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Desde que se consiguió taponar la brecha del muro de contención, en la obra reinaba, pese a todas las tensiones, un ambiente de optimismo y confianza, que ni siquiera fue Perturbado de modo destacable por el accidente del vehículo de transporte.

Ciertamente, aún seguía filtrándose una cantidad de agua insignificante en el interior del recinto de la obra, pero para Lundholm y su equipo eso no constituía un peligro serio, pues el sueco había dispuesto cinco instalaciones de bombeo y se jactaba de que su capacidad era más que suficiente para dominar en una sola noche una ruptura del muro como la ocurrida hacía seis semanas.

En el lugar donde poco tiempo antes se alzaba un coloso de piedra de veinte metros de altura que miraba orgullosamente sobre las aguas del Nilo, había ahora varios cortes que dejaban huecos del tamaño de grandes armarios de dormitorio. Después del accidente con el transporte, Kaminski impuso nuevas medidas de seguridad. Desde ese día, los grandes bloques pétreos no se trasladaban de pie sobre un armazón de madera sino tumbados. Esa forma de acarrearlos tenía sus riesgos: la piedra arenisca, que había estado de pie durante miles de años, corría el peligro de desmoronarse en pedazos a causa del desplazamiento de su centro de gravedad. Entretanto, los conductores del pesado vehículo habían conseguido tal precisión en su trabajo que el kilómetro y medio de distancia entre el emplazamiento y el lugar de almacenaje se realizaba de una vez, sin detenciones, y a una velocidad muy lenta y regular. Y a partir de entonces no estaban dispuestos a frenar porque un gato se les cruzara en su camino… Y posiblemente tampoco por un obrero.

Las nuevas medidas de SSL señalaban que el aumento del nivel de las aguas se había hecho más lento. Pese a ello, Jacobi ordenó que el trabajo continuara en tres turnos para, así decía, estar preparados en caso de cualquier imprevisto. E incluso sobró tiempo para que los obreros restantes construyeran nuevas viviendas y, sobre todo, zonas verdes. Una mirada que durante meses sólo tiene delante un desierto de arena se muestra agradecida ante cualquier espacio verde^ por pequeño que sea. A lo largo de un kilómetro a ambos lados de la Government Road se plantaron árboles traídos en barco desde Asuán; las casas de piedra de la Contractor s Colony Road tuvieron también sus pequeños jardines y se levantaron nuevos muros para protegerlas de la arena.

Transcurrió más de una semana antes de que Kaminski tuviera valor para explorar el misterioso subsuelo de su barraca de trabajo. Una noche, mientras tomaban unas copas en el casino, Jacobi propuso a su ingeniero jefe derribar su cabana de madera y construirle en su lugar una con muros de obra. Kaminski se negó a aceptar alegando motivos de seguridad para el transporte, pero lo que en realidad temía era que se descubriera su secreto. Y, esa misma noche, decidió descender al pozo a la primera oportunidad.

Ésta se le ofreció dos días después, un viernes, que es el día de fiesta de los egipcios. En la obra, las máquinas dejaron de funcionar y por lo tanto Kaminski pudo dedicarse tranquilamente a realizar su plan. Entretanto se había procurado herramientas: palas, una escalera de garfios, cuerdas, una linterna, una polea… utensilios de uso en la obra, que no le fue difícil conseguir.

Al anochecer, Kaminski entró en la barraca, cerró la puerta por dentro y cubrió las ventanas con sacos viejos para evitar que la luz surgiera al exterior y despertara sospechas. El silencio, que por lo general estaba roto por el fragor de las maquinas, las grúas y los vehículos, cayó sobre Kaminski como algo excepcional y grato. También él procuró realizar su trabajo con el menor ruido posible.

Kaminski había vivido muchas experiencias en otras obras fuera de su país, pero tuvo que confesarse que sintió un nudo en el estómago cuando quitó las tablas del suelo, apartó las piedras y por fin retiró los tablones que tapaban ja entrada al agujero. Con una linterna de minero a pilas iluminó su camino de descenso.

El mismo no sabía qué era lo que esperaba encontrar aüi abajo cuando miró al fondo de aquella boca de pozo e unos cuatro metros cuadrados y de rústicas paredes de piedra. A unos cinco metros de profundidad vio una especie de descansillo cubierto de polvo y de guijarros que teaspecto de un trozo de superficie lunar. El círculo luminoso de su linterna descubrió una abertura lateral. El conjunto no causaba la impresión de haber sido visitado por otro descubridor. No había colillas ni ningún otro indicio de presencia humana, sólo piedras y arena.

