerpo embalsamado, sus relaciones cambiaron. Arthur no podía entender esa especie de necrofilia y ella, por su parte, tampoco hacia nada para aclararle su conducta.

En una de aquellas noches de septiembre, en las que después del ardiente calor del verano se despiertan nuevas esperanzas de que haga una temperatura soportable, Kaminski visitó a Hella Hornstein de improviso, lo que n era su costumbre. Tenía ganas de pasar la noche con el la joven no respondió a sus llamadas. La puerta estabTcerrada, sin embargo desde dentro llegaba el sonido de una música triste. Arthur se sintió confuso.

Entró en la casa por una de las ventanas laterales. Un humo dulzón le salió al encuentro.

– ¿Hella? -llamó Arthur, pero no obtuvo respuesta.

En la habitación de su amante ardían unas velas y unos bastoncillos aromáticos. De algún lugar brotaba la música misteriosa.

Hella estaba echada en la cama desnuda con los ojos fijos en el techo y los brazos cruzados sobre los senos.

En un primer momento, Arthur pensó que estaba muerta pero casi enseguida vio que la curva suave de su vientre subía y bajaba con el ritmo de su respiración y que se movían los párpados.

– ¡Dios mío, qué susto me has dado! -exclamó el ingeniero.

Hella no dio muestras de advertir su presencia.

Kaminski se había acostumbrado a muchas de las peculiaridades de la doctora y quizá le gustaba más, precisamente, por el apasionamiento que demostraba en ocasiones. Sin embargo, hasta entonces no había presenciado nunca una representación como la que estaba viendo en esos momentos. La situación no le era incómoda, sino que por el contrario despertaba su deseo.

Por esa razón, se sentó en la cama de Hella y contempló su bello cuerpo. Echada así, inmóvil y blanca como la meve, tenía algo de irreal que parecía destinado a frenar cualquier impulso sexual. Pero Kaminski, que ya se había acostumbrado a lo ultrasensual de su apariencia, sentía en ocasiones como ésa una atracción casi magnética. No podía hacer otra cosa: tenía que acariciarla, primero suavemente por las piernas y después, de manera apasionada Por las zonas que le daban más placer.

Hella permanecía impasible, como si todo eso no fuera con ella; no se excitaba ni se movía. Sólo el movimiento ligero e irregular de sus párpados delataba que no podía evitar conmoverse.

Mientras Kaminski trataba, con una de sus manos, de acariciarla entre sus apretados muslos, con la otra comenzó a desnudarse con el nerviosismo y la torpeza propia de un hombre que se dispone a hacer el amor en una ocasión inesperada.

Sonrió mientras se bajaba los pantalones y dijo: -Ya podrías facilitarme un poco las cosas. Finalmente se despojó de todos los estorbos. La inmovilidad del cuerpo blanco y prometedor lo excitaba más que si Hella se hubiera abalanzado sobre él con pasión arrebatadora. Lleno de deseo, se colocó sobre ella apoyado en las rodillas y comenzó a cubrirla de besos desde las puntas de los pies a los muslos, hasta sumergirse en su pubis donde se detuvo amorosamente en espera de alguna reacción. Pero ésta no se produjo y de repente, esa impasibilidad que tanto lo había excitado comenzó a desatar su rabia. Kaminski no podía entender que su amante no tuviera en cuenta sus sentimientos y, como un salvaje, se echó sobre ella.

Violentamente, trató de separar los brazos que Hella mantenía cruzados sobre el pecho, pero estaba demasiado alterado y esa misma vehemencia hizo que le faltaran las fuerzas. De rodillas, entre los muslos de la mujer, se irguió y con toda la energía que pudo le separó por fin los brazos. Kaminski oyó un crujido seco y mientras observaba las articulaciones que habían producido ese horrible sonido y su mirada recorría ese cuerpo que momentos antes tanto lo había excitado, sintió un frío relámpago en su miembro. Bajó la vista. No era Hella quien se lo sujetaba… ¡era la momia!, con los brazos y las piernas secos y amarillos como sarmientos, la piel fina de cuero casi transparente, tensa sobre el codo y los músculos radiales, rota y desgarrada en algunas partes o envuelta en frágiles retazos de venda.

