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Alguien totalmente inesperado, dada su situación, acabó ayudando a Jacques Balouet y Raja Kurjanowa a encontrar una explicación a la extraña cita del coronel Smolitschew con Hella Hornstein.

Cuando éstos regresaron a la pensión después ya de la medianoche vieron que Abdel Aziz Suheimy, como era su costumbre, seguía sentado en su desgastado sillón del zaguán leyendo el Corán y acariciándose de vez en cuando su negra perilla. Jacques alabó la gran devoción del pintor.

Este se rió con socarronería y, en un gesto característico de él, levantó los ojos al techo y explicó que la lectura frecuente del Corán no tenía nada que ver con la devoción sino con la sabiduría y se correspondía al deseo de Alá de que todos los creyentes fueran listos, inteligentes y los infieles, tontos. La palabra «Corán» no significaba otra que libro, un libro que se tenía que leer con asiduidad, y a eso era a lo que él se atenía.

Seguidamente, sin relación aparente, le preguntó a Balouet:

– ¿Tuvieron éxito con su seguimiento del ruso?

Jacques y Raja se miraron y el asombro se reflejó en sus caras.

– Yo pensaba -dijo Balouet- que usted no sabía nada de sus huéspedes.

Suheimy se rió entre dientes.

– No sé los nombres de mis clientes -replicó-, pero eso no significa que no sepa lo que ocurre en mi casa. Odio a los rusos. Todos los egipcios los aborrecemos, excepto nuestro gobierno. Ya lo dice el Corán: «Quien en vez de buscar la protección de Alá busca la de Satanás, encontrará su perdición. Satanás le hace promesas y excita sus deseos, pero lo que Satanás promete es sólo engaño». Y ese demonio tiene un nombre: ¡comunismo! ¿Qué tienen ustedes que ver con ese ruso?

La pregunta del egipcio sonaba como una amenaza y Balouet no estaba seguro de cómo debía reaccionar. ¿Qué sabía de Smolitschew ese hombre, al que claramente habían infravalorado? Y, sobre todo, ¿qué sabía de ellos?

– ¿Qué tienen que ver con él? -repitió.

– Nada -mintió Jacques-, salvo que ha prometido que nos facilitará documentación. Necesitamos pasaportes, ¿entiende?

La explicación disgustó al pintor. Se puso las manos sobre el pecho y preguntó:

– ¿Y por qué no hablaron de ello con Abdel Aziz Suheimy? ¿Por qué hacen tratos con un ruso, precisamente? -Su voz aguda amenazó quebrarse-: ¡Con un comunista! ¿Es que ustedes también son comunistas?

– ¡Por todos los cielos! ¡Claro que no! -negó Balouet-. Ese hombre nos prometió que nos conseguiría pasaportes, pero no sabemos si podemos fiarnos de él. Afirma que huye del servicio secreto soviético, por lo visto fue miembro del KGB.

– Eso es lo que él dice. -Suheimy soltó una fuerte carcajada y se agitó en su sillón con tal energía que por un momentó pareció que fuera a derrumbarse. Cuando terminó de reír se secó la frente con la manga, al mismo tiempo hizo una profunda aspiración como si le faltara el aire-: Es un embustero, eso es lo que es, como todos los comunistas.

Una cosa quedó clara a los ojos de la pareja: si querían ganarse la consideración de Abdel Aziz Suheimy debían hablar mal de los comunistas y de los ateos… Pero seguían sin conocer la información de que disponía Suheimy. ¿Sabía quiénes eran ellos?

Raja, incapaz de soportar esa incertidumbre, se adelantó un paso hacia el misterioso pintor.

– Señor Suheimy, ha hecho usted algunas insinuaciones que nos inquietan profundamente. ¿No podría ser un poco más claro? Con ello nos ayudaría mucho.

El egipcio observó a Raja con detenimiento y seguidamente respondió:

– Quizá peque de ligereza, puesto que no les conozco en absoluto -mientras hablaba se acarició repetidas veces la barba corta y negra-, pero Abdel Aziz Suheimy no puede dejar de complacer a una mujer tan guapa. ¿Qué es lo que quiere saber, bella señora?

Jacques se había dado cuenta de que Raja se entendía mejor con su anfitrión y decidió que fuera ella quien llevase la conversación.

– ¿Qué sabe usted del ruso? -preguntó ésta.