Kaminski colocó uno de los fuertes tablones cruzado sobre el agujero y le ató un extremo de la cuerda, el otro se lo sujetó a la cintura. Sin pararse a pensar qué podía esperarle al final del pozo, comenzó a descender. Abajo, la temperatura era mucho más fría que en la superficie y se dio cuenta de que sus ropas, pantalones cortos, camisa de manga corta y zapatos de ante con suela resbaladiza sin calcetines, el atuendo normal para los días de asueto en el campamento, no eran lo más apropiado para aquella expedición. El ingeniero se pasó la mano por sus cortos cabellos para echárselos adelante, un gesto habitual cuando se encontraba en una situación difícil. Precavidamente iluminó el suelo. Nada, ni siquiera un escorpión. A la altura de la rodilla, sobre el suelo, había una especie de entrada, una abertura tan pequeña que sólo un niño hubiera podido pasar por ella de pie y que debía de penetrar en el interior de la montaña. No pudo ver cuál era su longitud pues al cabo de unos metros el túnel describía una curva.

En circunstancias normales, Kaminski no hubiera puesto sus pies en aquel corredor, pero, naturalmente, aquélla no era una situación corriente. Avanzó arrastrándose. Pese a todas las tensiones, en su rostro se dibujó una sonrisa burlona al pensar que alguien pudiera verlo en aquellos instantes reptando de esa manera.

El ambiente seco y el polvo que levantaba a cada paso le quemaban los pulmones. Kaminski respiró profundamente en busca de aire, pero el intento empeoró aún más las cosas. Del bolsillo del pantalón sacó un gran pañuelo |húmedo de sudor y se lo ató de modo que le protegiera la boca. Olía mal pero actuó como un filtro, al menos durante algunos instantes.

De repente, una delgada lámina de piedra se desprendió del techo del pasadizo y se rompió en mil pedazos. Kaminski se echó en el suelo sorprendido pero no concedió importancia a lo ocurrido y continuó adelante mientras alumbraba cada rincón con la linterna para no pisar un escorpión. Ése era el único peligro en el que pensaba en aquellos momentos.

La curva del túnel desembocó finalmente delante de otra boca de pozo que cortaba por completo el paso por el corredor y que tenía una superficie de unos dos metros cuadrados. El agujero era tan profundo que el rayo luminoso de la linterna no le permitió a Kaminski ver el fondo. Algo hay que concederle a los egipcios, pensó, siempre supieron asegurar bien sus cámaras de tesoros, haciéndolas casi inaccesibles.

Quiso dejar la búsqueda, al menos por ese día, para volver a intentarlo mejor equipado, con ropas más apropiadas, un casco protector, anclotes, cuerdas y una escalera de mano con la que sería más fácil superar un agujero como aquél. Mientras Kaminski se hacía una lista mental de lo que necesitaría para la próxima vez, iluminó la parte alta del pozo y descubrió dos barrotes de hierro, gruesos como un brazo que, separados entre sí por medio metro, se extendían sobre el agujero. ¿Qué diantres podrían significar aquellas barras? Con un trozo de piedra que cogió de la pared, Kaminski golpeó uno de los dos barrotes, que produjo el sonido apagado de una vieja campana cascada. Kaminski escuchó. Nada. Había oído hablar de las medidas de segundad con que los antiguos egipcios protegían la paz de sus muertos. Las dos barras de hierro clavadas en los extremos de la pared del pozo causaban la impresión de formar parte de un mecanismo, una trampa para seres humanos. Con más fuerza que antes, el ingeniero volvió a golpear el barrote, que sonó con estridencia, como un chillido que ascendiera por la boca del pozo y se extendiese por el pasadizo que continuaba por el lado de enfrente.

Mientras examinaba las barras, y especialmente sus anclajes en la pared centímetro a centímetro, se le ocurrió la idea de que aquellos hierros se prestaban de modo especial para pasar al otro lado del pozo, suponiendo que pudieran resistir su peso. Pero ante la imposibilidad de determinar la profundidad del agujero, la empresa le pareció en extremo arriesgada; aunque, por otra parte, estaba convencido de que sólo necesitaba dos o tres asideros para poder saltar por encima del hoyo y llegar al descansillo que había al otro lado, donde continuaba el corredor.

Kaminski no lo pensó demasiado, se colocó la linterna entre el cinturón y el cuerpo, se aferró con la mano derecha a una piedra saliente y con la izquierda probó la resistencia de una de las barras. Al ver que ésta no se movía de su sitio, se colgó de ella con todo su peso. Con la mano derecha se aferró al otro barrote y, antes de que se le ocurriera pensar en las peligrosas consecuencias de su acto, alcanzó el pasillo al otro lado de la boca del pozo.

Un impulso inexplicable lo empujaba a continuar adelante por un pasadizo que cada vez se iba haciendo más alto y cuyo suelo estaba tan lleno de cascotes y guijarros que a veces le llegaban hasta la rodilla. De pronto, el techo alcanzó una altura de unos seis o incluso ocho metros. Kaminski dirigió hacia arriba el rayo de su linterna y descubrió una grieta que, sin duda, era de fecha mucho más reciente. Instintivamente retrocedió un paso, temeroso de que pudiera producirse un nuevo desprendimiento, pero de inmediato una idea le cruzó por la mente: ¡el accidente con el transporte pesado!