Igual que si se hubiera quedado paralizado por una potente descarga eléctrica, durante unos momentos Kaminski no pudo hacer nada por librarse de aquella siniestra situación. Parecía que su mente luchara por no ser arrastrada por una poderosa corriente de energía que procedía del contacto con el otro cuerpo. Sus manos siguieron asidas a los brazos de la mujer y sólo un grito liberador rompió bruscamente el magnetismo.

Kaminski dio un salto, cogió una prenda que había quedado en el suelo y se apresuró a salir de la casa. Se detuvo delante de la puerta, buscó el aire como quien ha estado a punto de ahogarse y se pasó la mano por el rostro para borrar de su memoria el recuerdo de lo que acababa de vivir. Durante un rato permaneció inmóvil, sin saber qué hacer, dudando de su propio juicio. ¿Había perdido la razón? Después se sintió invadido por el temor de que todo eso no hubiera sido simplemente un sueño, sino que lo hubiese vivido realmente y comenzó a correr sin otra ropa encima que sus pantalones. Lo único que quería era marcharse de allí, lejos, lo más lejos posible de aquella condenada momia.

Esa noche Kaminski no pudo pegar ojo. Tenía miedo, miedo de sí mismo, de no estar ya en condiciones de distinguir entre el sueño y la realidad.

Hubiera jurado que era Hella la que estaba en la cama cuando entró en la habitación. Pero con la misma seguridad habría afirmado que fueron los brazos de la momia los que le habían causado aquel horror espantoso.

«Cosas así o muy semejantes -pensó para sí-, deben de sucederle a una persona que está a punto de volverse loca», pero lo peor de todo era que el ingeniero no podía pensar con claridad, cada vez que lo intentaba aparecía delante de él la imagen de la momia. Se sintió aterrorizado al pensar en un próximo encuentro con Hella Hornstein.

De repente se sorprendió pensando en huir de allí, escapar simplemente como hicieron Balouet y Raja. Quizá la culpa de todo la tenían estos tres años pasados en el desierto, siempre con las mismas personas. La monotonía de los días en Abu Simbel, ¡y para qué hablar de las noches!, tal vez le había afectado, aunque con retraso, y ese arrebato de locura era como la obcecación que sufrían algunos recién llegados y que obligaba al director de la obra a evacuarlos de allí con el primer avión.

Con un pretexto que más tarde fue incapaz de recordar, a eso del mediodía Kaminski voló con Kurosh hasta Asuán. Tenía que ver otras personas, otras casas y calles; soñaba con el ajetreo y el bullicio de los bazares aunque no tuviera necesidad material de comprar nada.

Sólo tres veces en tres años salió de Abu Simbel, para resolver asuntos importantes, hacia Asuán y en uno de esos viajes encargó una joya para Hella. Siempre había regresado con alegría, convencido de que era su deber hacerlo así, como si en su ausencia la obra entera se hubiera paralizado.

Kaminski y Kurosh no hablaron mucho durante el vuelo de hora y media de duración. No se dijo ni una sola palabra sobre el viajeude Raja y Balouet, lo que hacía pensar que todo había salido de acuerdo con lo planeado.

El Águila le preguntó a Kaminski cuándo pensaba regresar y ése respondió que no lo sabía y que lo llamaría por teléfono en caso de necesitarlo.

Por una libra egipcia un viejo taxista lo llevó desde el aeropuerto al hotel El-Salamek, situado en una calle tranquila no lejos del gran bazar. La fachada de un amarillo claro con orgullosas columnas en la entrada prometía mucho más de lo que realmente se ofrecía en su interior. Naturalmente, Kaminski habría podido alojarse en el hotel Cataract, más caro y lujoso, pero temió encontrarse allí con gente conocida a la que hubiera tenido que explicar la razón de su viaje y eso era algo que no quería.

