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A las siete en punto, el revisor llamó a la puerta del cornpartimento del coche-cama en el que viajaba Kaminski.

– ¡Señor, son las siete! Me dijo usted que lo despertara.

– ¡Gracias! -respondió Kaminski todavía medio dormido.

El día anterior había comprado un billete de primera clase con litera con la esperanza de dormir durante el viaje y a las siete de la tarde se subió en Asuán al tren nocturno para El Cairo. El departamento del vagón, de origen húngaro, era bastante cómodo. Un asiento tapizado de terciopelo rojo se transformaba en cama durante la noche. Había un armarito para la ropa con puertas corredizas tras un pequeño biombo de madera y en el rincón de la izquierda, junto a la ventana con cortinas enrollables, se encontraba una vitrina con espejo que, presionando un botón, se transformaba en un diminuto lavabo. Sin embargo, las vibraciones, el traqueteo y las sacudidas del tren apenas permitían conciliar el sueño a un europeo no acostumbrado. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, acunado por el ritmo monótono de las ruedas, el chirrido de los frenos volvió a despertarlo. Kaminski miró por la ventanilla y vio que habían llegado a Luxor, donde tenían que cambiar de locomotora.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó Kaminski a través de la puerta cerrada al revisor.

– Entre Asiut y Minia, míster. ¿Desea café o té para el desayuno?

– Iré al vagón restaurante -repuso Kaminski, que consideró que le sería imposible en esa estrecha cabina llevarse a la boca una taza llena sin derramarla.

La higiene matutina exigía la habilidad de un equilibrista y la agilidad de un yogui. Del anticuado y brillante grifo niquelado del lavabo apenas goteaba un hilillo de agua. Kaminski la recogía entre sus manos, pero cada vez que intentaba llevársela a la cara un movimiento inesperado del tren sobre los desiguales raíles impedía que el agua le llegara a los ojos. En tales circunstancias era absurdo pensar en afeitarse. Y así, no del todo despierto y un poco malhumorado, Arthur Kaminski se dirigió al coche restaurante.

El humo llenaba el vagón a consecuencia de las inútiles tentativas de tostar el pan sin quemarlo.

Arthur se sentó a una mesa con mantel blanco, pidió un té y, en vista de la humareda, pan blanco sin tostar, que le sirvieron con una mermelada amarilla. No había otra cosa. Mientras comía se dio cuenta de que lo observaba un joven más bien grueso y con el pelo oscuro y rizado, pero como en los últimos tiempos siempre se sentía vigilado, apartó la idea y siguió tratando de comerse aquel pan, tan poco apetitoso como la mermelada y la mantequilla que lo acompañaban.

– Excuse me! -De repente vio delante de él al joven que lo había estado mirando-. Perdone, ¿me permite que me siente con usted?

– No puedo impedírselo -gruñó el ingeniero de mala gana.

– Me llamo Mike Mahkorn y soy periodista. Vengo de Alemania. -Al ver que su interlocutor no reaccionaba continuó-: Usted es Arthur Kaminski, el hombre que descubrió la momia de la reina.

– No, no soy Kaminski y desde luego no sé de lo que me está hablando, señor…

– Mahkorn, Mike Mahkorn.

– Tampoco me interesa su nombre. Lo único que quiero es desayunar tranquilo, si me lo permite.

El desconocido insistió con tozudez y mientras sacaba del bolsillo un recorte de un periódico alemán dijo casi como un reproche:

– ¡Óigame, señor Kaminski, he volado tres mil kilómetros, me he pasado toda la noche en este maldito tren sin pegar ojo y todo para hablar con usted!

El reportero dejó el papel sobre la mesa al lado de la taza de té de Arthur. Bajo el título «El tesoro de Abu Simbel» había un artículo a tres columnas con una fotografía suya y al pie se leía: «Arthur Kaminski: ¿Descubridor o embaucador?».