En su marcha bajo tierra, Kaminski había perdido la orientación, pero al rehacer mentalmente su camino se percató de que aquella grieta subterránea podía estar situada precisamente debajo de donde cayó el pesado bloque al desprenderse del vehículo. Ésa, también, podía serla explicación de la nube de polvo que la caída del bloque produjo en su barraca y del considerable cráter que se había abierto al lado de la carretera.

La alta estancia no era muy larga, apenas una docena de pasos y terminaba en un sólido pórtico sobre el que se abrían dos grandes alas talladas en la piedra. Así que se trataba de una antigua tumba, pensó Kaminski y, antes de empezar a cruzar el montón de piedras sueltas que había en el suelo, miró de nuevo al techo, preocupado. Naturalmente, tenía reparos, temía que la quebradiza piedra de arenisca produjera un nuevo desprendimiento que lo aplastara o que le cerrara el camino de regreso. Pero la mágica atracción que lo impulsaba a llegar hasta el final del laberinto era irresistible.

Con pasos precavidos, Kaminski pasó sobre el polvoriento montón de guijarros hasta llegar al pórtico. Allí se detuvo e iluminó la estancia adyacente.

– ¡Dios mío! -murmuró en voz baja. Le ardía la frente y sintió el sudor sobre los párpados, las sienes le latían como el émbolo de una bomba de desagüe-. ¡Dios mío! -repitió.

En medio de la habitación, que medía cinco por cinco metros, había un sarcófago de color rojo brillante. En los lados más largos estaban grabadas las dos alas que figuraban sobre el portal de entrada. Hasta llegar allí, Kaminski no había advertido ningún adorno en las paredes, pero las de aquella estancia brillaban con el resplandor del oro mate. La luz errante de la linterna descubrió imágenes en blanco, rojo y negro.

Animales fabulosos de tamaño natural, quizá representaciones de dioses que Kaminski no conocía, se extendían por las paredes a veces en posturas solemnes y otras descuidadas. Un cocodrilo con facciones humanas copulaba con un hipopótamo erguido sobre sus dos patas traseras. Un hombre con cabeza de halcón y ancho pecho levantaba las manos al cielo seguido de un chacal que andaba derecho y dos mujeres vestidas con largas túnicas.

En la pared de enfrente se representaba una barca alargada con la proa y la popa alzadas en direcciones opuestas. Ocho remeros vestidos sólo con cortos delantales de cuero y grandes pelucas sostenían delgados remos que se hundían en el agua. En el centro de la embarcación, envuelta en paños, había una figura femenina, a deducir por su postura, delante de un dibujo en forma cónica. Un sacerdote de piel oscura con la cabeza afeitada y un pellejo de leopardo sobre los hombros movía los brazos en dirección a la figura velada como si quisiera decirle: ¡Detente, hasta aquí has llegado!

Kaminski entró en la estancia y reconoció, a ambos lados de la entrada, las representaciones de diversas divinidades en verde y en rojo. Uno era un dios con cuerpo de carnero que andaba a dos patas con un disco solar entre los cuernos y una serpiente que se enroscaba a su cuerpo en varias vueltas. Sobre un pedestal adornado con plantas y sarmientos hacía muecas un babuino como si se divirtiera observando a una figura humana con la puntiaguda cabeza de un ibis y a una momia en pie con cráneo de halcón. El techo de la habitación era una bóveda de arcilla que representaba un cielo de color azul luminoso adornado de brillantes estrellas doradas. Kaminski no sabía cuánto tiempo se había quedado contemplando todo aquello. Creía soñar y tardó en volver a la realidad. Necesitaba aire, la sequedad polvorienta le dificultaba la respiración. Si quería salir de allí sano y salvo, tenía que emprender el regreso enseguida.

¡Pero allí estaba el sarcófago! De pórfido, tan alto que Kaminski no podía mirar por encima de él. Dudó; de haber sido sensato hubiera dado la vuelta de inmediato. Pero ¿no había olvidado ya todo lo razonable al adentrarle solo en aquella misteriosa tumba? ¿Volver ahora? Nunc^. No perdió ni un minuto más en pensar en el regreso, sirio que buscó algo para subirse a mirar por encima del sarcófago.

En circunstancias normales, Kaminski hubiera tenido la fuerza suficiente para trepar hasta la parte superior del elevado sarcófago de mármol, pero se encontraba agotado, sin energías y le dolían los pulmones. Finalmente dejó su linterna en el suelo de modo que la luz entrara por el pórtico hasta la elevada antecámara donde se acumulaban los guijarros. Decidió formar un montón con ellos. El aire se hacía cada vez más escaso y Kaminski tuvo la sensación de que se le formaba una capa de flema sobre la lengua que le impedía respirar. Tosió y escupió, pero eso apenas mejoró su estado. Como un poseído, arrastró piedra tras piedra para construir una base sólida y después fue situándolas unas sobre otras.