La habitación que se le adjudicó en el primer piso tenía el suelo de piedra y su principal característica estribaba en ser más alta que ancha. En todo caso, Kaminski sólo podía intuir el techo, pues las persianas de las ventanas, como ocurría en todos los hoteles de la ciudad, permanecían cerradas de noche y de día. Cualquier intento de abrirlas fracasaba como consecuencia del óxido de los goznes que se había formado desde el golpe de los generales, cuando durante un desfile todos los balcones se abrieron excepcionalmente y se llenaron de gente a rebosar para luego cerrarse como siempre. ¡Y eso había ocurrido hacía ya quince años! La floja bombilla que pendía del techo hubiera bastado ciertamente para iluminarlo, pero estaba cubierta por la parte superior con una visera de esmalte que se lo impedía. Una pantalla que en su día debió de ser blanca, pero que había servido de apeadero a millones de moscas y mosquitos, por lo que ahora su color era gris oscuro.

Kaminski estaba acostumbrado a disfrutar de una mayor comodidad en Abu Simbel y sin embargo se encontraba bien en esa habitación apenas amueblada. Tenía la sensación de haber dejado tras de sí su pasado y le hubiera gustado más que nada no tener que regresar nunca.

Cansado, Arthur se dejó caer en la cama de hierro, que le respondió con el chirriar de su somier. Colocó las manos abiertas bajo la nuca y permaneció con la mirada perdida en el vacío; cuando cerró los ojos, aparecieron de nuevo ante él el rostro seco de la momia y los colosos de Abu Simbel.

Por la ventana entraba el olor grasicnto del cordero asado y eso le recordó que ese día aún no había comido nada. Se decidió a salir para tomar algo.

Cerca del bazar, que comenzaba a sólo dos manzanas del hotel, la muchedumbre se hacía cada vez más densa. Por lo general, las grandes multitudes le desagradaban pero aquel día se encontró bien en medio del gentío, que le daba la sensación de estar protegido, aunque temía que sus sentidos fueran a jugarle de nuevo una mala pasada. Los vendedores ambulantes con sus grandes bandejas de madera, que portaban apoyadas en el vientre, le ofrecían todo el surtido que podría encontrarse en una tienda. Otros, le metían por los ojos objetos de cocina y otros instrumentos domésticos que llevaban en cestas atadas a la espalda o sobre los hombros. Los niños alababan en voz alta las excelencias de pastelillos y golosinas y las mujeres volvían a sus casas con las compras sobre la cabeza.

Cada dos pasos Arthur se tropezaba con algún limpiabotas, sentado en el suelo en una postura que recordaba la de la rana a punto de saltar, y que para llamar la atención de la clientela golpeaba con la madera del cepillo la caja de sus utensilios. Entre los mejores clientes se contaban los militares de uniforme que, generalmente por parejas, paseaban en gran número. Las botas bien lustradas eran para ellos un símbolo de su clase social, como para un musulmán podía serlo el presumir de tres esposas.

A cada paso, Kaminski se encontraba con muchachas llamativamente hermosas, vestidas con largas túnicas de brillantes colores, que con movimientos insinuantes y llenos de coquetería se apartaban el velo de sus labios pintados y dejaban ver con gusto todo lo que éste hubiera debido ocultar. Con un guiño de ojos, sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra, conseguían que los interesados en su oferta las siguieran por estrechos callejones hasta lugares donde realizar su oficio prohibido.

Las terrazas de los cafés se encontraban muy concurridas. Ágiles camareros balanceaban narguiles de cristal de colores y ofrecían a los parroquianos sus boquillas adornadas con cintas llamativas. De repente, Arthur encontró un silla vacía en una mesa, se sentó y pidió un café solo que, como es costumbre en el país, se servía con posos y abundante crema en una cafetera de cobre con un vaso sin asa para que el propio cliente se sirviera.

– ¿Europeo? -le preguntó en inglés un hombre sentado a la misma mesa y al que Kaminski no había visto.

Era una persona pulcra, vestía casi con distinción un traje gris cruzado, y su rostro ancho y abotargado estaba coronado por un fez rojo del que pendía una borla que no dejaba de moverse.

– Alemán -le respondió amablemente.

– ¡Ah, Abu Simbel! -comentó el gordo-. ¡Abu Simbel!

– Sí -asintió Kaminski-; ingeniero.

