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A Ahmed Abd el-Kadr, director desde hacía tres años del Museo Egipcio de El Cairo, no le gustaba ser molestado por las mañanas mientras revisaba el correo. Las cartas, solía decir citando a un sabio musulmán, son la mano derecha de la sabiduría. Por esa razón su secretario Solimán, que reinaba en la antesala de la dirección, mantenía cerrada la puerta del despacho cuando Abd el-Kadr leía la correspondencia de la mañana para que nadie lo interrumpiera.

La dirección, situada a la derecha de la entrada principal en los bajos, causaba una impresión de desidia y abandono. En sus pasillos, cuyo desgastado suelo de piedra anunciaba desde lejos la llegada de cualquier visitante, había grandes estanterías con libros, manuscritos y carpetas. El polvo que los cubría delataba que hacía más de medio siglo que muchos de ellos no eran consultados. La eterna falta de espacio del museo había desplazado la dirección a esa parte del edificio, que incluso en pleno verano era un lugar oscuro y el aire denso y polvoriento dificultaba la respiración de los que trabajaban allí.

Ahmed Abd el-Kadr era el único que parecía sentirse a gusto en aquel lugar, raramente abandonaba su caluroso despacho y cuando lo hacía era por poco tiempo. Su puesto de director estaba muy bien considerado y era comparable a un alto cargo gubernamental, en lo que a rango social se refería; se decía, además, que Abd el-Kadr contaba con muy buenas relaciones. Desde luego, superaban con mucho sus conocimientos de egiptología, ya que le había costado mucho esfuerzo obtener su licenciatura en Oxford y no con muy buenas notas.

En el transcurso del trabajo de aquella mañana, el secretario llamó a la puerta del despacho de su superior, aunque sabía que no iba a obtener respuesta de éste porque, como ya hemos dicho, le disgustaba enormemente ser molestado. Solimán debía de tener una razón muy poderosa para interrumpirlo, pues de otro modo no hubiera sido capaz de semejante atrevimiento. Ahmed el-Kadr ni siquiera se dignó levantar la mirada de su escritorio.

– Sir -se disculpó el secretario-, ha llegado un envío procedente de Abu Simbel. -Al ver que el director no reaccionaba se atrevió a preguntar-: ¿Dónde quiere que lo lleve, sir? Y puso sobre la mesa el recibo con el que había llegado.

– ¿Abu Simbel? -preguntó Abd el-Kadr.

Solimán afirmó con un enérgico movimiento de cabeza, estiró los brazos y añadió:

– Tiene al menos dos metros de largo.

El director se levantó y dio instrucciones para que lo entraran por la puerta de atrás y lo llevaran al Instituto Arqueológico. Seguidamente salió a la antesala, tomó el teléfono y marcó un número, pero la línea permaneció muda.

– El teléfono está estropeado -se disculpó Solimán, y Abd el-Kadr dejó caer con violencia el auricular sobre la horquilla.

– Aquí hay que contar con la suerte para que algo funcione.

– Trabajo alemán de precisión -observó el secretario con una sonrisa.

El director respondió amargamente:

– Sí, pero del año 1934. El profesor el-Hadid debe presentarse en el instituto.

Después comentó algo sobre los estúpidos rusos que habían llegado al país en vez de los alemanes y que aquéllos eran los resultados. Abd el-Kadr percibió con el rabillo del ojo el rostro de una mujer en la alta ventana de la antesala que, con la mano en pantalla sobre los ojos, parecía tratar de ver lo que ocurría en el interior. Pero en esos momentos el director se encontraba demasiado excitado para conceder importancia a aquella aparición. Por la misma razón, tampoco se dio cuenta de que cuando cruzaba el parque de camino al Instituto Arqueológico una mujer lo seguía a cierta distancia.

Ahmed Abd el-Kadr formaba parte, pese a su alto cargo, de los grupos de oposición que en número creciente veían en el socialismo árabe de Nasser más una plaga que la solución a los problemas económicos y sociales de Egipto. Tampoco tenía buena opinión de los rusos que estaban presentes como consejeros en todos los puestos claves del país. Hubiera preferido una apertura a Occidente, aunque sólo fuese para que los teléfonos volvieran a funcionar.

Delante del instituto estaba aparcado un camión cuyos laterales llevaban la inscripción «Joint Venture Abu Simbel». Como muchos otros, también el edificio se encontraba en lamentable estado. La fachada necesitaba urgentemente una mano de pintura, los cristales de colores de las puertas de entrada estaban rotos en su mayoría y desde hacía años esperaban su reposición, y los peldaños de hierro de la escalera habían acumulado una respetable capa de óxido. Cuatro mozos del museo, cuyos uniformes de color marrón más bien parecían pijamas, arrastraban un gran cajón sobre el rellano de la escalera.

