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Kaminski se había adaptado rápidamente a la vida en Abu Simbel. Se avenía bien con la gente, en primer lugar porque era un tipo parecido a todos los demás; en segundo, porque, pese a la presión que ejercía el límite de tiempo impuesto para la ejecución de la obra, reinaba un tono distendido y, por último, debido a que allí le era posible aquello que se esforzaba en conseguir: olvidar. Sobre todo le había resultado de gran ayuda la repentina y amistosa inclinación que el italiano Sergio Alinardo parecía sentir por él.

Fue Sergio quien insistentemente le aconsejó a su amigo Arthur que se mantuviera alejado de la doctora Hornstein, la médica del campamento, y sabía fundamentar sus razones: pese a sus bonitos ojos la doctora era fría como un pez y ningún hombre al sur del trópico de Cáncer había conseguido intimar con ella, ni siquiera el doctor Heckmann, el atrevido director del hospital, que seguía cada uno de sus movimientos con cautela pero sin lograr acercarse a ella ni un paso más de lo estrictamente profesional.

En lo que a Kaminski se refería, éste había confiado en olvidar por completo el tema mujeres mientras estuviera en Abu Simbel. Había esperado no encontrar allí ni un ejemplar del sexo femenino y su sorpresa fue mayor al tropezar con una mujer de las características de Hella Hornstein.

El propio Kaminski se sentía incapaz de explicarse que era lo que pese a todas sus prevenciones hacía que se sintiera tan atraído por aquella mujer. Al menos en su aspecto externo, la médica no se correspondía en absoluto a su ideal de mujer. Al contrario; era lo que Kaminski solía llamar el tipo de estudiante adolescente, casi sin pechos, delicada y, en contra de la moda de la época que imponía el cabello largo y liso, con el pelo muy corto. ¿Le excitaba lo andrógino de su aspecto, subrayado aún más por lo profundo de su voz o era simplemente su inaccesibilidad lo que atraía a Kaminski de modo tan enigmático? En todo caso, hubiera deseado, al visitar por segunda vez a Hella Hornstein para que le quitara los puntos de la herida, que se produjera alguna pequeña complicación que hiciera necesarias otras visitas. Pero no ocurrió así. Todo quedó en una insulsa conversación sobre la ciudad natal de la doctora, Bochum, y la promesa de continuarla en otra ocasión.

La oportunidad se hacía esperar ya muchos días. En el casino, donde solía pasar la mayor parte de las noches en compañía de Alinardo y Lundholm, se repetían siempre los mismos temas de conversación y al cabo de dos semanas ya todo el mundo, en el aburrido ámbito de la obra, sabía que Kaminski conocía también Jiddah y Persia.

Una noche, en la que Alinardo tenía otro turno de trabajo, Kaminski vio desde la ventana de su alojamiento que la gente se dirigía al casino vestida con ropas de fiesta cosa que, por lo que él sabía, sólo ocurría en días especiales como Pentecostés y Navidad. Sin saber la razón de aquel inusual cambio de atuendo, se vistió con un traje gris, camisa blanca y corbata.

Al principio creyó que había llegado tarde, pues en la entrada se encontró con que todo estaba a oscuras; su sorpresa fue todavía mayor cuando al entrar en el casino vio que en una pantalla colocada de manera provisional se ofrecía una película en color. En el futuro no recordaría el itulo (se trataba de la historia de una mujer entre dos res) porque los acontecimientos que sucedieron fuera de la pantalla fueron para él mucho más excitantes que los de la película. Y lo que ocurrió fue que cuando Kaminski, en medio de la oscuridad, ocupó una de las sillas libres se encontró sentado junto a Hella Hornstein.

La copia de la película había sido pasada ya numerosas veces y se encontraba en tal mal estado que parecía que durante toda la proyección estuviera lloviendo. Pero a Kaminski eso le preocupó bien poco puesto que su ocupación principal era observar con el rabillo del ojo a la mujer que estaba a su lado, tratando de no desviar la cabeza, de la pantalla. Mientras en ésta dos maestros de escuela de ideología contraria cambiaban impresiones sobre las relaciones humanas, de pronto la doctora señaló con el dedo la pantalla y susurró en voz baja:

– Es allí donde está el espectáculo, Kaminski.

El ingeniero se sintió descubierto. Es posible que incluso se ruborizara, pero por suerte la penumbra no permitió que nadie lo viera. La verdad era que ella se había dado cuenta de su presencia y de que no dejaba de mirarla.

Terminada la película, Kaminski la invitó a tomar una copa pero la doctora declinó la invitación. Él no había esperado otra cosa y se ofreció a acompañarla a casa. Esperaba un nuevo rechazo pero para su sorpresa ella se lo permitió. Como protección, había dicho, de los peligrosos perros salvajes que por las noches merodeaban por el campamento.

