53

Kaminski alquiló una habitación en la calle Schiller en un barrio de dudosa fama. La pensión se llamaba Else como su propietaria, una viuda resuelta y algo metida en carnes, que ya había pasado de los cincuenta. Tenía una hija soltera que se parecía a ella como una gota de agua a otra incluso en la corpulencia. Juntas administraban las veinte camas y, desde el primer día, Arthur supo que algunas de las habitaciones también se alquilaban por horas, previo pago y sin factura, naturalmente.

A solas, en aquella fría habitación que le recordaba notablemente el miserable hotel de Asuán, salvo las persianas que no estaban cerradas y le permitían observar una tienda de máquinas de coser y bicicletas, Arthur se dio cuenta de que su vida carecía, de sentido sin Hella. Le dolía amargamente estar solo y comprendió cuánto la necesitaba. Sentía un deseo urgente de verla, de hablar con ella y cuando se encontraba con la hija de la dueña de la pensión se hacía más fuerte el anhelo irresistible de dormir con Hella, de revivir toda la salvaje pasión que siempre existió entre ellos.

En su desamparo, Kaminski volvió a llamar a la doctora Wurzbach de la biblioteca estatal. Arthur se había dado cuenta enseguida de que a la doctora, ya no tan joven y de aspecto serio, le seguían gustando las galanterías tanto como los primeros rayos de sol de la primavera.

Se presentó con un ramo de violetas que había comprado a una florista en la puerta de la universidad y la invitó a cenar en un restaurante italiano de la Theresienstrasse. La doctora Wurzbach aceptó contenta.

Su nombre de pila era Leila, un nombre que no le iba nada bien. Bebió lambrusco, que desató su lengua y la liberó de sus inhibiciones. Kaminski no se quedó corto y en el transcurso de la velada se bebió una botella de litro de frascati que había en su mesa, igual que en todas las demás.

Arthur supo despertar la compasión de Leila contándole detalladamente la búsqueda de Hella Hornstein y cómo había desaparecido de su vista precisamente allí mismo, en esa ciudad. Leila se quedó fascinada. Las circunstancias de la segunda vida de la reina de Egipto Bent-Anat la emocionaron de tal modo que le prometió investigar sobre el paradero de documentos u otras referencias relacionados con ella.

A Kaminski apenas le quedaban esperanzas. Pensaba que hasta que la doctora Wurzbach encontrara algo podían pasar semanas. Por eso le sorprendió aún más la llamada que recibió al día siguiente en la pensión. Leila Wurzbach le informó de que en Alemania existía otro documento en el que aparecía el nombre de Bent-Anat. Se trataba de una pieza de cuarzo en la que Hori, un oficial de Ramsés II, relataba los acontecimientos más importantes de su vida, entre ellos la muerte de una sin nombre en el año 42 del reinado de su soberano.

Leila le comentó que sobre la identidad de aquella sin nombre todo eran especulaciones, pero que se decía que se trataba de la hija y esposa de Ramsés, Bent-Anat. Determinadas circunstancias de su muerte estaban descritas en los jeroglíficos de la piedra de Hori. El doctor Stosch, un egiptólogo berlinés, sabía más sobre el caso.

¿Las circunstancias de su muerte? Arthur se quedó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Hella buscaba su propio fin?

Sin pensarlo demasiado, reservó una plaza en el avión a Berlín.

La niebla caía sobre el aeropuerto de Tempelhof cuando el Boeing azul y blanco de la Pan Am se posó en una de sus pistas. Era un día frío y desapacible de finales de verano. La Budapester Strasse y el Kurfürstendamm estaban cerrados al tráfico a causa de una nueva manifestación de los estudiantes y el taxista, enfadado, tuvo palabras duras e insultos contra aquellos vagos, como los calificó.

Kaminski percibía todo lo que ocurría a su alrededor envuelto en un velo de irrealidad. Ante sus ojos sólo se mostraba un objetivo: encontrar a Hella y averiguar la verdad sobre su misteriosa misión. Por mucho que se había defendido frente a Mahkorn, negándose a aceptar esa loca hipótesis, lo cierto era que en lo más íntimo de su ser ya hacía tiempo que se venía imponiendo la idea de que Hella era Bent-Anat.

No sabía cuándo la iba a encontrar, pero presentía su presencia. El mismo día de su llegada a la antigua capital alemana, el ingeniero visitó el Museo Egipcio en la Charlottenburger Schlosstrasse donde esperaba encontrar al doctor Stosch. Pero el egiptólogo no estaba allí y tuvo que resignarse a esperar al día siguiente.