Por un momento, Suheimy pareció dudar, como si no quisiera traicionar lo que sabía, pero al ver la ansiosa expectación reflejada en el rostro de la joven respondió repitiendo su anterior pregunta:

– ¿Qué quiere saber?

– ¡Todo! -interrumpió Balouet.

– Principalmente una cosa -añadió Raja-. ¿Sigue perteneciendo al servicio secreto o ha desertado y trata de escapar del KGB?

– ¿Desertado? ¡No me haga reír! Ese hombre se encuentra casi a diario con militares rusos de uniforme. Él mismo es coronel y se llama Smolitschew, aunque lo más probable es que se trate de un nombre falso. Es un pez gordo del servicio secreto soviético.

– Nos contó que los rusos lo han expulsado y que está aquí para esconderse del KGB. Afirma que aún dispone de tan buenos contactos que puede facilitarnos pasaportes para que salgamos del país.

– Puede ser… -gruñó Suheimy disgustado-, mejor dicho, es posible que continúe teniendo muy buenas relaciones y contactos, pero lo que no se puede afirmar en modo alguno es que se esconda. Casi cada noche, cuando sale de la casa recorre a pie dos esquinas, allí lo espera una limusina negra que lo lleva a Midan es-Saijida Senab.

En ese lugar se encontraba el cuartel general del servicio secreto soviético en Egipto, por lo tanto Smolitschew les había tendido una trampa.

– ¿Y qué más sabe con exactitud? -insistió Raja-, quiero decir, ¿cómo ha conseguido esa información, señor Suheimy?

El pintor aclaró el porqué de su conocimiento:

– Abdel Aziz tiene muchos amigos que se muestran satisfechos si pueden hacerle algún favor, y todos ellos disponen de tiempo, de mucho tiempo. En los primeros días de su estancia aquí, Smolitschew no salió una sola vez sin ser seguido por uno de mis amigos. Supuse casi enseguida que se trataba de un ruso, de un comunista. Tiene todo el aspecto de un demonio.

– Y en ese caso, monsieur, si tanto lo odia, ¿por qué no lo pone en la calle?

– Se lo diré, señora. -Sin levantarse del sillón se inclinó hacia Raja-: Smolitschew es un hombre poderoso. Él y su gente han descubierto que albergo aquí a extranjeros que se encuentran ilegalmente en el país. Desde entonces, me veo obligado a colaborar con ellos en algunos asuntos; por ejemplo, dar refugio sin hacer preguntas a la gente que ellos me envían. Lo único bueno en todo esto es que los rusos pagan bien.

La joven sudaba y al mismo tiempo sentía escalofríos. ¡Habían ido a parar, precisamente, a un escondite del KGB! Raja y Balouet se miraron perplejos: ¡no podía ser verdad!

– Naturalmente, cuando ustedes llegaron creí que también habían sido mandados por los comunistas -continuó hablando Abdel Aziz-, pero por lo visto se trataba de un error.

Jacques se acercó con su silla a su anfitrión y habló en voz baja como si temiera que alguien los estuviera escuchando:

– Monsieur Suheimy, le suplico que nos crea. Estamos huyendo de los rusos. Por favor, no nos pregunte por qué. Pero, tal y como están las cosas, queda claro que Smolitschew nos ha hecho caer en una trampa. Nos dijo que también escapaba del KGB y nos prometió unos pasaportes. ¡No teníamos ni idea de que nos estaba engañando!

– Alá los castigará -sentenció el egipcio-. Esos malditos comunistas son como garrapatas que se pegan a la piel de cualquier ser humano.

– ¿Dónde está Smolitschew en estos momentos?

Suheimy señaló con los ojos el piso de arriba.

– Regresó hace media hora. Se ha encontrado con una doctora alemana que estuvo empleada en Abu Simbel. Pero eso es sólo la mitad de la verdad; la otra, es que es una espía del KGB. Se llama Hella Hornstein.

Balouet se levantó de un salto, se acercó a Raja y la cogió de la mano. Intercambiaron las miradas, pero ninguno de los dos se atrevió a decir una palabra. El pasado discurrió ante sus mentes como si fuera una película: el intento de llegar a Sudán en la lancha, la detención en la aldea nubia, la huida en avión hasta Uadi Halfa, el amable capitán en el tren a Jartum… ¿Cuántos de aquellos hechos fueron casuales y cuántos obra del coronel y su gente?

– Smolitschew -dijo la joven en voz baja-, Smolitschew… -afirmó con la cabeza-. Debí haberlo imaginado. No es tan fácil librarse de las garras del KGB.