– ¡Buen trabajo, magnífico, un milagro!

El hombre del fez sorbió de su boquilla y en el cuello del narguile aparecieron burbujas de aire. Con ojos atentos observaba el intenso movimiento de gente alrededor de las mesas.

Arthur había dado por terminada la conversación con el extraño, pero éste sacó del bolsillo interior de su americana una tarjeta de visita amarillenta y con una amplia sonrisa la exhibió delante de la nariz del ingeniero.

Kaminski observó en primer lugar el rostro cordial de su compañero de mesa y después la cartulina, que sin duda ya había realizado su cometido más de una vez. Finalmente, el desconocido hizo un guiño simpático y se presentó:

– Foster, Charles D. Foster.

– Kaminski -respondió éste con una amable inclinación de cabeza-, Arthur Kaminski. -Y se guardó la tarjeta en el bolsillo; por último preguntó-: ¿Es usted inglés?

– ¡Egipcio! -se apresuró a corregir-. Pero mi padre era inglés y mi madre alemana. Yo vivo aquí desde que nací, entre dos mundos, por decirlo de alguna manera. Los egipcios me llaman extranjero, aunque hablo y escribo su idioma mejor que la mayoría de ellos; y los ingleses, pacha porque generalmente me toman por nativo. Pero puedo vivir con ello y bastante bien, todo hay que decirlo…

Kaminski observó a Foster con ojos llenos de curiosidad. El hombre empezaba a interesarle.

Este entendió su mirada y continuó:

– ¿Quiere usted saber de qué vivo tan bien? -se rió con sorna-. En el bazar hay unas cuatrocientas o quizá quinientas pequeñas tiendas y tenderetes, pero la mayoría de los que aquí pregonan sus mercancías y las atienden no son los dueños del negocio. Tienen una comisión en las ventas y viven de eso. Los verdaderos propietarios residen en sus villas y chalés del barrio residencial en torno al nuevo hospital y dejan que los pobres trabajen para ellos como es la voluntad de Alá. -Levantó el dedo en el aire y señaló, mientras su rostro resplandecía de orgullo corno la cúpula de la mezquita del sultán Hassan en El Cairo-: Aquél, aquél y aquél son mis negocios.

– ¿Qué vende usted, míster Foster? -quiso informarse Kaminski sin parecer indiscreto.

El gordo se frotó las manos pasando la palma de la mano derecha sobre el dorso de la izquierda.

– Un buen hombre de negocios debe comerciar con todos los bienes creados por Alá. La división en joyeros, verduleros o vendedores de alfombras es una invención del decadente Occidente. Un buen mercader lo vende todo. Vender y comprar es mi divisa, y me da completamente igual de qué se trate.

Kaminski se echó a reír. Aquel desconocido le caía bien; su forma de ser, libre de convencionalismos, le complacía. -En alemán -comentó sonriendo- hay un dicho que se aplica a personas como usted. -Vamos, suéltelo.

– No sé si debo. No es muy halagador. -¡Ah, eso qué importa! -replicó Foster-. En árabe también decimos que quien te halaga es tu enemigo, quien te reprocha tu maestro.

Ambos estallaron en carcajadas y Kaminski acabó por lanzar la frase:

– En mi idioma se dice que un hombre como usted, niister Foster, sería capaz de vender a su abuela si fuera necesario.

– ¡Vender a la abuela! ¡Vender a la abuela! -gritó Foster entre risotadas. Se dio una palmada en el muslo y su era ancho adquirió una tonalidad rojiza como si fuera a nlotar en cualquier momento-. ¡Vender a la abuela! -repitió-. Ha dicho usted una frase genial, míster…

– Kaminski.

– Míster Kaminski, un apellido difícil. Pero lo que yo quería decirle también -se puso serio y se acercó mucho al ingeniero- es que si usted siente ganas de…

– No -lo interrumpió Arthur con brusquedad.

Sabía lo que iba a venir a continuación y él, realmente, tenía ganas de todo menos de acostarse con una mujer.

– ¡Ah, ya le entiendo! -Foster no se daba tan fácilmente por vencido-. También puedo facilitarle muchachos, chicos distinguidos de las mejores familias.