El corazón le latía con tal fuerza que parecía que se le iba a salir por la boca, sobre todo porque estaba al límite de sus fuerzas y en parte, también, debido a la excitación. En un momento indeterminado, en medio de su fatigoso trabajo, le asaltó la duda y se preguntó cuál era realmente su objetivo en aquel lugar, pero al instante aquel impulso por descubrir, que nunca había conocido antes, se adueñó de nuevo de él y continuó colocando piedra sobre piedra hasta levantar un cúmulo que casi le llegaba a la cintura.

«¡No puedes dejarlo -pensó-, precisamente ahora que estás tan cerca de llegar a la meta! ¡Tienes que saber quién está enterrado en ese sarcófago! Si renuncias ahora, antes de mañana te arrepentirás de haber tomado esa decisión. Volverías a intentarlo y los peligros no serían menores. Eso sin contar con el riesgo de que tu secreto sea descubierto.» Esa idea fue la que movilizó sus últimas fuerzas.

Kaminski había perdido toda conciencia del tiempo. No le inquietaba saber cuánto había transcurrido ni cuánto necesitaba todavía. Colocar piedra sobre piedra… no tenía otro pensamiento.

Cuando aquella especie de múrete de piedras sueltas alcanzó por fin la altura de su cintura, Kaminski se subió encima. Enseguida confirmó lo que ya había supuesto: sobre el ataúd de mármol había una tapadera que estaba un poco corrida hacia un lado. Kaminski sostuvo la linterna de modo que su rayo de luz entrara por la abertura.

Tuvo la impresión de que la linterna ya había perdido parte de su fuerza, pero le bastó todavía para reconocer en el interior la figura de una momia envuelta en vendas de color pardo.

La cabeza estaba descubierta y pudo distinguir el apergaminado rostro de una mujer con el cabello amarillo y liso, como alambre. Aunque faltaban los globos de los ojos, Kaminski experimentó la sensación de que la mujer le dirigía una mirada penetrante que le hizo sentir terror. La mano con la que sostenía la linterna tembló y los movimientos desordenados del rayo de luz parecieron dar vida, como por encanto, al rostro de la momia. Pareció que rechinaran los dientes en una mueca repugnante, en un intento de ponerse a hablar. De las aletas de la nariz hasta la boca y en el centro de la frente había profundas arrugas como si la mujer hubiera recibido la muerte de una manera convulsiva. La misma impresión causaban sus brazos cruzados sobre el pecho con los puños cerrados que sobresalían apenas unos pocos centímetros de las vendas marrones que la envolvían.

Kaminski no encontraba tiempo para reflexionar poseído como estaba por una curiosidad desvergonzada y urgente, que le robaba toda posibilidad de pensar y así, movió ligeramente las vendas para dejar al descubierto un poco más de los puños de la momia. Fue algo que hizo sin saber por qué, sin tener idea de qué esperaba con ello. Y en ese momento Kaminski notó en sus brazos, Nu y en todo el cuerpo, la misma rigidez que parecía emanar de la momia. Cualquier movimiento le costaba un esfuerzo multiplicado, pero pese a todo no se desvió de su intención.

De modo extraño, inexplicable, las manos pequeñas y huesudas de la momia ejercían sobre Kaminski una rara seducción. Ya había notado que el dorso de las manos de una mujer le resultaba más fascinante que sus senos o sus piernas. Por esa razón, tuvo que tocar levemente las pequeñas manos de la momia. El roce le hizo sentir un estremecimiento y fue como si pasara los dedos sobre una superficie de papel satinado.

Ese breve toque le bastó para darse cuenta de que la mujer aferraba algo en su puño derecho. No le costó trabajo sacar el objeto de la mano cerrada. Era una piedra verde y brillante tallada en forma de escarabajo de un tamaño no mayor que la mitad de un huevo de gallina. El objeto, artísticamente trabajado, pesaba mucho y cuando Kaminski lo apretó en su mano, sintió una especie de cosquilleo, como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo. Se lo guardó en el bolsillo.

«Estás delirando -pensó el ingeniero-; ya es hora de que regreses.» Mientras razonaba así, la mujer envuelta en vendas de lino comenzó a girar delante de él y su cerebro entró en una absoluta confusión. Durante un instante, no supo dónde estaba; una nube negra cruzó ante sus ojos y, en su terror, gritó en voz alta:

– ¿Dónde estoy?

El sonido de su voz resonó seco y volvió a él como un eco repetido en las paredes pintadas. Las imágenes de los dioses y de los animales fabulosos se pusieron en movimiento y empezaron a marchar en una solemne procesión, todos en la misma dirección. Kaminski percibió un ligero sonido como un murmullo y una música exótica que acabó por transformarse en un coro que atronó sus oídos.

La momia, con sus dientes grandes y amarillos al descubierto, parecía dirigirle una mueca. Le faltaba el aire, vaciló y para no caer, se sujetó a una piedra que sobresalía de la pared, pero ésta cedió y Kaminski dio con su cuerpo en el suelo.