Kaminski echó una ojeada al reportaje, sin que el periodista le quitara la vista de encima. Finalmente, el ingeniero levantó la mirada y le preguntó en tono conciliador:

– ¿Y qué es lo que quiere saber? Aquí ya lo dice todo.

Agitó el recorte con aire indiferente, pero en realidad estaba tan asustado que le hubiera gustado poder levantarse y desaparecer de allí sin más, ¿pero le habría servido de algo?

Mahkorn sonrió con suficiencia. Estaba seguro de conseguir lo que quería y de que Kaminski no se le iba a escapar.

– Sencillamente quiero saberlo todo, ni más ni menos. Por ejemplo, el papel que la doctora Hornstein ha desempeñado en todo este asunto.

– ¡Deje a esa señora al margen! -se enfureció Arthur.

El joven no se amedrentó.

– Se comenta que usted actuó motivado por su, digamos, afecto hacia esa mujer y porque ella era, precisamente, la que deseaba que el hallazgo de la momia se mantuviera en secreto. ¿Es eso cierto? ¿Por qué lo hizo, señor Kaminski?

El ingeniero masticó un trozo de pan casi sin saborearlo. Una vez más movió su taza de un lado a otro y mientras observaba por la ventanilla el paisaje amarillo y verde de la orilla del Nilo, que pasaba ante sus ojos como en la pantalla de un cine, comentó sin responderle:

– Por lo que sé, la momia ha sido trasladada a El Cairo. Ya no tengo nada que ver con eso, así que déjeme en paz.

Hasta entonces, Arthur nunca había tenido que vérselas con un reportero de prensa; no sabía cómo tratar con esa gente y por esa razón se encontraba desde el principio en inferioridad de condiciones frente a Mahkorn.

Éste sacó un purito de una pitillera de metal negra y dorada, lo encendió y soltó el humo seguidamente.

– Supongo que no le molestará. -Y sin esperar respuesta continuó-: Mire, señor Kaminski, usted puede seguir haciendo como que no sabe nada, naturalmente; pero no crea que eso le va ayudar en el futuro y menos aún que le vaya a dejar fuera del asunto. Si no me da ninguna información, me veré obligado a recurrir a la imaginación. Y las especulaciones pueden ser para usted mucho más desagradables que la verdad. De un modo u otro tengo que escribir mi artículo, aunque sólo sea para recuperar los gastos y cobrar las dietas. Tenga la segundad de que será así, señor Kaminski.

La amenaza del periodista, tan vulgar como desvergonzada, no dejó de causar su efecto. Arthur reflexionó; no sabía de qué información disponía Mahkorn, pero era lógico temer que aquel joven pudiera causarle mucho daño. Por otra parte, tenía interés en saber si conocía el paradero de Hella Hornstein.

No podía sacarse a Hella de la cabeza y a medida que iba transcurriendo el tiempo desde aquella horrible noche en el hotel de Asuán, el recuerdo de lo ocurrido se iba haciendo menos siniestro y doloroso y ella parecía instalarse con mayor fuerza en sus pensamientos.

Estaba seguro de que Hella no había querido matarlo, quizá sólo dejarlo fuera de combate para llevar a cabo algo que él no debía saber. Arthur se sintió invadido de nuevo por esa enigmática sensación de unión con Hella Hornstein que tanto le fascinaba, una especie de misteriosa relación que lo unía con el pasado y para la que no encontraba explicación.

Instantes como ése se habían acumulado en los días anteriores y su reacción fue siempre la misma; Kaminski deseaba, por encima de todo, encontrarla. Una conversación con ella lo aclararía todo y la momia dejaría de ser un motivo de enfrentamiento entre ellos.

Mike Mahkorn se dio cuenta de que su interlocutor estaba ensimismado en sus pensamientos y durante un rato lo dejó tranquilo, más que nada para no hacerlo enfadar. Su experiencia le decía que resultaba muy difícil hacer que una persona cambiase de opinión una vez que ha dicho que no.

