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Simultáneamente a esos hechos se produjo un extraño incidente en el hotel Ornar Khayyam, que incluso días después dio ocasión a la publicación de una noticia a una columna en el prestigioso diario Al Ahram.

Una señora elegantemente vestida desayunaba en la terraza del hotel. Era la única europea que se había sentido capaz de soportar el intenso calor al aire libre. Los demás huéspedes prefirieron el aire denso, aunque algo más fresco del comedor con sus llamativas ventanas de color amarillo junto al vestíbulo de entrada.

El desayuno en el Ornar Khayyam era una catástrofe, como ocurría en todos los hoteles egipcios. El camarero vestido con una galabiya blanca le ofrecía a cada huésped dos pequeñas raciones de mermelada y un paquetito de mantequilla; únicamente el té era abundante.

En un hotel de El Cairo, una mujer que viaja sola llama la atención y más aún si es atractiva y parece muy segura de sí misma. Entre los clientes se hacían cabalas sobre quién podría ser esa señora y si valdría la pena invitarla a cenar en uno de aquellos restaurantes flotantes anclados a orillas del Nilo.

Aparte del desayuno, la mujer no comía en el hotel. Generalmente abandonaba el Ornar Khayyam por la mañana y cuando regresaba ya tarde el único que advertía su llegada era el conserje de la noche.

Su porte orgulloso, que impedía que los hombres se dirigieran a ella, no tenía nada de vanidoso. Irradiaba una especie de dignidad que es rara de encontrar en una joven de su edad. Era preciso por lo tanto una buena dosis de seguridad en sí mismo o de atrevimiento y en el mejor de los casos de ambas cosas para dedicar una galantería a una mujer así o para atreverse a dirigirle la palabra.

El hombre que aquella mañana se acercó a la mesa en que desayunaba la desconocida era norteamericano, de unos cincuenta años y reunía ambos requisitos. Se presentó como Ralph Nicolson, declaró que tenía una fábrica de tejidos de algodón en Chicago y le preguntó si conocía esa ciudad. La segunda cuestión fue si le permitía sentarse a su mesa. Le dijo que estaba radiante y la felicitó por ello.

– Congratulations! -dijo.

A la primera interpelación la joven respondió que no. En cuanto a la segunda, aseguró que no podía prohibírselo; de todos modos ya había terminado su desayuno y estaba a punto de marcharse.

Nicolson se molestó al ver que la bella extranjera no le decía su nombre, pero hizo como si no se diera cuenta del desprecio y le preguntó cortésmente si se encontraba allí por motivos de trabajo o si había venido a conocer las maravillas del país.

La mujer evitó una respuesta directa y señaló que resultaba imposible sustraerse a los encantos de Egipto aunque se estuviera allí por razones profesionales. A continuación rechazó la invitación del norteamericano para realizar un recorrido turístico. Lo hizo de modo educado pero firme; no tenía tiempo.

Terminó su taza de té y estaba despidiéndose del extranjero cuando de repente se llevó la mano al pecho y lanzó un grito agudo como si la hubieran apuñalado en el corazón; seguidamente, se desplomó en la silla como muerta.

Nicolson se levantó de un salto y trató de sostenerla, pero su cuerpo se inclinó hacia delante y por poco no cayó al suelo. Casi de inmediato acudieron algunos huéspedes y miembros del personal del hotel alarmados por el chillido. El portero se acercó con una jofaina de agua y salpicó la cara de la mujer desmayada sin ningún resultado.

– ¡El calor, el calor! -repetía una y otra vez.

Pasaron unos minutos hasta que el estruendo de una sirena anunció la llegada de la ambulancia. Dos enfermeros con traje blanco la colocaron en una camilla y la llevaron hasta el vehículo que arrancó inmediatamente y se alejó de allí a toda velocidad.

Era un viaje de sólo unos cientos de metros. A la salida del puente del Veintiséis de Julio se produjo un atasco que hizo imposible que la ambulancia continuara su marcha con la misma rapidez y un segundo embotellamiento la obligó a detenerse junto a los Jardines Andaluces. Entre unas cosas y otras, tardaron veinte minutos en llegar a la clínica de Ibu-en-Nafis.

Uno de los enfermeros abrió la puerta del vehículo: la paciente había desaparecido. Su nombre era Petra Kramer, según publicó el diario Al Ahram al día siguiente.

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