Arthur subió las escaleras del museo en busca de la famosa piedra de Hori y fue a dar a una lóbrega estancia, cuyo centro estaba escasamente alumbrado. Bajo una especie de urna de cristal, rodeada de gente maravillada, descubrió el busto de Nofret. «¡Qué hermosa era!», pensó.

Kaminski se incorporó a la fila de los curiosos y dejó que la imperecedera belleza fuera actuando sobre él. El maquillaje, que parecía moderno, sobre un rostro de tres mil años de antigüedad lo llenó de animada excitación. Los ojos de almendra pintados de negro, la boca ligeramente torcida y sensual despertaron en él sentimientos profundos como si el rostro estuviera vivo. La pequeña barbilla y los pómulos salientes, ¿no se parecían a los de Hella Hornstein como dos gotas de agua? Y la nariz recta, regular, con sus pequeñas aletas, ¿no recordaba la gracia de sus encantadoras facciones?

Enseguida se olvidó de la muchedumbre que rodeaba el busto, se sentía seducido por esa cara que parecía un cornpendio de toda la feminidad y lo devoró con los ojos como un mirón. Cambió de lugar para admirar el delicado perfil, el cabello largo y la nuca saliente bajo la capucha azul característica de las reinas. Y al hacerlo, su mirada atravesó el lado opuesto del cristal de la urna y vio otro rostro que era al mismo tiempo muy parecido y muy distinto al de la reina egipcia. Conocía aquella cara, la boca apretada con la leve insinuación de una sonrisa, la nariz regular y los ojos almendrados y oscuros. Su fantasía ya le había gastado malas pasadas en los últimos tiempos; por eso, al principio se negó a aceptar lo que tenía ante sus ojos, como un espejismo. Se resistía a admitir la verdad, tal vez porque no había nada que deseara con más fuerza que el que aquella imagen engañosa fuera real.

El rostro al otro lado seguía inmóvil, pero vuelto hacia él, y no tuvo ninguna duda de que se había dado cuenta de su presencia. Durante unos segundos, los dos pares de ojos se miraron fijamente, como empeñados en un desafío por demostrar quién era el más fuerte, quién podía resistir por más tiempo la mirada del otro; seguidamente, movidos por una orden silenciosa e invisible, ambos se abrieron paso entre la gente que rodeaba el santuario de vidrio y Kaminski fue el primero en recobrar la palabra.

– ¿Tú? -habló por fin cuando estuvieron un poco alejados de la multitud y, vacilante, como si no se atreviera a creer que aquello era cierto, añadió-: ¿Hella?

– Sí -respondió ella-. ¿Qué haces aquí?

Kaminski la cogió por las muñecas. Quiso responder, pero en el momento en que percibió el contacto de su piel una extrema rigidez inmovilizó sus cuerdas vocales y no logró pronunciar ni una palabra. «¿Si supieras cómo te he buscado por todas partes? -hubiera querido decir-, ¿cuánto he hecho por encontrarte…?» Pero permaneció mudo, incapaz de articular un solo sonido.

Los visitantes del museo miraban a Arthur y Hella como si quisieran decirles que aquél no era el lugar más apropiado para sus asuntos sentimentales. La muchacha se dio cuenta y le dijo a Kaminski:

– No podemos seguir aquí. ¡Vamonos!

El ingeniero afirmó con la cabeza…

Llovía con fuerza cuando llegaron al vestíbulo de salida. Los automóviles circulaban por el Spandauer Damm levantando a su paso cascadas de agua. Desde el oeste, llegó un autobús de dos pisos de la línea 54 que se detuvo muy cerca de donde ellos estaban.

– ¡Vamos, sube! -gritó Hella y lo arrastró hacia el vehículo-. Aquí, al menos, estaremos a cubierto de la lluvia.

Ninguno de los dos sabía adonde los llevaría el autobús. En esos momentos les era totalmente indiferente. La joven empujó a Kaminski por la pequeña escalera y lo hizo subir al piso de arriba, donde se encontraron solos.

Sin una palabra, se sentaron uno al lado del otro con la mirada dirigida hacia la calle. Arthur, emocionado, trató de coger la mano de Hella, que se estremeció al sentir su contacto, pero que enseguida la dejó entre la suya. Kaminski movió la cabeza, como si no pudiera creer que fuera cierto lo que le había ocurrido en los últimos minutos. Verdaderamente había ido a buscarla, pero el encuentro fue excesivamente inesperado. Miles de pensamientos cruzaron su cerebro. ¿Cómo iba a comenzar?

– ¡No digas nada! -murmuró Hella entre el ruido del autobús.