La reacción de Arthur cogió al reportero completamente por sorpresa.

– ¿Y por qué me pregunta a mí? -inquirió Kaminski-. ¿Por qué no interroga a Hella Hornstein?

Mahkorn respondió:

– No sé dónde está la doctora Hornstein, su pista se pierde en Asuán. Es como si se la hubiera tragado la tierra. ¿Tiene usted idea de dónde se puede encontrar?

El ingeniero apartó a un lado el plato y el cubierto del desayuno.

– No -contestó adusto-. Y aunque lo supiese, lo más probable es que no se lo dijera a usted. Mi relación con Hella Hornstein es un asunto privado entre ella y yo.

Sin quererlo, Arthur se había dejado arrastrar a la entrevista. Aunque no se daba cuenta, lo cierto es que estaba conversando con él.

– Yo podría ayudarle a buscar a Hella Hornstein -se ofreció Mahkorn-, en el caso de que usted lo quisiera. Como sabe, los periodistas tenemos nuestros propios medios…

Kaminski prestó atención, había oído hablar mucho de reporteros que lograron encontrar a personas desaparecidas en países extranjeros. Adolf Eichmann, el asesino de judíos, fue localizado por la prensa antes de que los servicios secretos dieran con su pista. Era posible que aquel agudo periodista pudiera ayudarle en la búsqueda de Hella.

Personalmente, Arthur no sabía qué hacer para encontrar a Hella. ¿Debía buscarla en Luxor, en Asuán o tal vez en El Cairo?, ¿situarse en los lugares más concurridos y esperar por si pasaba por allí?, ¿preguntar en los hoteles uno por uno? Kaminski no tenía ningún plan, ni siquiera había pensado en ello. Posiblemente, aquel Mahkorn le llegaba como llovido del cielo.

– Oiga -empezó el ingeniero-, usted está interesado en mi historia.

– Por eso estoy aquí.

– Y yo sólo deseo encontrar a Hella Hornstein; su reportaje me tiene totalmente sin cuidado, pero si el precio que debo pagar para que me ayude a dar con ella es ése, estoy dispuesto a hablar, a condición de…

– ¿A condición de qué?

– … de que usted escriba la verdad, es decir, lo que yo le diga sin hacer ninguna especulación.

Mahkorn le tendió la mano a Kaminski por encima de la mesa.

– ¡De acuerdo!

– ¡De acuerdo! -repitió Arthur.

Naturalmente, éste no pensaba contárselo todo. No le hablaría de su dependencia de Hella, pero ¿por qué no decirle que quiso vender la momia? Las intenciones no pueden ser castigadas penalmente y la historia ya se consideraba probada en autos. A Kaminski no le quedaba más remedio que hacer una confesión pública.

– ¿Quiere usted mucho a esa mujer? -La pregunta de Mahkorn lo devolvió a la realidad.

– Sí, la amo -respondió con seriedad-. Han ocurrido muchas cosas y tengo que hablar con ella.

– ¿Y dónde supone que puede estar? Quiero decir, ¿tiene alguna idea que nos sirva de punto de partida para nuestra búsqueda?

Arthur adelantó el labio inferior y arrugó la frente.

– Hella… la doctora Hornstein se comporta de forma imprevisible en los últimos tiempos. Dice y hace cosas que aparentemente carecen de toda lógica. Algunas veces llegué a pensar que había perdido la razón, sin embargo…

– ¿Sin embargo?…

– Eso es imposible. Compréndalo usted, Hella Hornstein es una persona culta e inteligente. Nunca en mi vida he encontrado otra mujer en la que se unan en tal medida la belleza y la inteligencia.

Mahkorn apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer su cuerpo hacia delante y se quedó mirando el mantel lleno de manchas. Se veía que estaba entusiasmado con las apasionadas palabras del ingeniero.