La noche era muy apropiada para despertar sensaciones románticas incluso en un ingeniero de obras públicas tan prosaico como Kaminski. Nunca había visto un cielo tan vasto, claro y abierto. Parecía que el número de constelaciones se hubiera duplicado y su luminosidad también. El universo estrellado se extendía como una enorme bóveda porosa por la que penetrara el sol con su luz resplandeciente. Reinaba el silencio que sólo se rompía a intervalos por el ruido lejano y apagado de alguna draga o de alguna excavadora que trabajaba en la obra al otro lado de la colina. Una camioneta descubierta subía calle arriba y doblaba en el cruce en dirección al campamento de los obreros En esos momentos se oyó el aullido de los perros salsigilosamente iban de caza buscando su comida en las basuras. La temperatura seguía siendo de treinta erados pero, en comparación con los cuarenta y cinco o incluso cincuenta que se alcanzaban durante el día, parecía agradablemente fresca.

Durante un buen rato, Kaminski y Hella Hornstein caminaron juntos, en silencio, hasta llegar a la planta de transformadores brillantemente iluminada. En comparación con la estrellada cúpula del cielo, las farolas a ambos lados del camino tenían una luz amarillenta y melancólica. Hella andaba con los brazos en la espalda, lo que le daba un aire de inaccesibilidad que hizo que Kaminski recordara a su antigua maestra de escuela, que acostumbraba a dictarles paseando entre los pupitres de la clase en esa misma actitud. Y de repente, con el rostro levantado hacia el cielo, Hella Hornstein comenzó a hablar como una sonámbula:

– Bendito seas tú, ojo de Horus 1, que con tu belleza alegras a los dioses cuando te levantas en el cielo de oriente.

Kaminski se detuvo para escuchar sus palabras. No podía dar crédito a sus oídos y menos aún cuando su acompañante continuó:

– Isis, tu hermana, viene hacia ti, Horus de la luz, dichosa con tu amor. Tú dejas que se siente sobre tu falo y tu semen penetra en ella… -Se interrumpió para volverse a mirar a Kaminski-: Espero no haberle asustado.

– De ningún modo -balbuceó Arthur un tanto turbado-, Ja he estado escuchando con gran devoción. Sus palabras sonaban muy poéticas, realmente.

Fue para él como si de repente la inalcanzable médica se hubiera convertido en otra mujer, como si de improviso hubiera perdido su frialdad y la severidad de su actitud hubiera dejado lugar a una especie de orgullo que expresaba más un sentimiento de autoestima que de arrogancia profesional.

– La frase proviene del Libro de los Muertos -observó aquella extraña mujer y por vez primera Kaminski la vio sonreír-, que tiene más de tres mil años de antigüedad.

– Verdaderamente fascinante -reconoció Kaminski más que nada para mantener la conversación-. ¿Se interesa usted por la historia de Egipto?

Aunque la doctora Hornstein tuvo que haber oído y entendido su pregunta, no respondió. Echó la cabeza muy atrás para fijar sus ojos en el cielo y dijo:

– De acuerdo con las creencias de los antiguos egipcios, en el cielo nocturno las almas de los muertos se encuentran con los dioses inmortales, y con ellos participan en la vorágine de la Vía Láctea en el cosmos inconmensurable.

Kaminski también alzó el rostro hacia el cielo y dejó que el solemne resplandor de las estrellas cayera sobre él.

– Lo ha dicho usted con bellas palabras -observó y en esta ocasión lo dijo muy en serio-. ¿Sabe más cosas sobre el mundo del antiguo Egipto? Yo sé demasiado poco.

– Es una pena -respondió Hella Hornstein, pero en su voz no había desengaño. Más bien pareció tomar su confesión de ignorancia como una petición de que siguiera contándole más cosas-. Antiguamente, las gentes de este país creían que los hombres nacían en oriente y que a lo largo de su vida su alma cruzaba el cielo hacia el oeste, siguiendo siempre el curso del sol, hasta entrar en las regiones de la noche para pasar a otro ser. Esa es la razón por la que fueron erigidas todas esas tumbas y esos templos funerarios en la orilla occidental del Nilo.

Kaminski meditó un momento.

– Abu Simbel también está en la orilla occidental, aunque Ramsés no haya sido enterrado allí.

– Eso es cierto -respondió la médica-, pero las razones son otras. Sigamos; ya es tarde y quiero llegar a casa.