Su compañero no estaba menos impresionado.

– Hay una cosa que no comprendo -declaró resignado-. Si el coronel Smolitschew verdaderamente estuviera implicado en nuestra búsqueda, le habría sido muy fácil hacer que sus secuaces nos quitaran de en medio.

– La forma en que actúa es típica del KGB -observó Raja, que tenía lágrimas de rabia en los ojos-. Nos está utilizando en algún juego que desconocemos. Sin duda, observó a distancia y durante un tiempo nuestros penosos esfuerzos por escapar; ahora le produce un placer especial ser el protagonista del asunto.

– ¿Eso quiere decir que nuestro encuentro con él en esta casa también fue algo preparado?

– Estoy convencida.

Balouet se dejó caer en la silla. Se encontraba agotado y había perdido todo su valor.

– Sencillamente, no puedo creerlo -repitió una y otra vez moviendo la cabeza y en el mismo tono de desengaño y resignación preguntó a Suheimy:

– ¿De qué conoce a Hella Hornstein?

El hombrecillo regordete sonrió amablemente.

– Ya les he dicho que Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos. Unos por aquí y otros por allá, casi como el KGB. De Hella Hornstein sé muchas cosas más. Es alemana, como ya saben; estudiaba medicina en Berlín Oriental y antes de que cayera el muro pasó a continuar su carrera en la zona occidental. Todo eso fue tramado por su amante, con el que mantenía relaciones desde que sólo tenía dieciséis años, un hombre casado que hubiera podido ser su padre…

– Lo supongo -lo interrumpió Raja-, ése era Smolitschew, que trataba de ganarse sus primeras estrellas en el Berlín Oriental.

Su anfitrión la miró asombrado.

– ¿Cómo lo sabe, madame?

– Me lo he figurado.

Raja intentó salir de la situación con un airoso regate.

– Las relaciones íntimas entre ellos habían terminado cuando Hella Hornstein, que ya era licenciada en medicina, se vino a Egipto. Durante todo ese tiempo siguió trabajando para el servicio secreto, pero entonces debió de ocurrir algo que originó un conflicto entre ambos. Mi amigo Ismaíl, que escuchó cierta conversación en el café Esbekija, me informó de que se habían insultado mutuamente y que se colmaron de reproches. Smolitschew la llamó pendón, un calificativo que, ¡por las barbas del Profeta!, dicho sea entre paréntesis, puede aplicarse a cualquier mujer comunista. También la amenazó con hacerla desaparecer si no cesaba en sus escapadas. Se separaron furiosos.

– ¿Qué quiso decir el coronel Smolitschew con escapadas? -preguntó Jacques.

Suheimy no respondió y Balouet siguió sentado incapaz de encontrar una salida a la nueva situación. La joven tenía miedo de volver a su cuarto. ¿Quién podía saber los planes que Smolitschew tenía para ellos?

– No debí haberlo hecho -comenzó a lamentarse Abdel Aziz-, tenía que haberme callado. El Corán dice que Alá no ama a quienes con su saber fomentan la corrupción y el envilecimiento en la Tierra. Espero que Alá, el Misericordioso, sabrá perdonarme. ¿Cómo puedo ayudarles?

Ninguno de los dos conocía la respuesta en aquellos momentos. Estaban llenos de dudas y en lo que a Balouet se refería, de nuevo, se encontraba a punto de ceder, de darse por vencido… Y ni siquiera se avergonzaba de tener esos pensamientos.

Raja lo miró de soslayo. Con el tiempo, Jacques había llegado a conocerla lo suficientemente bien para saber lo que pensaba. Cuando él se resignaba a la derrota, en su rostro aparecía una expresión característica. Pero de todos modos, ¿adonde iban a ir en mitad de la noche?

Suheimy sospechaba lo que les estaba pasando por la cabeza y les dijo:

– No se lo impediré, pero si quieren mi consejo creo que será mejor que no dejen mi casa precipitadamente. Smolitschew debe de estar convencido de que ustedes le han creído. Nada es peor que confiar en que el enemigo está dominado. Mañana seguiremos estudiando el asunto. Como ya saben, Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos.

Aunque la altruista amistad que les demostraba el pintor no les parecía muy digna de fiar, Balouet tampoco encontraba otra salida. Le hizo un gesto a Raja y ella cornprendió perfectamente lo que quería decir.