– Eso no tiene nada que ver con la inteligencia -opinó pensativo-. La experiencia dice que es precisamente la gente muy lista la que muestra rasgos esquizofrénicos. Son personas magníficas, jefes y líderes en sus profesiones, pero que en su trato con la familia y fuera del ambiente de su especialidad no pueden ser considerados normales.

Esquizofrenia. La idea le golpeó como un mazazo. Ya había pensado en eso, pero no por Hella. Kaminski había reflexionado sobre su propio comportamiento y cada vez que lo hacía aparecía ante él el rostro grotesco de la momia contraído en una espantosa mueca como lo vio en la enfermería del hospital de Abu Simbel o en la cama cuando ocupó el lugar del cuerpo de Hella. Tal vez lo soñó… o quizá no. En todo caso, no podía negar que había vivido todo eso de un modo u otro. ¿No tenía motivos para pensar que también él sufría alucinaciones?

«Las personas que dudan de su juicio -se dijo-, no son esquizofrénicas, sólo lo son las que afirman que están completamente cuerdas.» Arthur sentía cómo trabajaba su cerebro, cómo su memoria trataba de juntar fragmentos de ideas, de reunir datos que sirvieran para hallar una explicación, pero todos esos pensamientos no hacían más que atormentarle y se sintió tan nervioso y cansado que no pudo avanzar ni un solo paso más en sus reflexiones.

El tren entró en Minia, una fea ciudad industrial capital de provincia. Faltaban aún tres largas horas para llegar a El Cairo. Kaminski y Mahkorn decidieron continuar su conversación en el compartimento.

Mientras tanto, el revisor había vuelto a transformar la cama en un cómodo asiento, en el que ambos se sentaron de cara a la dirección de la marcha.

Esa posición le vino bien a Kaminski, que de ese modo no se sentía observado por el periodista tan directamente como antes. Así, su conversación se desarrolló mientras miraban a través de las ventanillas. El verde de la vegetación y la perezosa corriente del río ejercían un efecto tranquilizador.

Poco a poco, Arthur comenzó a tener cierta confianza en el tenaz reportero. Estaba contento de haberlo encontrado, pues hasta entonces jamás había tenido la posibilidad de hablar con una persona neutral sobre sus problemas con Hella. Aunque Mahkorn era joven, no debía de pasar de los veintiocho años, tenía mucha experiencia y parecía conocer a la gente. Su capacidad de desarrollar una idea y exponerla desde todo los ángulos hizo que Kaminski revisara su opinión sobre él.

Mientras el tren corría hacia el norte ambos tenían la impresión de que la velocidad aumentaba a medida que se acercaban a la capital, el ingeniero comenzó a contarle cómo encontró por casualidad la entrada a la tumba bajo su barraca de trabajo, cómo confió su descubrimiento a la inabordable doctora Hornstein y que con ello se ganó su afecto inesperadamente. Le habló de su pasión y de los acontecimientos inexplicables que había vivido, de las marcas rojas como de quemadura que aparecieron en sus palmas después de haber movido la tapa del sarcófago y del escarabajo verde que cogió de la mano de la momia y que desde entonces estaba en poder de Hella, que lo guardaba con tanto cuidado como a las niñas de sus ojos.

El periodista tomaba notas y de vez en cuando movía la cabeza de un lado a otro cuando el relato de Kaminski le parecía demasiado fantástico o en ocasiones, hasta increíble.

– Ya lo sé -se volvió Arthur-, muchas de las cosas que le estoy contando son difíciles de creer para una persona seria. Es posible que encuentre mi relato un tanto exagerado.

– De ningún modo -le interrumpió Mahkorn-. Y además no estaría aquí, sentado a su lado, si lo que tuviera que contarme fuera una simple historia de cada día.

– Entonces, ¿me cree usted?

– Naturalmente. La vida se compone de exaltación y demencia, de eso se nutren los diarios y las revistas. Son muy pocas las cosas cotidianas de las que vale la pena escribir. Naturalmente, en su caso queda una cuestión pendiente: ¿qué explicación tiene todo esto?