Se despertó como si saliera de un mal sueño; escuchó, pero no logró percibir rumor alguno. A su alrededor todo era silencio. La bombilla de la lámpara despedía una leve luz rojiza; la pila no duraría mucho más. ¡Fuera de aquí, fuera!, fue la idea que cruzó por su cabeza.

Kaminski se puso de pie, vacilando cruzó el pórtico sobre el montón de piedras, llegó a la elevada antesala y traspasó la siguiente parte angosta arrastrándose, buscando aire, tratando de respirar como lo haría un pez en tierra, por momentos anduvo a cuatro patas en su camino de regreso. Al llegar a la boca del pozo, no vaciló mucho tiempo, se colocó la linterna en la cintura del pantalón y se colgó sobre el abismo. Contrariamente a lo que le sucedió antes, ahora no pensó en el peligro. En su cerebro sólo martilleaba una palabra: fuera… fuera… fuera…

Una vez que estuvo en la plataforma al otro lado del agujero, la linterna comenzó a fallar y Kaminski la apagó. El pasadizo era tan estrecho que con los brazos extendidos podía tocar las paredes. En la oscuridad parecía aumentar la distancia, el camino que tuvo que recorrer encorvado le pareció interminable. Hubo un momento en que se detuvo. El sudor le corría por todo el cuerpo y respirar le causaba dolor. Pero no podía seguir parado, cualquier cosa menos rendirse.

Paso a paso, a tientas, Kaminski continuó su camino y de repente, creyó sentir una débil ráfaga de aire refrescante. Sacó la lámpara de la cintura del pantalón y la encendió. La batería se había recargado un poco, de modo que a la débil luz pudo distinguir la cuerda que lo habría de llevar arriba, a su barraca-oficina. ¡Lo había logrado!

Kaminski agarró la cuerda, pero entonces, cerca ya del objetivo final, se dio cuenta de lo agotado que estaba. Su intento de subir por la cuerda fracasó y se quedó colgado de ella como un saco mojado. Al cabo de dos nuevas tentativas, renunció. Probó a trepar de modo diferente, sujetándose a la soga con los brazos extendidos mientras que apoyaba los pies en la pared. Ya se encontraba casi arriba del todo, cuando estuvo a punto de ceder y caer, pero tuyo tiempo de sujetarse al tablón cruzado sobre la boca del pozo. Con ambas manos se aferró a él y con sus últimas fuerzas logró sacar el tronco fuera del agujero y seguidamente el resto del cuerpo. Se quedó tumbado en el suelo de la barraca como muerto.

Durante varios minutos el ingeniero mantuvo los ojos cerrados. Todos los miembros le pesaban como el plomo y lo más probable habría sido que el cansancio le hubiera dejado dormido allí mismo en el suelo, si por encima del débil siseo de la lámpara de gas no hubiera oído un ligero rumor que le transmitió la impresión de no estar solo en la habitación. Pero los párpados le pesaban tanto que le costó trabajo abrirlos.

– ¿No se encuentra bien, Kaminski? ¿Puedo ayudarle?

Le llegó lejana una voz profunda. En el primer momento no supo si soñaba. Por fin abrió los ojos y reconoció a Hella Hornstein, que estaba de pie directamente sobre él.

– ¿Puedo ayudarle? -repitió la doctora.

Kaminski no logró pronunciar ni una palabra, se limitó a negar con la cabeza y trató de poner orden en sus pensamientos. Tenía que ser ya medianoche pasada, tal vez las primeras horas de la madrugada. Antes de descender a la tumba de la momia había dejado la puerta de la barraca cerrada por dentro. ¿ Cómo era posible que Hella Hornstein estuviera allí delante de él? ¿Cómo iba a explicarle las razones por las que había quitado las tablas del suelo y había salido de aquel agujero?

La situación parecía ejercer un efecto menos sorprendente en la doctora Hornstein. No le hizo ninguna pregunta mientras le ayudó a levantarse. Kaminski se dejó caer en la silla giratoria delante de su mesa de trabajo y se pasó ambas manos por el rostro para limpiarse el sudor.

– ¡Dios mío, vaya aspecto tiene! -observó Hella, que cogió agua de una garrafa de vidrio que había junto a la entrada y mojó una toalla con la que le limpió la suciedad, el polvo y el sudor de la cara.

– ¿Le duele algo? -le preguntó preocupada.

– Me duele todo -balbuceó el ingeniero-, pero si lo que quiere saber es si estoy herido o lastimado debo decirle que no, por suerte.

Gustosamente y no sin cierta sensación de bienestar, Kaminski se dejó limpiar la suciedad. Esperaba oír, en cualquier momento, la pregunta de qué había estado haciendo allá abajo, pero la médica hizo como si su comportamiento fuera la cosa más natural del mundo y Kaminski no supo qué hacer. Al fin y al cabo, no era normal que un hombre saliera de un agujero del suelo y se derrumbara al lado, medio muerto de cansancio. Pero aún resultaba más extraño que la médica del campamento observara esa situación de modo casual y sin hacer la menor pregunta. ¿ Qué diantres estaba ocurriendo allí?

