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El descubrimiento de la momia y el hecho de que dos europeos estuvieran mezclados de modo tan desagradable en el caso dividió al campamento de Abu Simbel en dos bandos. Ciertamente todos hablaban de un gran escándalo, pero casi enseguida se formaron dos grupos de los que uno, formado principalmente por europeos, creía que antes de condenarlos había que oír a Arthur Kaminski y a la doctora Hella Hornstein; sobre todo, después de demostrarse que la acusación de asesinato contra ellos había sido un error. Los partidarios del otro bando, mayoritariamente egipcios y al frente de los cuales estaba el doctor en arqueología Hassan Moukhtar, exigían que el ingeniero y la doctora fueran expulsados de allí sin necesidad de escucharlos puesto que ambos habían tratado con engaños de privar a su país y a la humanidad, en beneficio propio, de uno de los más valiosos hallazgos del pasado. Estos últimos eran mayoría.

Moukhtar dirigió los trabajos de excavación con la técnica que le había propuesto a Kaminski Charles D. Foster, que consistía en perforar directamente el techo de la tumba, y fue considerado de modo completamente injusto como héroe y descubridor; ni un solo periódico olvidó mencionar su nombre.

Arthur Kaminski, al ser puesto en libertad tras su detención preventiva regresó a Abu Simbel y una vez allí su primera visita fue para el profesor Cari Theodor Jacobi, el director general de la «Joint Venture Abu Simbel».

La primera pregunta que le hizo el profesor se refirió a la doctora Hornstein, de la que seguía sin saberse nada, pero Kaminski no conocía su paradero. Él había confiado en que Hella hubiera vuelto a Abu Simbel y continuó esperando que así lo hiciera, sin embargo fue en vano.

Arthur percibió una clara reserva por parte del profesor, pese a que éste lo recibió con aparente amabilidad.

– Se ha metido en un mal asunto, Kaminski. ¿Cómo pudo pasarle una cosa así?

El ingeniero se encogió de hombros y no respondió nada. No pudo evitar la impresión de que Jacobi, cuya corrección siempre valoró al máximo, hacía ya tiempo que lo había juzgado y condenado y sólo buscaba las palabras adecuadas para comunicárselo.

Mientras Kaminski se encontraba sentado frente al director en su elegante despacho y miraba a través de la ventana la gigantesca semiesfera de hormigón que debía servir de sustentación a los bloques del gran templo, tenía ganas de gritar y sentía que una furia enorme se adueñaba de él, una rabia contra sí mismo por haberse dejado arrastrar irreflexivamente a la situación en la que ahora se encontraba. No sabía exactamente cómo comportarse, pero a pesar de su inseguridad tenía el desesperado deseo de explicárselo todo a Jacobi.

Pero ¿podría entenderlo un hombre como el profesor, un modelo de seriedad, de firmeza de carácter? ¿Sería capaz de comprender que detrás de su comportamiento extraño y difícilmente explicable se encontraba una mujer en cuyas garras había caído indefenso? ¿Una mujer que intentó asesinarlo y que había desatado en él los sentimientos más fuertes de los que es capaz un hombre, amor hasta el éxtasis y odio hasta la destrucción?

Jacobi lo sustrajo de sus pensamientos cuando reanudó la conversación:

– ¿Cómo se siente, Kaminski? ¿Lo ha llevado bien? ¿Qué le parecerían unas vacaciones en Alemania? No ha disfrutado de un verdadero permiso en todos estos años…

Arthur comprendió. El director general quería perderlo de vista y una vez que estuviera fuera le enviaría la carta de despido. Seguro que hacía tiempo que ya lo había decidido y toda aclaración carecía por lo tanto de sentido. Kaminski miró los dibujos de desmontaje que se encontraban sujetos a la pared con chinchetas cerca de la ventana. Se los sabía de memoria hasta en su menor detalle. Su corazón se hallaba unido a esos planos, que se habían convertido en una parte de su vida. ¿Y ahora, debía abandonar Abu Simbel sin más?

Mientras Arthur meditaba la posibilidad de rechazar o aceptar la oferta de Jacobi, llamaron a la puerta y seguidamente entraron Moukhtar y el doctor Heckmann.

Ambos le tendieron la mano en silencio, lo que Kaminski tomó como un gesto de obligada cortesía más que como una muestra de cordialidad. Se sentaron junto a Jacobi, al otro lado de la mesa, y Arthur se sintió igual que ante un tribunal de la Inquisición.

– En su ausencia -le aclaró Jacobi- hemos estudiado su caso.