Como es comprensible, las ofertas de Foster acabaron por enfadarle. Con los brazos extendidos apartó de él al proxeneta y dijo con rudeza:

– Escúcheme, míster, cuando sienta necesidad de una aventura sexual me dirigiré a usted. De momento no me apetece acostarme con ninguna mujer y no creo que eso vaya a cambiar en un futuro próximo.

Se terminó su café, dejó una moneda sobre la mesa y se dispuso a marcharse.

– ¡Perdóneme, querido amigo! -El gordo hizo una inclinación servil delante de Kaminski, colocó las manos en sus hombros para que siguiera sentado y continuó-: No pretendía en absoluto ser inoportuno; no podía suponer que estaba usted involucrado en una historia de mujeres.

Poco a poco, Kaminski se iba enojando seriamente.

– ¿Y quién le ha dicho a usted que yo tengo un asunto de faldas, señor…?

– Foster, llámeme simplemente Foster -respondió-. Eso lo puede ver hasta un ciego. Usted huye de una mujer, exactamente.

Kaminski se quedó sorprendido.

– Eso es lo que le ocurre -insistió el comerciante-, y si permite que le dé un consejo, míster Kaminski, no regrese con ella. Ninguna mujer de la que uno escapa merece que se vuelva después arrepentido, ¡ninguna! ¡Mire a su alrededor! Alá ha creado más mujeres que hombres, eso significa que puede elegir entre ellas como se hace en el mercado de camellos al este de la ciudad. ¡Camarero, otro café para mi amigo Kaminski!

Era difícil, por no decir imposible, librarse de las garras de ese individuo; además, en términos generales tenía que darle la razón, o al menos en lo que respecta a sus actuales emociones. Hay momentos en la vida de un hombre en que la mujer comienza a atribuirse un papel que realmente no le corresponde y, de ese modo, gana tal poder sobre uno que incluso a un luchador por naturaleza le cuesta trabajo superar. En alguna parte, Kaminski había leído que eso tenía que ver con la química, que influía en la fascinación o en la antipatía que sentían entre sí dos personas de distinto sexo. Y esa especie de reacción química, o alguna otra combinación desconocida, era desde luego lo que le ataba a aquella mujer fatídica. Sí, en su mente utilizaba ese adjetivo, fatídica, precisamente porque no podía explicarse aquella fuerza de atracción, salvo que estuviera basada originariamente en el destino, en el hado misterioso del carácter de Hella, que tanto la diferenciaba de todas las mujeres que había conocido.

– Hábleme de su trabajo en Abu Simbel -dijo Foster para terminar con un tema que había resultado tan desagradable.

– No hay mucho que contar; una vez que el templo fue serrado y los bloques puestos sobre seguro fuera del alcance del embalse del Nilo, las cosas están claras. Todo sigue su marcha de acuerdo con los planes previstos, incluso vamos con adelanto sobre el proyecto definitivo.

– Lo sé -concedió Foster- y los rusos están que echan humo, trataron de sabotear su trabajo pero no tuvieron éxito, pese a que habían introducido un topo, o varios, en su madriguera.

– ¿Un topo?

– ¡Vamos, hombre, no disimule! No tiene que fingir que no sabe nada; al menos, no conmigo. ¡Foster lo sabe todo! -Miró a los lados para cerciorarse de que nadie estaba escuchando la conversación y seguidamente se inclinó sobre el ingeniero y le dijo en voz muy baja-: En Asuán no pueden darse diez pasos sin tropezar con un agente del KGB.

Arthur se asustó, comenzó a preguntarse si ese encuentro era tan casual como había creído hasta entonces y respondió con brevedad:

– La verdad es que no sé de qué me habla.