Finalmente, Kaminski rompió el fatídico silencio.

– ¿Cómo ha entrado aquí, doctora?

Hella hizo un movimiento de cabeza señalando la ventana como si quisiera decir «¿no se ha dado cuenta todavía?».

– ¡Ah, es eso! -exclamó Kaminski que vio en el suelo un saco de cemento y uno de los cristales roto. La ventana estaba abierta.

Finalmente, el ingeniero preguntó:

– ¿Es que no le interesa saber lo que he estado haciendo?

– Sí, sí, claro -respondió la médica.

– Entonces, ¿por qué no pregunta?

Hella Hornstein sonrió con sorna.

– Estaba segura de que acabaría explicándomelo. Al fin y al cabo… creo que debo decirlo, las circunstancias son bastante curiosas.

– De hecho, condenadamente curiosas y para ser sincero tengo que decirle que no resulta demasiado agradable que haya aparecido por aquí. ¿Quiere explicarme qué ha venido a hacer aquí en mitad de la noche?

– Lo estuve buscando -respondió la doctora Hornkein -, pregunté por usted en todas partes pero nadie sabía donde estaba. Cogí el coche y me vine para acá. La puerta estaba cerrada, pero por una rendija de la ventana que no había quedado bien cerrada pude ver que había luz. Tuve miedo de que le hubiese ocurrido algo. Perdóneme si le he molestado.

– Está bien -refunfuñó Kaminski de mala gana.

¿Qué otra cosa podía hacer? No le quedaba más remedio que confiarse a ella, pero la verdad era que no sabía cómo comenzar. Hella no le quitaba los ojos de encima y él, un tanto cortado, buscó afanosamente las palabras.

– La cosa no es demasiado fácil de explicar, doctora. Todo comenzó hace dos semanas, cuando el bloque 17 se cayó del vehículo de transporte. Yo estaba precisamente en la barraca; por entre las tablas del suelo surgió una gran nube de polvo. Eso me hizo sentir curiosidad y traté de averiguar cuál era la causa… Finalmente, encontré este agujero, una especie de boca de pozo. Debajo hay un pasadizo que conduce a una tumba y en ésta hay una momia.

Kaminski hizo una pausa. Observó detenidamente a la doctora y esperó de su parte una expresión de admiración o al menos de incredulidad. Pero la doctora Hornstein se limitó a mirarlo. No parecía muy asombrada, de modo que Kaminski desengañado por su actitud le preguntó:

– ¿Qué tiene que decir de mi historia?

La doctora Hornstein dio unos pasos para acercarse al escritorio de Kaminski, se sentó sobre él y dejó que sus piernas pendieran indolentemente; entonces, le respondió con otra pregunta:

– ¿Ha visto la momia con sus propios ojos, Kaminski? Quiero decir que cuando se está exaltado, nervioso, y ésta es una historia increíble y como para estarlo, se ven muchas cosas que en realidad no existen.

El rostro de Kaminski se contrajo en una mueca. Le dolió ver que no le creía y durante un momento pensó en hacerse el ofendido. Pero se le ocurrió algo mejor: metió la mano en el bolsillo y sacó el escarabajo verde.

Lo puso sobre la mesa delante de Hella Hornstein y le dijo:

– ¿Y este escarabajo…?, ¿se atrevería a definirlo como algo que no existe?

La mujer se quedó rígida. Miró el escarabajo verde como si se tratara de un animal que le causara asco. Al cabo de un momento lo cogió en su mano; es decir, tomó el escarabajo sobre la palma de una mano y con la otra se puso a acariciarlo, igual que si la piedra estuviera viva.

Kaminski permaneció inmóvil al ver las manos de Hella. Hasta entonces no les había prestado especial atención; pero en aquel momento, mientras acariciaban el escarabajo tuvo que pensar en las manos pequeñas y amarillentas de la momia, en los huesos del dorso, visibles bajo la delgada piel, y en los dedos largos y de delicadas articulaciones. La única diferencia era que en las manos de la médica todavía había vida. Kaminski observó el fluir de la sangre por las venas que, por un momento, pareció detenerse en un ligero temblor como si una corriente eléctrica de bajo voltaje la hubiera sacudido. Sintió placer al contemplar sus flexibles movimientos y mientras observaba a Hella, que parecía estar totalmente ausente, se apoderó de él una incontenible nostalgia que lo empujaba hacia ella.

La situación en la que se encontraban exigía una explicación. Los tablones del suelo todavía estaban a un lado y dejaban ver el profundo agujero. Fuera de la barraca empezaban a aparecer los colores grisáceos de las primeras horas del día y no faltaba mucho tiempo para que los obreros del primer turno acudieran a sus lugares de trabajo. Antes de eso, tenían que ocultar todo rastro de la aventura.