– ¡Ah! -observó Kaminski con intención irónica, pero aunque estaba muy nervioso se dio cuenta enseguida de que en su situación era incapaz de ser mordaz, así que preguntó-: ¿Ya qué conclusión han llegado?

– Míster Kaminski -le respondió Hassan Moukhtar- no es nada agradable para todos los involucrados ocuparse de este asunto, pero ha ocurrido y ha tenido gran repercusión. Los periódicos de todo el mundo han informado del caso y los reporteros han hecho preguntas muy incómodas. Por ejemplo, cómo fue posible que un descubrimiento arqueológico de tal envergadura se hubiera guardado tanto tiempo en secreto…

– Y seguramente -le quitó la palabra el ingeniero- les contestó usted que nadie podía suponer que entre el personal hubiera delincuentes y que éstos recibirían el justo castigo que se merecen. Eso o algo parecido fue lo que les respondió, ¿no es así, míster Moukhtar? ¿Tengo razón?

Jacobi alzó las manos.

– Por favor, señores, no hay necesidad de enfrentamientos personales. Nuestra situación ya es de por sí demasiado seria, al fin y al cabo todos vamos en el mismo barco.

Moukhtar volvió la vista a un lado, indignado, y continuó:

– No quiero hablar del aspecto jurídico o delictivo, lo que me interesa es encontrar una respuesta plausible a la cuestión de cómo fue posible mantener en secreto el hallazgo de la tumba en medio de una obra en la que trabajan más de mil hombres. La historia es tan increíble que ya se han alzado algunas voces que afirman que nosotros, los arqueólogos, habíamos organizado un complot para vender ilegalmente la momia en el extranjero por una enorme suma de dinero.

El doctor Heckmann, que hasta entonces se había limitado a seguir la conversación sin intervenir, tomó la palabra:

– Parece usted muy reservado, Kaminski. ¿Tiene eso algo que ver con el inesperado final de sus relaciones con la doctora Hornstein?

Si bien Kaminski había seguido el discurso de Moukhtar más o menos con indiferencia, las palabras de Heckmann le afectaron personalmente. Estaba claro que ese mequetrefe aún no había aceptado que Hella le hubiera dado calabazas. Su observación le molestó pero al mismo tiempo le hizo sentir una sensación de triunfo sobre aquel don Juan de pacotilla que todavía no había logrado digerir su derrota.

Como no se le ocurrió otra cosa, Arthur esbozó una amplia sonrisa provocadora y le preguntó con fingida serenidad:

– ¿Y quién le ha dicho a usted que nuestras relaciones han terminado?

Moukhtar lo miró sorprendido y Heckmann apretó los labios. Ninguno de los dos pronunció una palabra.

Finalmente fue Jacobi quien rompió el penoso silencio con una pregunta dirigida a Kaminski:

– ¿Sabe usted dónde se encuentra actualmente la doctora Hornstein?

– Esperaba que hubiera regresado aquí -respondió el ingeniero.

Jacobi negó con la cabeza.

– Dudo que volvamos a verla más por Abu Simbel…

– ¿Qué quiere decir?

Heckmann, con la rabia escrita en el rostro, le quitó la respuesta al profesor.

– Todos somos de la opinión -aclaró- de que Hella Hornstein no regresará nunca. Aunque eso tiene menos que ver con usted que con el estado de salud mental de la doctora.

– No le comprendo.

– Bien -Heckmann se retorció como un gusano-, no lo quiero perjudicar a usted ni a Hella, pero la doctora Hornstein, sin que esto se refiera a su capacidad médica, presentaba en los últimos tiempos claros síntomas de esquizofrenia. Es posible que usted no se haya dado cuenta, pero he estado muy pendiente de la doctora durante mucho tiempo desde que vi en ella el primer síntoma y mis observaciones confirmaron la sospecha.

Kaminski se levantó de un salto hacia el médico y lo habría abofeteado si Moukhtar no le hubiese sujetado la mano. Todo quedó en el intento, pero el propósito fue tan claro que Heckmann comprendió que había hecho diana. Se sintió orgulloso y continuó casi de inmediato:

– Comprendo su enojo; si estuviera en su situación me ocurriría lo mismo. Sin embargo, debe hacerse a la idea de que la doctora Hornstein padece catatonía perniciosa y la esquizofrenia paranoica que ésta implica.

– ¿Puede darnos más detalles? -se interesó Jacobi.

– Eso significa trastornos motrices, estados de inquietud e irritación con aumento de la temperatura corporal, y conduce a delirios, alucinaciones sensoriales y visuales, que pueden derivar en cambios de la personalidad.

Arthur no pudo seguir escuchándolo.