Foster se rió burlonamente al ver lo poco hábil que era Kaminski en el arte del fingimiento y continuó:

– Mire usted, señor Kaminski, Egipto es un país muy pequeño y, ciertamente, poco importante, pero su situación estratégica y, sobre todo, el canal de Suez lo colocan por encima de todas las demás naciones de este continente. La consecuencia es que el Este y el Oeste tratan de ganar influencia en nuestro país y nos colman de regalos. Para los soviéticos, Egipto se ha convertido en una cuestión de prestigio, pues hasta la caída del rey Faruk se encontraba orientado hacia Occidente. Por otra parte, desde que comenzó la construcción de la presa de Asuán, los rusos consideran a Egipto como parte de su hemisferio, de su zona de influencia. En ninguna otra nación del mundo, salvo en la Unión Soviética, viven en la actualidad tantos rusos como aquí, y se sienten cómodos, pese a que no puede decirse precisamente que sean muy queridos por los nativos, sobre todo, porque desde que se han instalado Egipto está lleno de chivatos, de espías y de agentes del KGB. ¿Quién puede decir que nosotros o, al menos, uno de los dos no trabaje también para el servicio secreto soviético?

El ingeniero movió la mano en un ademán negativo para Cuitarle importancia al tema, pero Foster no le permitió tomar la palabra:

– No necesita justificarse, señor Kaminski, yo tampoco lo hago.

Allí estaba Arthur sentado frente a aquel Foster sin saber a ciencia cierta qué hacer; no tenía idea de lo que pensaba de él ni cómo debía considerar ese encuentro.

Incluso llegó a dudar de que Balouet y Raja, que con su ayuda habían huido a Sudán, fueran realmente desertores del KGB. Pensó que también era posible que tras su fuga se encontraran otras razones muy distintas. Ya de por sí era una extraña casualidad que ambos hubieran aparecido en su barraca a medianoche y recordó que la entrada a la tumba no estaba tapada y que, precisamente, la cabana había sido construida sobre el acceso. ¿Quién más se encontraba metido en el juego?

Miró a Foster de reojo y se preguntó: ¿qué sabe este hombre?

A Kaminski le hubiera gustado manifestar: «busque la momia y haga con ella lo que quiera, pero llévesela fuera de mi vista». Pero se lo pensó mejor y preguntó con tono indiferente:

– Y dígame, míster Foster, ¿comercia también con antigüedades?

Foster, que durante toda la conversación mantuvo un aire de indiferencia -o al menos ésa fue la impresión que causó-, se puso serio de repente. No respondió nada de momento, se sacó de la boca el narguile, jugó con la boquilla y preguntó sin mirar directamente a su interlocutor:

– ¿Compra o venta?

– No comprendo qué quiere decir.

– ¿Desea usted comprar o vender?

Kaminski se dio cuenta de que su rostro enrojecía, se sintió acorralado y balbuceó:

– Sinceramente, sólo quería saber si comercia con antigüedades.

El otro hizo un gesto de comprensión, se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera negra bastante usada y casi tan gruesa como un ejemplar del Corán y comenzó a revolver en su contenido compuesto de billetes de distintos países, facturas, notas y recortes de prensa. Para revisar los papeles se mojaba el índice de la mano derecha en su giueso labio inferior y buscó un buen rato esforzándose en identificarlos, sin dejar de murmurar entre dientes como si hablara consigo mismo.

– ¡Aquí está! -exclamó de repente y extrajo de la abultada cartera un papel doblado que le tendió a su acompañante.

Arthur lo abrió y vio que era una página de la revista norteamericana Time y que se trataba de un reportaje sobre la reciente adquisición por el Metropolitan Museum de Nueva York de una estatua de Ramsés.

– Confío en usted -le dijo Foster a Kaminski-, confío en usted -repitió- porque usted lo ha hecho conmigo, entiéndalo. Y tras una pausa casi devota señaló con su grueso pulgar extendido hasta tocar el pecho del ingeniero-: Medio millón… ¡de dólares!

En el primer momento Arthur no comprendió, pero poco a poco fue viendo con claridad que Foster quería decir que fue él quien hizo aquel negocio y que ese medio millón de dólares fueron sus ganancias. Hizo un ademán de entender y le devolvió el recorte de prensa.

– Naturalmente, de forma ilegal -continuó Foster en voz baja-. Yo no sé lo que usted piensa, míster Kaminski, pero si yo no hubiera hecho el negocio, habría sido otro quien lo hiciera. Por otra parte, no es tan malo venderle al Metropolitan. ¿Ha visto en qué estado de abandono están los objetos que se guardan en el Museo Egipcio de El Cairo?, ¿cómo se estropean? ¡Es vergonzoso!