En esos momentos ella también parecía sumida en sus pensamientos.

Kaminski se sonrió cortado y a la vez contento de que lo librara de su obligación de decir algo. Su contacto producía una cálida sensación y Arthur, aunque intentó defenderse de ello, se sintió invadido por los infinitos deseos contenidos en los últimos meses. Puso la mano, todavía cogida en la de ella, entre sus muslos; Hella lo dejó hacer, pero el resto de su cuerpo se contrajo en una especie de reacción defensiva.

– La última vez que te acaricié…

– ¡Chist!… -lo interrumpió ella-. Me gusta…

Fue en Asuán, en aquel miserable hotel con las persianas cerradas.

– Lo sé. -Hella mantuvo su mano apretada entre los muslos-. Eso es agua pasada.

– ¿Pasada? -Arthur no entendía. La miró a la cara-. Tienes que explicarme qué ocurrió. ¡Quisiste matarme!

Hella abrió las piernas y la mano de Kaminski quedó suspendida en el aire. Asustado, la retiró. Se sintió molesto por su rechazo y balbuceó:

– ¡Perdona!

La joven se echó a reír con aquella franqueza y cordialidad que él conocía tan bien de tiempos pasados y volvió a coger la mano que él había retirado avergonzado, la colocó de nuevo entre sus muslos y apretó con tanta fuerza que casi le causó dolor.

– No, no quise matarte -dijo ella. Su mirada seguía el tráfico en la calle mojada-. ¿Crees que si lo hubiera querido no habría sabido hacerlo? Sólo quise dejarte fuera de combate durante unos días para buscar un nuevo escondite para la momia, ¿lo entiendes?

Aunque no podía comprender de ningún modo lo que en aquellos días había pasado por su mente, Arthur no se atrevió a preguntárselo. Su mano extendida y aprisionada entre las piernas de Hella lo excitaba demasiado y temió que cualquier pregunta que le hiciera, como, por ejemplo, qué demonios pensaba hacer con la momia o por qué no le había dicho la verdad sobre sus sentimientos, podría llevarla a poner fin a aquella felicidad. Sabía que Hella podía ser implacable y guardó silencio.

– ¿No podemos olvidar todo lo que ha pasado? -comenzó la joven de nuevo.

¿Cómo podría olvidarlo? Abu Simbel había cambiado su vida. Kaminski hizo un gesto afirmativo, pero ausente y, de algún modo, se sintió como un perro bien adiestrado dispuesto a hacer lo que su dueño le ordenara. Eso lo enfureció, sintió rabia contra sí mismo y, en su debilidad, estuvo a punto de perder el control y gritarle a Hella que quién se creía que era, si pensaba que su presencia bastaba para hacer de él lo que quisiera… Pero en ese momento ocurrió algo inesperado que dio al traste con sus intenciones.

Hella se dio la vuelta y con las piernas abiertas se sentó sobre él. Kaminski miró adelante y atrás para saber si alguien los veía. Al comprobar que no era así, cedió y dejó que siguiera. La joven tomó la barbilla de él con su mano derecha y lo besó en la boca mientras que con la otra, segura de su objetivo, trataba de abrirle los pantalones. Montada sobre él, se movía como una amazona sobre la silla de su caballo. Ansioso, Arthur llevó las manos a sus senos pequeños y firmes. Hella dejó escapar un grito y echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido un latigazo.

¡Dios mío, qué mujer!, se dijo Kaminski. Y dejó de pensar, sólo sentía. Estaba a punto de perder la conciencia, sin voluntad y sin consideración alguna, deseando únicamente que los movimientos voluptuosos de Hella no terminaran jamás.

Y sin embargo aquella danza sensual tuvo un final abrupto.

– ¡Parada Otto-Suhr-Allee!

El sonido de las puertas hidráulicas al abrirse, seguido por el bullicio de un grupo de adolescentes con largas melenas, volvió a Kaminski a la realidad. Los muchachos tomaron al asalto la plataforma superior. Hella apenas tuvo tiempo de bajarse del regazo de Arthur y poner en orden sus ropas.

Se rieron, sentados allí y mirando con disimulo a través de la ventanilla empañada. Kaminski supo en ese momento que jamás lograría librarse de aquella mujer.

Se citaron para cenar esa noche en un pequeño restaurante italiano de la Kantstrasse. Apenas se habían sentado cuando llegó una de aquellas floristas que tanto abundan en las noches berlinesas. Arthur le compró el ramo entero con la correspondiente alegría de la joven vendedora y se lo entregó a Hella. Estaba decidido a demostrarle su amor por todos los medios.

