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Después de diez días y diez noches, el éxito se había convertido en rutina. Los anclajes de acero soportaban el peso. Alinardo con sus marmisti realizaba un trabajo de precisión. En tres o cuatro horas, un bloque podía ser levantado, cargado y transportado al lugar de almacenamiento.

El bloque GA1-A17, la parte de los pies del coloso, en principio no causó dificultades. Kaminski transfirió el mando de la operación a su capataz Karl Thiery. Todo se realizó exactamente como estaba planeado, aunque la tensión que desde el principio de la operación reinaba sobre el campamento no había desaparecido; en esto, el proyecto «e diferenciaba de todos los demás en que Kaminski había Abajado hasta entonces.

Aquella mañana, Kaminski estaba sentado en su barraca inclinado sobre los planos de los cortes que Alinardo le había presentado. El trazado de las secciones en la piedra motivaba siempre discusiones y negociaciones entre los marmolistas, los arqueólogos y los ingenieros. Los canteros estaban interesados siempre en realizar los cortes lo más pequeños posible, los arqueólogos preferían que el número de secciones fuera mínimo (lo que implicaba bloques de mayor tamaño), mientras que los ingenieros, teniendo en cuenta las dificultades del transporte, querían bloques pequeños. La discusión sobre el corte de una sola pieza duraba a veces varias horas y, en la mayoría de los casos, terminaba con un compromiso.

Mientras Kaminski estudiaba a fondo las líneas de sección de un nuevo bloque, se aproximaba el primer transporte pesado del día con su carga de varias toneladas. Conocía de sobra el rugir de los motores, que se repetía con regularidad por la carretera que subía la montaña y por esa razón no le prestaba ya demasiada atención. Sin embargo, en esa ocasión el ruido cesó repentinamente. Kaminski percibió en un chirrido ensordecedor el silbido jadeante de los frenos hidráulicos, el crujido de unas vigas que se rompían y después el retumbar de un trueno y un temblor de la tierra.

La barraca se conmovió como azotada por un tornado y en ese mismo instante la pequeña estancia se llenó de polvo igual que si se hubiera producido una explosión. Kaminski se llevó los brazos a la boca, tosió y escupió la arena amarilla y corrió afuera en ousca de aire.

A un tiro de piedra de distancia estaba detenido el poderoso vehículo de transporte. A su lado yacía el bloque GA1-A17 como una muralla derribada. El andamiaje de madera se había resbalado del transporte y se había hecho añicos en la caída. Sin poder creer lo que veía, Kaminski pestañeó deslumhrado por la luz del sol: no comprendía por qué aquel accidente había producido en el interior de cabana una nube de polvo como la que causa una explosíón mientras que el gran bloque de piedra estaba a una distancia de treinta metros sin que su caída hubiera dejado el menor rastro de polvo en el aire.

De la cabina del vehículo de transporte descendió Alí, un egipcio al que se le consideraba un obrero digno de confianza. Igual que una plañidera se llevó la mano a la cabeza y al darse cuenta de la presencia de Kaminski, le gritó desde lejos:

– Alí, no culpa, míster. ¡El gato culpa! -Al mismo tiempo intentó hacerle comprender a Kaminski que un gato vagabundo se había cruzado en su camino, que él frenó para evitar atrepellarlo y fue entonces cuando ocurrió el accidente-. ¡Alí no culpa, míster! -repitió.

Aparte de unos pequeños deterioros en los cantos, que hablan sido sujetados con cinta adhesiva para el transporte, el bloque GA1-A17 resistió la caída sin daño. Su rescate en el suelo arenoso duró hasta las primeras horas de la noche y dejó un profundo cráter en la tierra. Después, Kaminski regresó a su barraca y continuó estudiando sus planos. Estaba cansado y quería terminar, pero no podía sacarse de la cabeza la explosión de polvo, un extraño suceso para el que no encontraba explicación razonable.

Al darse la vuelta, vio a Lundholm junto a la puerta.

– Hoy ha sido un día muy largo -observó amablemente y añadió-: Pero todo ha ido bien, ¿verdad?

Kaminski afirmó con la cabeza, enrolló sus planos y se levantó.

– Las cosas pudieron ir muy mal, maldita sea -dijo mientras se acercaba a su amigo. En ese momento se sintió aliviado y su tensión desapareció. Seguidamente, como quien hace una pregunta casual se dirigió al sueco-: ¿Cuanto tiempo hace que se construyó la barraca en este lugar?