Nunca jamás, su habitación, iluminada con las dos desnudas bombillas del techo, les había resultado tan fría y poco acogedora como en aquella ocasión. Las paredes de color fueron para ellos, de pronto, igual que los muros de una prisión y el mobiliario les pareció aún más gastado y viejo. Se dejaron caer en la desvencijada cama vestidos tal y como estaban y trataron de dormirse abrazados desconsoladamente.

Ninguno de los dos podía conciliar el sueño ni pensar con claridad y permanecían atentos a cualquier sonido extraño.

Raja se levantó sobresaltada con las primeras luces del alba. Los ruidos que se oían fuera y dentro de la casa no eran los normales de cada amanecer. Jacques se puso a escuchar también con la boca abierta: era algo inusitado. Pese a que estaban convencidos de lo desesperado de su situación, los extraños sonidos no los habían asustado pues sabían que cuando el KGB entraba en acción lo hacía en silencio.

Se oía el crepitar de los transistores por la ventana abierta y el pasillo. Escucharon de todas partes gritos y voces que no podían entender, pero que indicaban claramente una gran agitación y en el interior de la casa sonaban pasos precipitados. ¿Qué estaba ocurriendo?

Balouet vertió un poco de agua en la palangana, con la mano se humedeció el rostro sudoroso y se pasó los dedos por el cabello. Se dispuso a salir y le dijo a Raja que cerrara la puerta cuando él se hubiera marchado. Quería informarse de lo que sucedía.

Entretanto, ella permaneció detrás de los postigos cerrados de la ventana sin lograr enterarse de nada. Al cabo de un corto tiempo regresó Jacques.

– Es la guerra -declaró sin salir todavía de su asombro-. Los israelíes han atacado Egipto, Siria y Jordania. Todos los extranjeros de El Cairo están bajo arresto domiciliario. Smolitschew ha desaparecido con todo su equipaje.

La joven necesitó un buen rato para darse cuenta de lo que eso significaba. No sabía si la nueva situación debía ser para ellos motivo de alegría o causa de preocupación. Balouet también se sentía confuso ante los acontecimientos.

Unos golpes enérgicos en la puerta alarmaron a la pareja. Abdel Aziz Suheimy apareció en la habitación y con voz excitada les dijo:

– ¡Alá, el Misericordioso, ha escuchado mis plegarias! ¡Se ha ido, el ruso se ha ido!

Levantó el brazo sobre la cabeza como una danzarina y comenzó a bailar de alegría.

Jacques y Raja supieron los antecedentes de la declaración de guerra por Suheimy. El presidente egipcio Abdel Nasser venía siendo presionado desde hacía bastante tiempo por sus Estados hermanos Siria y Jordania para que cerrara el golfo de Aqaba a los buques de Israel. Al hacerlo así, el Estado judío había quedado aislado de sus fuentes de abastecimiento de petróleo en Oriente Próximo y, naturalmente, fue sólo cuestión de tiempo que los israelíes trataran de recuperar esa ruta marítima haciendo uso de la fuerza.

La iniciación de la guerra fue motivo de júbilo para los egipcios. Por todas partes se oían las radios y los televisores que informaban a toda velocidad de las cifras de pérdidas de la aviación enemiga. Ese mismo día fue tomada una gran zona de Galilea y se produjeron ataques aéreos contra Tel Aviv. Quienes creyeron aquellos partes se pusieron a bailar en las calles llenos de júbilo.

Abdel Aziz Suheimy retuvo en su casa a Raja y Balouet y al cabo de sólo tres días les expuso sus dudas sobre la veracidad de la información oficial del gobierno egipcio. Él mismo había escuchado la BBC inglesa a puerta cerrada y según sus noticias las cosas estaban sucediendo de modo muy distinto: los israelíes habían ocupado toda la península del Sinaí. El sur del Líbano y el de Siria también habían sido tomados y las tropas enemigas se encontraban a las puertas de Ammán. Era de temer que los ejércitos de Israel cruzaran el Canal de Suez, y desde El Cairo a Suez sólo había 135 kilómetros. ¡Que Alá protegiera a los egipcios!

Pero el Todopoderoso les volvió la espalda. En sólo seis días todo había acabado. Egipto fue derrotado y la península del Sinaí se convirtió en un depósito de chatarra de los destrozados tanques de Nasser y de las botas que sus soldados perdieron en la huida. El presidente presentó la dimisión. Los extranjeros podían volver a moverse libremente y Jacques y Raja sintieron nuevos ánimos y valor.

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