Hella se sonrojó, cosa que Kaminski no había visto en ella hasta entonces. Sus mejillas adquirieron un color púrpura brillante y luminoso como el de una lustrosa manzana. Arthur se sentía dichoso y recordó que hacía mucho tiempo que no era tan feliz… con Hella.

El reencuentro, después de tanto tiempo, transcurrió tranquilo y sin complicaciones porque parecía que ambos se hubiesen puesto de acuerdo en no sacar a relucir un tema, ese tema. Kaminski abrigaba la esperanza de que las cosas podrían volver a arreglarse entre ellos. Había llegado a creer que los meses de ausencia los habrían distanciado, cambiado, convertido en personas diferentes. Pero no fue así, y Hella volvió a seducirlo desde el primer momento con la fuerza de la pasión y en ese instante desaparecieron todos sus reparos. No podía creer que el día anterior todavía la hubiera culpado de intentar quitarle la vida.

A ambos les vendrían bien unos días de distensión, juntos de nuevo, para centrarse, encontrar la calma y escapar al caos en el que la vida los había precipitado. ¿Había algo mejor que la reconciliación, que el deseo de renovar los sentimientos?

Bebieron frascati y saborearon una deliciosa saltimbocca en pinchos de madera y evocaron los tiempos felices en Abu Simbel.

– ¿Recuerdas nuestro primer encuentro? -preguntó Hella sonriendo-. Tenías un corte en la cabeza e insististe en que te diera los puntos sentado, sin echarte en la camilla. Sin duda querías que viera lo duro que eras.

Kaminski se echó a reír.

– Pero por lo visto no era así.

– Te desplomaste como un trapo mojado. Tuvimos que arrastrarte hasta la camilla entre dos personas.

Arthur guiñó un ojo:

– Lo hice a propósito, lo único que quería era apoyarme en tu pecho.

– De lo que te aprovechaste realmente y con largueza. -Y continuó-: Cuando Heckmann se dio cuenta de nuestras relaciones soltó todo su veneno y su resentimiento. Es uno de esos tipos que no saben perder. Se consideraba el más importante de los hombres, pero cuando yo lo miraba se empequeñecía como una de esas figuras de enanos que adornan los jardines, ¡ese Heckmann!

Hella se comportaba como si no hubiese habido cornplicaciones entre ellos, y Arthur tuvo la impresión de que se esforzaba en probarlo. Tal vez esos años de soledad, se dijo Kaminski, siempre en el mismo paisaje solitario y desértico, la habían empujado a esa especie de locura. Deseaba explicarle lo que pensaba, pero la promesa de marginar momentáneamente todo lo escabroso le impidió hacerlo y siguió hablando de otras cosas. Le informó del nuevo empleo en Turquía que aún no había aceptado definitivamente. ¿Y ella, qué pensaba hacer?, le preguntó.

Hella no respondió, sino que planteó otra cuestión.

– ¿Querrías volver conmigo a Abu Simbel?

Mientras hablaba sacó de su bolso el escarabajo verde y lo dejó sobre la mesa.

Arthur se quedó petrificado y la miró como si acabara de hacerle una terrible propuesta. Sintió que el corazón le latía con fuerza, sin saber realmente por qué. Quiso coger el amuleto, pero Hella fue más rápida y lo volvió a guardar en el bolso.

– Lo digo -añadió la doctora- sólo por ver el resultado definitivo. Al fin y al cabo tú participaste de manera crucial en el proyecto.

Kaminski estaba interesado, como era natural. Realmente quería ver su obra finalizada. Los periódicos sólo tenían palabras de elogio para el proyecto técnico y su ejecución magistral.

La joven extendió su mano sobre la mesa y sus ojos brillaron:

– Te acompañaré allí, donde empezó todo.

«Tiene razón -pensó él-. Tal vez sea posible girar hacia atrás la rueda del tiempo y volver a empezar en el lugar del primer encuentro.» Quizá fuera posible, con ese paso, salvarla de la demencia y hacerla volver a la realidad. Entonces podrían forjar planes para un futuro en común.

Pero en Abu Simbel también estaban las murmuraciones, el escándalo y la vergüenza; sin embargo, él sólo deseaba que la vida de Hella fuera suya.

De nuevo, mientras sostenía su mano entre las suyas, sintió el lazo que los unía con el pasado. Y ese cálido sentimiento provocó en él una reacción no deseada, se aferró a su mano como un ahogado que trata de salvarse y se oyó decir a sí mismo:

– Ésa es una idea magnífica, Hella. Regresemos a Abu Simbel, donde todo comenzó.

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