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Ese mismo día Cari Theodor Jacobi, el director general de la obra de Abu Simbel, se reunió en Asuán, 280 kilómetros Nilo arriba, donde había llegado a bordo de un Boelkow 207, con el ministro de Obras Públicas egipcio Kamal Maher y con el director ruso de la presa, Mijaíl Antonov. La reunión tuvo lugar en el viejo hotel Cataract en la pedregosa orilla derecha del Nilo, desde donde se ofrecía la impresionante perspectiva de la isla Elefantina, situada en el centro del río y que en aquel lugar lo obligaba a estrecharse notablemente.

La reunión, que estaba acordada desde hacía ya algún tiempo, adquiría extraordinaria actualidad debido a la invasión de las aguas en Abu Simbel. Jacobi opinaba que el accidente ponía en peligro la fecha 1 de septiembre de 1966 acordada para la inundación. Sin embargo, antes de que pudiera expresar sus reservas, Antonov lo sorprendió al afirmar que la obra de Sadd al-Ali, como los egipcios llamaban a la presa, tenía que ser adelantada al menos tres meses debido a medidas técnicas de ahorro.

– ¿Qué significa eso? -gritó Jacobi, indignado, y con un movimiento nervioso se aseguró las gafas en la nariz, lo que era un signo de sorpresa ante la nueva situación.

Maher, un hombre gordo y calvo que vestía ropas europeas y trataba de ocultar su calvicie bajo un fez rojo, se esforzó en calmar a Jacobi, pero su inglés chapurreado, difícil de entender, producía el efecto contrario.

– Eso significa -farfulló el egipcio- que Sadd al-Ali podrá estar en funcionamiento tres meses antes.

– ¡Pero eso es totalmente imposible! -gritó el alemán, que por lo general tenía un aspecto tranquilo-. ¿Para qué llegamos a acuerdos internacionales si ustedes no los respetan? ¡Pediré la intervención de la Unesco! El plazo estipulado, por el que yo me rijo, dice el 1 de septiembre de 1966 y así se queda. Además, venimos observando desde hace unos días que el nivel del agua crece con mayor rapidez de la que habían previsto sus propios cálculos.

En aquel momento el ruso intervino en la discusión.

– Querrido profesorr -replicó dirigiéndose a Jacobi-, esos cálculos están anticuados, se basaban, como debe comprender, en la creación de un canal de irrigación mediante el cual, durante el periodo de construcción de la presa, pudiéramos evacuar una determinada cantidad de agua a diario. Debe usted comprenderlo.

– La verdad es que no entiendo nada -replicó Jacobi, excitado.

Maher le quitó la respuesta al ruso:

– Antonov opina que si hubiera un canal de irrigación, no sería ningún problema regular la subida de las aguas.

El rostro de Jacobi enrojeció notablemente.

– ¿Pretende usted decir con ello que…?

– Hemos decidido prescindir del canal de irrigación. Inshallah.

– Inshallah.

El alemán golpeó con la mano abierta sobre la mesa, después se levantó ceremoniosamente y con las manos unidas detrás de la espalda se dirigió a la ventana y miró al exterior por las celosías entornadas.

En el calor del mediodía brillaban las piedras y por todas partes se oía el agudo canto de las cigarras. El aroma embriagador de las plantas exóticas penetraba a través de las ventanas cerradas. ¡Qué diferencia con el paisaje desértico de Abu Simbel, donde sólo olía a polvo y a arena!

– Debo confesar -reanudó Antonov su charla- que nos hemos engañado en lo que respecta al impulso natural de las aguas, es bastante menor del que se había aceptado. Todos los expertos habían considerado al desierto más sediento, tampoco la evaporación se produce conforme a los cálculos, ni siquiera aproximadamente. Por esa razón el embalse alcanzará su límite al menos tres meses antes de lo que se había previsto.

– ¡En ese caso, pueden ustedes olvidarse de Abu Simbel! No se podrá conseguir.

El ministro se encogió de hombros. La amenaza no pareció impresionarle demasiado.

– Cada día antes de que podamos enlazar las turbinas con la red, la presa nos traerá veinticinco millones de kilovatios más. ¿Sabe usted lo que eso significa para un país pobre como Egipto, profesor? ¡Veinticinco millones de kilovatios!

En ese momento Jacobi perdió su contención y le gritó al egipcio:

– ¿Y sabe usted lo que significaría para la humanidad la inundación prematura de Abu Simbel? Tengo la impresión de que usted pretende hacerse un nombre como aquel Eróstrato, que se hizo famoso hace dos mil trescientos años al incendiar el templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo. ¡No me gustaría estar en su pellejo!

Kamal Maher revolvió con dedos inquietos una verdadera montaña de papeles que había delante de él sobre la mesa Podía verse cómo la furia iba creciendo en él, pero también era clara su incapacidad para reaccionar ante los ataques del alemán.

Tacobi se dio cuenta y continuó insistiendo:

– Es posible que usted gane celebridad debido a unos millones más de kilovatios, pero en menos de cincuenta años su nombre sólo será mencionado como el del culpable de la destrucción de Abu Simbel.

Antonov miró a Maher con aire interrogativo, como si no entendiera lo que quería decir Jacobi. Y, casi excusándose, dijo:

– Yo no hago otra cosa que cumplir con mi deber…

Maher respiró profundamente.

– Usted habla como si precisamente mi intención fuera destruir Abu Simbel -aclaró-. Eso es una insensatez. Pero el presidente Nasser ha decidido la construcción de esta presa para mejorar las estructuras agrícolas de Egipto. El socialismo árabe no puede detenerse a causa de Abu Simbel.

– Eso es algo que nadie pretende -respondió Jacobipero lo que yo sí exijo es que se cumplan los acuerdos y que sean ciertas las cifras que se me ofrezcan. Confío en que sus cálculos, en lo que se refiere a la construcción de la presa, sean más precisos…

– ¡Bromea usted! -le replicó Antonov-. Permítame que le haga una indicación. Lo que discutimos aquí es un período de tiempo de tres meses. En un plazo de dos años, no creo que sea difícil, según mi opinión, recuperar esos tres meses, si es que me permite la observación.

Jacobi se apretó las gafas contra la frente y respondió:

– En circunstancias normales tendría usted razón, Antonov, pero no si se producen complicaciones.

– ¡Razón de más para que no ocurran! Debe procurar que no las haya, ¡usted es el responsable! -Maher señaló a Jacobi con el dedo índice extendido.

Este no se sentía precisamente satisfecho con los acontecimientos.

– Hemos tenido una inundación que significa al menos dos semanas de retraso.

– ¿Una inundación? -Kamal Maher pareció extrañado-. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa así?

– ¿Que cómo pudo ocurrir? -repitió el profesor Jacobi con las manos en alto y los ojos en movimiento, como haría un narrador de cuentos en el bazar de una ciudad árabe-. ¿Cómo pudo ocurrir que sus cálculos sobre la evaporación del agua del pantano fueran erróneos?

Maher calló. Tampoco Antonov dijo una palabra.

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