El director les pidió que tuvieran cuidado, pero sólo consiguió disimuladas risas, ya que la palabra «cuidado» se contaba entre las más usadas por todos los arqueólogos siempre que se refería al manejo de objetos puestos bajo su custodia. En aquel caso concreto, verdaderamente había que ir con precaución.

Un pasillo largo pintado de blanco en el primer piso del edificio conducía a una puerta de dos hojas con paneles de vidrio esmerilado y la inscripción «Laboratory». Ésta era una habitación de unos cincuenta metros cuadrados presidida por una gran mesa alargada cubierta con una chapa blanca, alumbrada con un gran foco redondo, como si se tratara de la sala de operaciones de un hospital. Junto a las paredes cubiertas de azulejos blancos había aproximadamente una docena de espacios de trabajo con mecheros, alambiques, frascos, probetas y otros misteriosos objetos.

Al entrar el profesor el-Hadid, un hombre pequeño, de cuello abultado y con una corona de pelo cano, el-Kadr ya había abierto con una palanca la tapa de la caja que le enviaban desde Abu Simbel. Uno de los mozos del museo que estaba a su lado gritó y salió corriendo al ver el contenido: una momia seca, envuelta en trozos de vendas y trapos de color pardo, con el cabello bastante largo y enmarañado. Los otros ayudantes se quedaron algo apartados en un rincón, como si temieran que aquel ser tan extrañamente conservado pudiera levantarse y salir del cajón en cualquier momento.

El-Hadid, catedrático de anatomía patológica de la Universidad Ain-Shams de El Cairo y uno de los mayores expertos en momias de todo el mundo, parecía más excitado que todos los demás. Con un pañuelo blanco se secó el sudor que le corría por el cogote mientras observaba el interior de la caja. Sus ojos, protegidos con unas gafas de gruesos cristales tintados, miraban inquietos.

– ¿Está usted completamente seguro? -le preguntó a Abd el-Kadr sin apartar la vista de la momia.

– ¡Completamente seguro! -confirmó el arqueólogo-. Es Bent-Anat. Existen varias referencias a su nombre.

El catedrático movió la cabeza como si dudara de su juicio.

– Bent-Anat -repitió dos veces-, Bent-Anat.

– Hija de la diosa Anat -subrayó el director del museo-, una diosa asiática del amor y de la guerra.

– ¿Una asiática?

– ¡Oh, sí!… -respondió-. Ramsés adoraba a las diosas asiáticas Anat y Astarté con especial predilección, levantó un templo para cada una. De Anat llegó a afirmar más tarde que era hija del dios egipcio Ptah. ¿Por qué razón Ramsés no iba a dar a una de sus hijas el nombre de la diosa?

– ¿Cómo hija? Yo creía que era su esposa.

– Ambas cosas, respetado colega, ambas cosas. Bent-Anat fue su hija y su esposa.

El profesor alzó la mirada como si quisiera decir: «Por Alá, ¡vaya un tipo ese Ramsés!», pero guardó silencio.

Entre los seis, Ahmed Abd el-Kadr, el catedrático y los mozos, sacaron la momia de la caja de madera en la que había sido transportada y la dejaron con cuidado, sobre la mesa blanca, en el centro del laboratorio.

– ¡Es un milagro! -exclamó el-Hadid y se quedó de pie ante el cuerpo embalsamado en actitud reverente.

En sus veinte años de profesión había examinado muchas momias (sus investigaciones con las de los faraones le habían dado fama mundial) y, sin embargo, cada nueva momia aceleraba los latidos de su corazón, como le ocurría en esta ocasión.

– ¡Luz! -ordenó el patólogo y uno de los auxiliares encendió el foco que alumbraba la mesa.

El profesor dirigió el haz de luz sobre la cabeza de la reina, cruzó los brazos sobre el pecho y contempló a Bent-Anat como si quisiera conversar con ella. Seguidamente cambió varias veces de posición, se agachó para examinarla algo más de cerca y otra vez volvió a sacar el pañuelo para secarse el sudor.

Finalmente, el-Hadid bajó sus gruesas gafas hasta dejarlas casi sobre la punta de la nariz, colocó sus manos detrás de la espalda como si estuviera dando un tranquilo paseo y observó con todo detalle la dentadura bien conservada de la momia. Valoró el estado de cada diente uno por uno. Cuando se irguió de nuevo, dejó escapar el aire por las aletas de la nariz, lo que en una persona como él era señal de intensa tensión.

– ¿Su primera impresión? -quiso saber cuanto antes Abd el-Kadr.

Se daba cuenta de su inconveniente precipitación, pero no podía contener la curiosidad.

El catedrático dio dos pasos atrás y respondió:

– ¿No es como si aún estuviera viva? ¡Fíjese!

A los mozos del museo les costaba trabajo conservar su actitud respetuosa. Se miraban entre sí sin entender nada. Por Dios Todopoderoso, ¿qué podía haber visto el profesor en esa cosa seca, carcomida y deformada para decir eso? Ninguno comprendía cómo era posible que un hombree famoso, respetado e instruido perdiera su tiempo con cadáveres secos como sarmientos.