A Hella Hornstein aquello no le preocupaba; toda su atención seguía fija en el escarabajo, que continuaba acariciando cuidadosamente y con gran ternura. Kaminski y el lugar en que se encontraban parecían no existir para ella, y el ingeniero, por su parte, tampoco se atrevió a recordarle su presencia.

Pasaron unos minutos que se hicieron interminables. La doctora Hornstein se quedó inmóvil y de pronto, como si fuera presa de una repentina inspiración, le dio la vuelta al escarabajo sobre la palma de la mano y con ojos muy abiertos contempló la pulida parte de abajo.

Hasta ese instante, Kaminski no le había prestado la menor atención a ese lado de la figura, pero en ese momento vio siete finas líneas verticales de jeroglíficos cuyo significado le era tan ajeno como la escritura árabe o la india. Pensó, como era natural, que también la doctora Hornstein estaría en esa misma situación.

Kaminski se quedó mirando asombrado a Hella cuando ésta comenzó a balbucear unas palabras en un idioma para él incomprensible, que sonaban como age-nefer-ajati-njen. Seguidamente, pensó que estaría bromeando -no podía pensar otra cosa- y comenzó a reírse muy fuerte, como quien se quita un peso de encima. Parecía que con esas carcajadas quisiera sacarse del cuerpo toda la tensión que hasta aquel momento lo había dominado. Aquella risa hizo que la doctora volviese a la realidad.

– ¿Puede traducirme lo que acaba de leer? -le preguntó Kaminski excitado.

La doctora lo miró con expresión de incredulidad.

– No sé de qué me habla -fue su respuesta.

– Del jeroglífico que acaba de leer en voz alta. ¡Aquí! -le indicó la parte de abajo del escarabajo.

– ¿Cómo se le ocurre una cosa así?

La actitud de la doctora Hornstein indignó a Kaminski.

– No sé qué pretende, doctora, y además me da igual, pero acaba de hacer como si leyera lo que hay escrito en el escarabajo, age-nefer… o como haya dicho. Algo muy cómico, verdaderamente.

– Yo no he dicho nada -afirmó Hella tozuda-, y aunque entendiera la inscripción escrita, lo que nunca aprendí, no podría leerla en voz alta. ¿No sabe usted que la pronunciación de esos jeroglíficos es algo que se ha perdido en el tiempo?

– No lo entiendo. Ya han sido descifrados muchos jeroglíficos, es decir-que han podido ser leídos, ¿no es así?

– Correcto; han sido descifrados. Pero eso no significa que su texto pueda ser leído en voz alta, o mejor dicho, podría hacerse pero no con la misma pronunciación que les daban los antiguos egipcios.

– Eso es muy interesante -reconoció Kaminski-. Pero pese a todo eso que me dice, lo cierto es que usted ha leído esos textos. ¿Quiere intentarlo de nuevo?

– ¡No sé leerlo! -gritó Hella furiosa y con un gesto violento dejó el escarabajo a su lado sobre la mesa-. ¡Y deje de tomarme por una estúpida!

Se bajó de la mesa y al hacerlo Kaminski vio con placer una parte de sus muslos bronceados.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Hella con acento más bien tímido y los ojos fijos en el agujero abierto en el centro de la estancia.

Kaminski no había tenido oportunidad de reflexionar sobre eso. La imprevista entrada en escena de Hella había creado una situación totalmente nueva. Lo más probable era que la doctora Hornstein fuera pregonando a los cuatro vientos lo que él había descubierto debajo de su barraca. Pero había juzgado equivocadamente a la médica.

Esta se le acercó y le dijo en voz baja y como si no esperara una respuesta:

– Espero, Kaminski, que antes de que haga público su secreto, me dará la oportunidad de ver su descubrimiento con mis propios ojos. ¿Le pido demasiado?

– ¡Oh, no, no! -contestó Kaminski sorprendido. No había esperado esa reacción-. Pero eso significa que usted tampoco le dirá una palabra a nadie, ¿lo comprende?

La doctora Hornstein se sintió ofendida.

– ¿Pero por quién me toma, Kaminski? Éste es su descubrimiento y yo me siento dichosa de ser la segunda persona que conoce el secreto. ¿No lo sabe nadie más?

– Ni pensarlo, doctora. Hasta hace sólo unas horas ni yomismo sabía lo que me esperaba ahí abajo. Pero permítame que le diga algo, ¡la visita puede ser peligrosa! Tiene que ser consciente.

– Lo sé -replicó la doctora Hornstein -. Si yo fuera miedosa por naturaleza, nadie me hubiera obligado a venir a Abu Simbel. -Mientras hablaba, mostraba una actitud serena y segura y Kaminski la consideró capaz de resistir el descenso. Y sobre todo, le complacía la idea de que esa mujer inaccesible dependía ahora, al menos en algo, de su afecto y de sus decisiones.