El interés y la sorpresa del ingeniero no estaban tanto en el aspecto moral del asunto -él tampoco se encontraba limpio del todo- sino en la forma tan abierta y explícita como Foster hablaba de esas cosas. Era posible que el comerciante, con su buen olfato para los negocios, se hubiera dado cuenta desde el principio de que Kaminski no era un tipo capaz de denunciarlo. Además, no le cabía duda de que los tentáculos de ese individuo llegaban tan lejos que nadie en la ciudad creería la acusación.

– Tiene usted mucha confianza en mí -comentó Kaminski- pese a que apenas nos conocemos.

Foster se encogió de hombros.

– Usted sabe que hay personas en las que se puede confiar enseguida aun cuando no se las conozca en realidad y otras, con las que se mantienen relaciones amistosas durante años, aunque jamás se les confiaría un secreto. Como ve, usted pertenece al primer grupo.

Las palabras del mercader halagaron a Kaminski, como pretendía aquél, que sabía perfectamente cómo tratar a gente como él para obtener el mayor provecho. Por esa razón, tras su último comentario guardó silencio y pareció que dedicaba su atención al bullicio de la calle.

No tuvo que esperar mucho. Casi enseguida Kaminski comenzó a hablar y sus palabras sonaron como una confesión:

– He encontrado una momia. Puede que lo que le diga le parezca una locura, pero tengo la sensación de que me persigue noche y día. He venido aquí huyendo de ella y me gustaría quitármela de encima.

Foster no demostró sorpresa.

– Las momias no son nada extraordinario -comentó-, las hay a miles. No me interesan.

– Pero este caso es distinto, ésta es especial, apenas visible dentro de su sarcófago, ¡se trata de Bent-Anat, la hija y esposa de Ramsés!

– ¡Repítalo!

– De la hija y esposa de Ramsés, el que hizo construir Abu Simbel.

– ¡Kaminski, usted bromea!

– No, no bromeo, míster Foster, y no le hubiera hablado ni una palabra de no ser porque ese monstruo está destruyendo la relación más importante de mi vida. ¡Quiero librarme de esa momia!

De repente, Foster pareció tan agitado como si hubiera recibido un choque eléctrico y se movió inquieto sobre su silla.

– ¿Y dónde se encuentra la tumba? ¿Cuántas personas lo saben? ¿Tiene usted pruebas de lo que dice? -lo interrogó excitado.

– ¿Pruebas? Los arqueólogos han identificado los nombres de los jeroglíficos que figuran en el sarcófago como los de la reina, naturalmente sin saber su origen. Sólo hay otra persona que conozca el hallazgo, la mujer a la que me he referido, y el lugar del descubrimiento está en alguna parte de Abu Simbel.

– ¡Por las barbas del Profeta! -Foster aún seguía dudando, incrédulo miró a Arthur, sacudió la cabeza y se quedó con los ojos fijos en su taza vacía. Finalmente habló en voz muy baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos-: Si su afirmación es cierta, estoy dispuesto a pagar cualquier precio… bueno, casi cualquier precio -se corrigió de inmediato.

De repente, los sentidos de Kaminski parecieron trastornarse. Hasta ahora, sólo había pensado en la mejor forma de librarse de aquel monstruo, pero ahí estaba Foster que, además, le ofrecía la posibilidad de hacerse con una fortuna, el dinero suficiente para poder empezar una nueva vida en cualquier parte.

– ¿Cuánto? -preguntó Kaminski audazmente.

– Antes tengo que ver la mercancía por mí mismo, personalmente -respondió Charles D. Foster otra vez metido de lleno en su papel de hombre de negocios-, pero, para darle una pista que le sirva de punto de partida, ¿qué le parecería medio millón?

– ¿Dólares?

– Mi querido amigo, en estos asuntos sólo se calcula en dólares. Lo verdaderamente importante es que nadie esté informado de nuestro negocio, ¿lo entiende? Mientras menos gente sepa del asunto mayor será el precio.

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