– Era todavía joven cuando murió -continuó el-Hadid después de una pausa larga e insoportable dedicada a la observación, que ni siquiera el director se atrevió a interrumpir-, sin duda no tenía aún los veinticinco años y debía de ser de agradable apariencia y muy aseada, todavía se notan restos de maquillaje en sus cejas. Nunca antes había visto algo así, verdaderamente increíble.

– Lo absurdo es…

– ¿Sí? -Curioso, el profesor interrumpió al director del museo.

– Lo absurdo es que debemos este descubrimiento al azar. Los que encontraron a Bent-Anat no fueron arqueólogos sino obreros de la construcción. Eso es agua en el molino de los que afirman que la arqueología es la ciencia de la casualidad.

– Eso es algo de lo que puede acusarse a todas las ciencias exactas, sobre todo a las matemáticas. ¿O es que piensa usted que Tales de Mileto calculó mediante complicadas operaciones su célebre círculo o la ley del ángulo periférico? ¡Tonterías! Como se aburría clavó dos palos en la arena, los unió por medio de un semicírculo y descubrió que todos sus ángulos medían noventa grados. ¿Cree que el conocimiento tiene menos valor si se consigue casualmente?

Ahmed Abd el-Kadr se encogió de hombros y contempló los largos dedos de la momia. Bent-Anat tenía los brazos cruzados sobre el pecho y esa postura le confería un aire enigmático.

– A nadie se le hubiera ocurrido buscar la tumba de una esposa del gran Ramsés en Abu Simbel. Habría sido más lógico hacerlo en el Valle de las Reinas de Deir el-Medina. ¿Pero por qué se encontraba allí?…

– Probablemente, el faraón tuvo alguna razón para enterrar en ese lugar a su hija y esposa.

– Seguro, ¿pero cuál?

– Mire usted -dijo el-Hadid y se acercó un paso al director-, la investigación de ese motivo será un tema de trabajo para la ciencia y, ¡por Alá!, es posible que también la casualidad sea la que nos ayude a descubrirlo.

Con un movimiento de cabeza rápido y enérgico se colocó las gafas de nuevo en la punta de la gruesa nariz. Después, con unas pequeñas pinzas, le arrancó a la momia un solo cabello, lo cortó y lo depositó en un pequeño recipiente de cristal redondo. Hizo lo mismo con un trozo de venda y una muestra de piel que tomó de debajo del brazo. Cerró el frasco con su tapa, lo aseguró con una tira de cinta adhesiva y lo lacró a continuación.

– La semana próxima tendrá usted los primeros resultados del laboratorio.

Las pruebas de este tipo constituyen una rutina para un experto en momias. Con ayuda del examen de la piel, el pelo y el tejido el patólogo determinaría la antigüedad, el origen e incluso las enfermedades que sufrió en vida aquel ser embalsamado. El-Hadid propuso que después de tener las primeras conclusiones de los análisis se sometiera a la momia a una observación por rayos X para luego decidir si debían realizarse nuevas pruebas y sobre todo para saber si era necesario quitarle las vendas, lo que podía aportar conocimientos muy importantes.

Terminado el trabajo, los mozos volvieron a colocar la momia en su ataúd de madera y el-Kadr clavó la tapa. Después, todos abandonaron el laboratorio y salieron al exterior por la oxidada escalera.

En el jardín del edificio los recibió el bullicio del tráfico y tuvieron la impresión de que acababan de regresar de otro mundo y otra época.

Los ayudantes se pudieron marchar y el-Kadr y el catedrático recorrieron juntos un trecho del camino polvoriento sumidos en sus propios pensamientos y poseídos de una extraña inquietud.

– Sé lo que piensa en estos momentos -comenzó el-Hadid-, creo que es lo mismo que tengo yo en mente. Se hace algo diez veces, veinte veces y, sin embargo, en cada ocasión se siente la misma sensación de que se está haciendo algo incorrecto, ¿no es así?

Ahmed el-Kadr se detuvo.

– Exactamente eso es lo que venía reflexionando. En estas situaciones siempre me siento un intruso, un profanador sacrilego.

– ¿No es un objetivo de la ciencia investigar el pasado de la humanidad? -El profesor sacó del bolsillo de su chaqueta el pequeño recipiente de cristal precintado, lo puso delante del rostro del arqueólogo y añadió-: ¡Créame, en este frasquito hay más conocimiento que en el cerebro de un filósofo!

El-Kadr alzó los hombros. Le costaba trabajo asimilar las ideas del patólogo, pero le tranquilizó observar que también él tenía escrúpulos. Andaron juntos un rato más hasta la elevada puerta de hierro del jardín. Allí sus caminos se separaron.

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