– ¡De acuerdo! -dijo Kaminski y le tendió la mano-. ¿Cuándo le irá bien?

Hella le estrechó la mano, su apretón fue frío pero firme. A continuación dijo sin soltarle la mano:

– ¡Lo dejo totalmente en sus manos! -Y al cabo de una breve pausa añadió-: Encuentro un poco ridículo que nos tratemos con tanta ceremonia, deberíamos tutearnos. Mi nombre de pila es Hella.

– ¡Arthur! -correspondió Kaminski. Por primera vez se sintió realmente cortado y lo notó en su voz cuando añadió-: Tiene usted un nombre muy bonito.

La miró vacilante, como si no pudiera estar seguro de que hablaba en serio. Sintió la necesidad de librar su mano de la de ella, pero no porque le molestara el contacto sino, al contrario, porque aquel roce le hacía sentir deseos de acariciar su cuerpo más y más.

Ella pareció presentir sus sentimientos y mantuvo firme su mano.

– No debes llegar a falsas conclusiones -dijo con seriedad-. Me caíste bien desde el principio, pero las cosas no tienen que ir más lejos. Creo que nos entendemos.

Soltó su mano.

Kaminski se la quedó mirando como quien acaba de recibir un desplante. Jamás una mujer lo había rechazado de ese modo y tampoco nunca se había sentido tan entregado a ella. No sabía a qué podía deberse aquella situación. Tal vez al profundo encanto interior que emanaba de aquella mujer, a su misteriosa forma de ser o al hecho de que parecía más fría y distante que ninguna de las mujeres que había conocido hasta entonces.

– ¡Está bien! -replicó, por dar muestra de alguna reacción.

Seguidamente comenzó a tapar la boca del pozo. Sobre los maderos distribuyó los guijarros hasta dejar el suelo como lo había encontrado, después colocó el entarimado. Hella, con ayuda de un saco doblado trató de quitar las huellas de polvo y suciedad del suelo de la barraca; después, con las manos, hizo lo mismo con las ropas de Kaminski.

– No hace falta que todo el mundo sepa de dónde vienes -comentó sonriendo.

Ésa fue la primera vez que Kaminski vio en su rostro una sonrisa sincera.

Durante el camino de regreso a la zona residencial del campamento en el Volkswagen de Hella, Kaminski, repentinamente le preguntó:

– ¿Llegaste a conocer bien a Mösslang?

– ¿A tu antecesor? -Hella pareció concentrarse en la carretera más de lo necesario-. ¿Qué significa conocer? No más que a cualquier otro. ¿Por qué me lo preguntas?

– Le pregunte a quien le pregunte está claro que nadie le conoció bien.

– Era, como se dice, un… solitario; ésa es la única razón.

– ¿La única?

– Yo no conozco ninguna otra -replicó Hella y su voz resonó aún más baja y profunda de lo habitual.

– Todo parece indicar -comenzó ceremonioso el ingeniero- que Mösslang conocía la existencia de la tumba con la momia. Fue él quien hizo que la barraca se construyera precisamente en el lugar en que está y no de modo casual, sino con la intención de ocultar el acceso e impedir que otros pudieran entrar. No fue una mala idea, como puede verse, y hubiera logrado su propósito de no haberse producido el accidente con el bloque de piedra.

– Me cuesta creerlo -caviló Hella mientras hacía virar el coche hacia la calle principal que llevaba al hospital-. Quiero decir, que si Mösslang sabía lo que había allá abajo, ¿por qué razón silenció su descubrimiento?

– ¿Por qué lo guardamos en secreto nosotros?

Hella hizo como si no hubiese entendido la pregunta y por primera vez cruzó por la mente de Kaminski la duda de si la doctora estaba jugando con las cartas marcadas y si sabía de antemano que existía la tumba y, por eso, lo había estado observando desde el principio. Al fin y al cabo, él era el único que tenía acceso continuo a la barraca, el único que no se hacía sospechoso si se pasaba allí dentro la noche entera. Pero antes de que tuviera auténtica conciencia de lo que ese conocimiento hubiera significado, apartó la idea de su mente.

La doctora pareció presentir sus dudas.

– ¿Puedo confiar en ti, Arthur? El asunto debe continuar siendo nuestro secreto.

– Prometido -respondió el ingeniero.

Habían llegado a la puerta de la casa de Hella y ésta detuvo el coche.

– ¿Y esto? -Se sacó del bolsillo de la blusa el escarabajo verde.

– Puedes quedártelo si tanto significa para ti -le dijo Kaminski, que se sintió espléndido.

Posiblemente se hubiera arrepentido de su generosidad al minuto siguiente de no haber ocurrido algo que le hizo olvidar todo lo demás.

Hella Hornstein, la fría e inaccesible médica del campamento, se inclinó hacia él, le pasó los brazos alrededor del cuello y con sus labios secos le dio un beso en la mejilla. No dijo una sola palabra y Kaminski se sintió tan sorprendo por la inesperada fortuna que se quedó mudo.

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