El ingeniero no entendía cómo el estado de humor de Hella Hornstein podía cambiar de modo tan radical de un momento a otro. No, no comprendía nada en absoluto de aquella mujer, pero decidió hacer como si no tomara en cuenta esa versatilidad. Y así, siguió andando a su lado como un perro dócil y bien educado.

Para Kaminski la cosa estaba clara: en contra de todos sus proyectos y decisiones anteriores, sabía lo que quería, tenía que poseer a aquella mujer, costara lo que costase. Podía mostrar bastantes cualidades para resultar atractivo a los ojos de una mujer como Hella. Lo pensó así y en el mismo momento le invadió la sensación de zozobra de que incluso allí, en el desierto, podía volver a caer en las garras del pasado.

En silencio, igual que al principio del camino, se acercaron a la casa de Hella, un edificio de piedra de un solo piso cuya cubierta estaba formada por tres cúpulas de ladrillo, una invención genial para que el tejado no ofreciera al sol implacable una superficie homogénea, con lo que se evitaba que las habitaciones se calentaran en exceso. En aquella casa, apenas a un tiro de piedra de su lugar de trabajo, vivía la doctora con dos enfermeras y un auxiliar que también pertenecían al hospital. La vivienda estaba rodeada de un muro de piedra de algo menos de un metro de altura, hecho de piedra arenisca y sin cemento, destinado a evitar la invasión de arena que podía producirse con el más ligero soplo del viento del desierto.

– ¡Kaminski!

El ingeniero odiaba que alguien le hablara así, con superioridad, pero se dominó para no provocar su mala voluntad. En cierto modo, aquel tono, como si estuviera dirigiéndose a un enfermo en la sala de visitas, se correspondía con el que Hella Hornstein solía mostrar a diario; pero él presumía que debajo se ocultaba una mujer distinta.

– ¡Mire allí, allí! -Se aferró al brazo de su acompañante mientras volvía el rostro hacia la entrada iluminada de la casa.

Una serpiente gruesa como un brazo se retorcía en la arena con movimientos violentos y convulsivos igual que si sufriera un penoso tormento. En el momento en que se desenroscó, Kaminski se dio cuenta de que tenía abiertas las fauces tan desmesuradamente que parecía que sus dos mandíbulas hubieran perdido su punto de unión y fueran a desgarrarse. De la boca salía la parte posterior de un gato de pelo rojo y blanco. Las patas y el rabo eran todavía reconocibles, pero con cada nueva convulsión de la serpiente, la presa desaparecía unos centímetros más en el interior de su garganta.

– ¡Chuschu! -Hella dejó escapar un grito y Kaminski comprendió que la víctima era el gato de la casa. A continuación no supo ciertamente cómo ocurrieron las cosas, pero de repente la joven se precipitó en sus brazos y enterró el rostro en su pecho-. ¡Chuschu! -repitió una y otra vez.

Kaminski hubiera deseado que el abrazo se hubiese producido en otras circunstancias; la inesperada proximidad del cuerpo de la doctora no le hizo sentir nada e intentó separarse convencido de que tenía que hacer algo para poner fin a esa horrible escena.

– ¡Una escopeta! -gritó-, ¿tiene alguien una escopeta en la casa?

Hella se encogió de hombros. Su mirada era desesperada.

– ¿Tiene un hacha?

Desde la casa de al lado, alarmado por aquellos gritos en medio de la noche, se acercaba un sirviente egipcio que lanzó una mirada de terror a la serpiente, después vio a Kaminski.

– ¡Un cuchillo, míster! -Hizo un gesto separando las manos para indicar que el cuchillo casi medía un metro.

– ¡Bien, tráelo! ¡Deprisa! -gritó Kaminski.

El sirviente volvió a la casa corriendo. Poco después, retornó con un pesado sable curvo de los que pueden cornnrarse en los mercados árabes. Kaminski tomó el arma con ambas manos y sin vacilar se dirigió precavidamente a la serpiente, que seguía realizando violentas contorsiones. De su boca ya sólo salía el rabo del gato, una visión repugnante.

Kaminski levantó el sable con las dos manos por encima de su cabeza y con un golpe fortísimo dividió al monstruo en dos partes. La sangre salpicó y coloreó el suelo arenoso. Pero la serpiente no había hecho más que dividirse en dos y cada una parecía tener su propia vida. Las dos mitades continuaron sacudiéndose, agitándose y golpeando sobre la arena sin dar muestras de cansancio. Al darse cuenta, Kaminski volvió a alzar el sable y dividió los trozos de la serpiente en dos, tres, cuatro partes… hasta reducirla a pequeños pedazos. Así terminó aquella carnicería.

Hella había seguido el cruel espectáculo desde una distancia segura. Se llevó las manos a la boca.

– ¡Qué horrendo presagio! -dijo.

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