– ¿Qué es lo que hay que explicar? ¿El descubrimiento de la momia? Fue pura casualidad.

– No me refiero a eso. Estoy pensando más bien en todo lo que sucedió después.

Kaminski sacudió la cabeza.

– Ustedes, los periodistas, siempre quieren saber lo que hay detrás de cada historia.

– Totalmente cierto. Pero no se debe a nuestra curiosidad personal, sino a la del lector, que quiere conocer los motivos. Consecuentemente, lo que me ha contado hasta ahora es sólo la mitad de su relato.

El ingeniero estaba contento de no habérselo dicho todo. Podía imaginar cuál habría sido su reacción si le hubiese hablado de sus noches con Hella y de cómo ésta se transformó de un momento a otro en la momia de Bent-Anat. Probablemente lo habría tomado por loco.

El reportero trató de enfocar el tema desde otro ángulo totalmente distinto:

– Dígame -preguntó directamente-, ¿qué ha sido de ese escarabajo verde?

Arthur alzó las cejas. Hasta entonces apenas le había concedido importancia a aquel objeto insignificante. En una ocasión se preguntó por qué Hella siempre lo llevaba consigo, pero llegó a la conclusión de que se trataba de un capricho y no le dio más importancia. No podía suponer que tuviera algo que ver con las enigmáticas apariciones. Pero, por el contrario, Mahkorn parecía tener la sospecha de que en el escarabajo verde había algo que excedía su significado como símbolo de identificación de la tumba.

– No sé adonde quiere llegar -dijo reflexivo Kaminski-. Ese objeto tiene apenas el tamaño de un huevo de gallina y desaparece dentro de un puño. Hay un número incontable de ellos. Se consideraban símbolo del dios del Sol y se colocaban a los muertos como amuleto para el más allá. La mayoría lleva signos escritos en la parte de abajo.

– ¿El escarabajo que cogió de la mano de la momia tenía una de esas inscripciones?

– Sí, naturalmente, y recuerdo los diminutos jeroglíficos.

– ¿Pero no conoce su significado?

– ¿Cómo iba a saberlo? Soy ingeniero, no egiptólogo. Incluso éstos tienen a veces dificultades en descifrarlos.

– ¿Y la doctora Hornstein?

– Aquí hay algo extraño. Hella demostraba a veces un gran conocimiento de la historia del Egipto de los faraones. En una ocasión me sorprendió al declamar un incomprensible texto de aquella época; es decir, yo creo que leía en antiguo egipcio. Y cuando descubrimos las marcas circulares en nuestras palmas se asustó. Yo sólo vi la mancha roja en mi mano, pero Hella pareció entender lo que decía e hizo todo lo posible para que yo no llegara a saberlo.

– ¿Y consiguió usted descubrirlo?

– Sí. En mi mano se había grabado el nombre de Ramsés y en la de ella podía leerse el de Bent-Anat.

– ¿Qué ha sido del escarabajo verde? ¿Sigue todavía en poder de Hella Hornstein?

– Estoy convencido de que sí. Siempre lo lleva consigo.

Mahkorn se levantó y se quedó de pie delante de la ventanilla del departamento con las piernas separadas mientras reflexionaba. Había investigado las más increíbles historias, se las había visto con tramposos, asesinos de mujeres y espías y gracias a ello desarrolló la habilidad de hacer hablar a la gente, incluso a la que no lo deseaba, y menos públicamente. Y lo había conseguido también con Arthur. Tenía la impresión de que detrás de aquel caso, del que habían informado tantos periódicos, se ocultaba un relato mucho más complicado. Ciertamente, el hallazgo de la momia constituía una historia fascinante; sin embargo, poco a poco Mahkorn se había ido interesando principalmente por las relaciones entre Arthur Kaminski y Hella Hornstein.