– ¿Y pretende haber observado todos esos síntomas en Hella Hornstein? ¡Me gustaría saber cuándo y en qué circunstancias!

La simple idea de que Heckmann hubiera estado espiando a Hella a sus espaldas le ponía la piel de gallina. Pero ¿podía esperarse otra cosa de un tipo como él? Un médico que se presenta voluntario para trabajar durante años en un hospital perdido en medio del desierto no podía ser un individuo normal.

La idea acabó asustándolo. ¿No había hecho lo mismo él al aceptar el puesto en Abu Simbel?

– Creo, Kaminski, que usted me menospreció en exceso -repuso el médico-. También puede ser que le cegara su amor por Hella. Muchas veces estuve más cerca de usted y la doctora de lo que puede pensar. Por ejemplo, aquella vez en el depósito de los bloques del templo en que Hella representó una extraña escena al masturbarse delante de una estatua del faraón Ramsés…

– ¡Cállese!

– … en esos instantes yo estaba sentado en la cabina de la grúa y pude verlo todo con claridad. ¿Diría usted que es normal ese comportamiento?

– ¡Repugnante mirón!

Arthur hervía de rabia, sobre todo porque se daba cuenta de cómo Heckmann disfrutaba de la situación. El médico había esperado ese momento durante mucho tiempo y nada hay en el mundo más implacable que la venganza de un amante despechado. Era el desquite de un tipo que, por lo que Kaminski podía deducir, había vivido tres años sin mujer, si se exceptúa a Nagla, la cantinera de los grandes pechos que por dinero era capaz de acostarse casi con cualquiera.

Entretanto, el ingeniero se encontraba en tal estado que le afectaba más la actitud de Heckmann que el verdadero motivo de la discusión. Mientras más trataba el doctor de hacerlos parecer sospechosos, más inclinado se sentía a quitarle importancia al intento de asesinato de Hella y a examinar en su mente la amarga experiencia para cerciorarse de que su último encuentro transcurrió verdaderamente de aquel modo y que no se trataba de una alucinación, una Fata Morgana que nunca llegó a suceder. Cinco años de desierto y de calor, arena entre los dedos de los pies y entre los dientes, en la ropa interior, en la cania y en el pan hacían posible que la persona de carácter más firme dudase de su razón. La esquizofrenia podía ser un alivio.

Los reproches de Kaminski no parecieron impresionar especialmente al médico.

– Debería tomarse en serio la enfermedad de Hella -el doctor Heckmann reanudó su charla-, pues según su sintomatología la esquizofrenia puede ser tratada e incluso curada, sobre todo con psicofármacos aunque también con psicoterapia y métodos de choque.

– Pero para eso -intervino Jacobi-, antes que nada, tendríamos que saber dónde se oculta la doctora Hornstein. -Y añadió volviéndose hacia Arthur-: ¿Verdaderamente no tiene usted idea de dónde puede estar?

– No -respondió cauteloso-, ni la menor idea.

Era extraño, pero casi se avergonzaba de esa respuesta. Se sentía culpable por no poder dar ninguna información sobre el lugar en el que se encontraba pese a que Hella había querido quitarle la vida.

– Volviendo al punto de partida de nuestra conversación -Jacobi carraspeó un tanto incómodo-, considero muy importante por el bien de todos que de momento se tome unas largas vacaciones; lo suficientemente largas para que la hierba vuelva a crecer sobre este asunto.

El profesor habló despacio y de modo entrecortado, todo lo contrario a lo que era habitual en él. Sin duda, eso se debía principalmente a que Jacobi era un hombre recto y honesto que se sentía a disgusto en esa situación, y le hubiera gustado hablar con mayor sinceridad y decir: «Kaminski, preferiría que renunciara a su empleo y se despidiese, eso nos evitaría muchos contratiempos a usted y a mí».

Arthur captó intuitivamente lo que el profesor pensaba en realidad, pero le molestó observar que no tenía el valor suficiente para afrontar la verdad. Por esa razón levantó la mano, la agitó en el aire y declaró:

– Está bien, profesor, le he entendido. No tendrá que sufrir con un colaborador inoportuno. Me voy voluntariamente.

– No era mi intención -replicó Jacobi, pero el alivio se vio reflejado en su rostro-. Quiero decir que podemos volver a hablar del asunto con más tranquilidad.

– Pero si Kaminski ya ha tomado esa resolución… -intervino el doctor Heckmann. Su aversión por el ingeniero era tanta que no pudo disimular cuánto sentiría que se volviera atrás en su decisión-. Y he de añadir que me parece una postura muy noble.