Lundholm golpeó fuertemente con la mano la pared de madera como si quisiera comprobar si seguía en buen estado y respondió:

– Aproximadamente un año. ¿Ya no es suficiente para tus necesidades? Un edificio de piedra no resultaría tan caluroso. Además su construcción debería ser autorizada por Jacobi.

– ¿Y quién decidió levantar la barraca precisamente aquí?

– Fue Mösslang, tu antecesor, pero no sabría decirte las razones que lo movieron a elegir este emplazamiento. Tendrías que preguntárselo a él y eso ya no es posible.

– ¿Qué quieres decir?

– Mösslang ha muerto. Se sospecha que ahogado. Pero ¿por qué lo preguntas?

Al parecer las preguntas de Kaminski no eran del agrado del sueco. En el campamento a nadie le gustaba hablar de Mösslang.

– Si te interesas por ese hombre -continuó como de mala gana y se dispuso a salir-, debes preguntarle a la doctora Hornstein.

Fuera, con un ruido ensordecedor, pasó un camión y a Kaminski apenas le quedó tiempo para ver cómo Lundholm saltaba a su estribo y entraba en la cabina del chófer. Kaminski vio las luces traseras desaparecer en la noche; seguidamente, volvió a entrar en la barraca.

Dentro todavía olía a polvo. La luz de gas producía un débil zumbido monótono. Kaminski se dejó caer sobre la silla de madera. El agobiante calor del interior de la habitación le hacía sudar por todos los poros; estaba muy cansado. El accidente del mediodía y la insinuación de Lundholm hacían que su curiosidad fuera cada vez mayor. Se apoderó de él la impresión de que estaba sobre la pista de una historia misteriosa.

Sumido en sus propios pensamientos dejó que su mirada vagara por las paredes de madera de la barraca, pero no pudo observar nada que le llamara la atención. Después miró el suelo y vio que estaba formado por tablones sueltos. Todas las demás barracas semejantes distribuidas por el campamento y la obra tenían el suelo de cemento.

Kaminski se levantó y cerró la puerta para evitar la llegada de visitantes no deseados. Tomó un escoplo, la única herramienta que había en su oficina, y lo introdujo en el espacio de separación entre dos tablas. Así, una tras otra, consiguió levantar varias tablas hasta dejar al descubierto un metro del suelo de sustentación de la barraca.

Los cimientos parecían el empedrado que se usa de base para asfaltar una carretera y, desde luego, no eran lo más adecuado para servir de fundamento a una construcción. Sin más ayuda que sus manos, Kaminski apartó un par de piedras. Debajo de ellas encontró un nuevo suelo de tablones de madera sin barnizar, como los que se empleaban normalmente en la obra. Sin duda habían sido utilizados por alguien para tapar ligeramente un pozo o un agujero en la tierra. Entre los diversos tablones había ranuras de casi un dedo de gruesas.

Kaminski dejó caer una piedra por una de ellas y escuchó el ruido que producía al caer. El sonido le hizo pensar que al final de un pozo de varios metros debía de haber un repecho o una escalera que conducía a un pasadizo horizontal. Kaminski contuvo la respiración. Durante un momento, que pasó como un relámpago, se dejó llevar por la idea de que había hecho un gran descubrimiento a la manera de Schliemann o Howard Cárter, de que podía sacar a la luz del día algo que desde hacía milenios no había sido visto por el ojo humano. No fue un pensamiento excelso, sino más bien lúgubre y que lo intranquilizó como si se tratara de una oscura amenaza.

Casi de inmediato percibió con toda claridad que ya antes que él tuvo que haber alguien tras las huellas del secreto, alguien que tapó el pozo con plena conciencia e hizo edificar la barraca sobre él. Y el único posible era su antecesor, Mösslang, ese hombre misterioso que -como Lundholm había dicho- se había ahogado supuestamente, pero que, en cualquier caso, estaba muerto.

Kaminski hubiera deseado más que nada apartar toda la capa de piedras y entrar de inmediato en el pozo, pero en vez de hacerlo así, decidió reflexionar sobre el asunto. Debía contar con que con su intervención podía cruzarse en el camino de alguien que tanto podía ser un aventurero desconocido como un colega del campamento. Tampoco podía excluirse que hubiera dado con algo totalmente distinto, una antigua cisterna o la tumba de un beduino… ¿no podía ser también un antiguo escondite de armas? Lo mejor era no precipitarse. Colocó de nuevo las piedras sobre los tablones y con las otras tablas cubrió el suelo de la barraca, no sin antes dejar una marca secreta que le advirtiera de si alguien movía las maderas en su ausencia.

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