El reportero sabía que no debía presionar a su interlocutor. Lo mejor que podía hacer era evitar que Kaminski se percatase de que estaba menos atento a los pormenores del descubrimiento arqueológico que a los de sus desgraciadas relaciones amorosas con Hella Hornstein.

Se daba cuenta también de que el ingeniero no se lo había confesado todo. Pero no podía exigir total sinceridad a un hombre al que conocía desde hacía sólo dos horas. De lo que se trataba en ese momento era de ganarse su confianza.

El periodista volvió a sentarse después de encender un delgado purito y abanicar con la mano la primera bocanada. Como era su costumbre, expulsó el humo por la nariz y seguidamente preguntó con la mirada todavía fija en el paisaje:

– ¿Cómo cree que se comportará la doctora Hornstein cuando la encuentre?

– Es difícil saberlo. La realidad es que se ha marchado.

– ¿Por qué se ha ido?

Kaminski respiró hondamente.

– Pienso que influyeron varios motivos. Tal vez se disgustó al ver que nuestro golpe había fallado. Es posible que además creyera que había cometido un asesinato o… -Arthur se detuvo y al cabo de unos momentos de reflexión continuó-: Por Abu Simbel corrieron rumores de que el servicio secreto soviético había infiltrado agentes en la obra. Conozco a dos de ellos incluso por sus nombres y, lo que es más, les ayudé a escapar. Pero nadie puede asegurar que fueran los únicos espías de Moscú…

– ¿No pensará en serio que Hella Hornstein trabajaba para el KGB?, ¿qué significado tendría en ese caso la momia de Bent-Anat? ¿Tiene alguna razón para suponerlo?

Kaminski movió su cabeza de un lado a otro como el péndulo de un reloj.

– Un día en casa de la doctora Hornstein vi una carta a máquina en ruso que no tenía remite. Hella se asustó cuando quise saber qué significaba y me preguntó de inmediato si yo hablaba ese idioma. Cuando le respondí negativamente se echó a reír, hoy diría que aliviada, y la guardó en una caja mientras me decía que se la había enviado una antigua amiga. De muchacha había estudiado ruso en la escuela, pero ahora le resultaba muy difícil entenderlo. Entonces no le di ninguna importancia.

– Interesante -afirmó Mahkorn y sacudió la ceniza que le había caído en la chaqueta-. Es posible que esta historia tome un rumbo muy distinto del que ha seguido hasta ahora. Si le entiendo bien, a usted le parece que las cosas se le pusieron feas a la doctora y ésta decidió desaparecer, en vista de la popularidad que había alcanzado con el asunto de la momia. Si eso es así, señor Kaminski, hemos de reconocer que no tenemos buenas cartas.

– ¿Qué quiere decir?

– Me he ocupado frecuentemente de temas de espionaje. Se trataba siempre de enfrentamientos entre norteamericanos y rusos por lo que conozco un poco las costumbres de la CÍA y las del KGB que, todo hay que decirlo, se parecen extraordinariamente. No crea usted que los agentes de Estados Unidos son más honestos que los rusos… todos intentan embaucar a sus adversarios y escapar siempre que pueden antes de ser cazados.

– ¿Qué quiso decir cuando afirmó que nuestras cartas no eran buenas?

– No hay nada que los servicios secretos teman tanto como que uno de sus agentes llegue a las páginas de los periódicos, aunque sea por algo que no tiene nada que ver con su actividad. Un espía conocido es un mal espía y la experiencia muestra que un agente que se hace célebre, por lo general no sigue viviendo mucho tiempo.

Arthur miró al periodista a la cara. Este apagó su purito presionándolo en el cenicero que había junto a la ventanilla.

– Siento mucho haberlo asustado, pero ésa es la situación en que se encuentra Hella Hornstem si es que las cosas son como creemos. De todos modos, sea cual sea la verdadera versión no será fácil encontrarla, pues en cualquier caso tiene motivos más que suficientes para tratar de borrar todas sus huellas.

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