Arthur se puso en pie. Como si fuera a comenzar un largo discurso, unió las manos como un predicador y se dirigió a Heckmann:

– ¡Ah, como sabe, doctor, su aprobación me tiene sin cuidado! -Se volvió a Jacobi-: No me he comportado de manera muy inteligente. Aquí no se discute el cómo ni el porqué. Realmente he quedado como un tonto, lo siento. Mañana haré las maletas. ¡Le ruego que tenga preparados mis documentos!

Sin saludar y sin esperar una respuesta del profesor, Kaminski abandonó la oficina.

Regresó a su alojamiento a pie y contempló cómo la gran presa iba invadiendo el paisaje con sus múltiples garras. El despiadado y fascinante lugar se había convertido en su segunda patria y le costaba trabajo abandonarlo. Se apoderó de él una sensación de tristeza. No viviría el gran triunfo cuando se levantara el templo en su nuevo emplazamiento, lejos de la amenaza de las aguas, pero tenía una certeza, todo lo que quedaba por hacer era pura rutina. ¡Él, Arthur Kaminski, había creado una obra maestra de la ingeniería!

Istvan Rogalla, que salía de la Cuadra, se cruzó en su camino. Nunca había existido entre los dos verdadera simpatía, pero cuando Rogalla se enteró de que había dejado su cargo voluntariamente, le tendió la mano de manera espontánea y dijo que era una pena que en esos años pasados no hubieran llegado a conocerse mejor, ahora ya era demasiado tarde. Arthur pensaba lo mismo. Pero en el caso de que Kaminski necesitara su ayuda podía contar con él.

Al atardecer, cuando el ingeniero entró en el casino para cenar, se sintió marginado; todos se apartaban de él. Se sentó solo en una mesa y al mirar a su alrededor se dio cuenta de que los demás desviaban la vista o acercaban sus cabezas para hablar en voz baja. Incluso Nagla, que se mostraba simpática con casi todo el mundo, lo ignoró por completo.

Kaminski decidió marcharse. Pidió en la barra dos botellas de cerveza y se las bebió rápidamente una detrás de la otra. Las necesitaba.

Una vez en casa, Arthur no tuvo tiempo de quitarse la ropa, todo le daba vueltas en la cabeza y se dejó caer en la cama tal y como estaba. No tardó mucho tiempo en quedarse dormido.

Kaminski era una de esas personas que raramente sueñan o, al menos, que no recuerdan haberlo hecho. Pero esa noche fue diferente. Al levantarse a la mañana siguiente recordaba un sueño. En éste se había levantado, la luna teñía de plata el desértico paisaje de Abu Simbel y a grandes pasos se dirigió al lugar donde antes se encontraban los dos grandes templos. El Nilo ya lo había inundado con sus aguas, que eran tan claras que dejaban ver la arena. Y allí, en el fondo, vio a Hella… ¡No, no era Hella, sino Bent-Anat! ¿O se trataba de la misma persona? Fuera como fuese, la mujer estaba vestida con una larga túnica transparente que se ceñía a su cuerpo. Parecía flotar y, aunque andaba a pasos cortos, pronto estuvo delante de él. Se quedó inmóvil y de repente se transformó en una estatua de piedra. En ese mismo instante Arthur vio la causa de su quietud: delante de ella, en la entrada del templo, se encontraba un gigante que no vestía más que un taparrabos de cuero. Tenía los brazos cruzados sobre el torso desnudo y se cubría la cabeza con una artística peluca como las que solían llevar los faraones. Kaminski se asustó al ver el rostro del rey, ¡eran sus propias facciones! Finalmente, el faraón golpeó con el pie la estatua de la mujer, que cayó y se rompió en innumerables trozos. En esos momentos, Arthur se despertó.

Era tarde, había que darse prisa si quería tomar el barco de las nueve. Una vez a bordo tendría tiempo suficiente para reflexionar sobre el sueño.

Todo lo que poseía lo metió en las dos maletas con las que había llegado allí cuatro años antes. Al cerrar la última, se dio cuenta de la austeridad en la que había vivido hasta entonces.

Antes de asimilar esa idea ya la había rechazado. ¿Era el mismo Arthur Kaminski quien al acabar los estudios se había jurado no hacer nada de lo que los demás consideraban una meta deseable? ¿El hombre que odiaba todo lo rutinario, para quien la semana de cuarenta horas tenía tan poca importancia como la casa con jardín, las vacaciones pagadas o la pensión de jubilación? Siempre quiso realizar algo grande y eso fue lo que finalmente lo trajo a Abu Simbel.

Kaminski no miró ni una vez más la casa que en los últimos cuatro años le había servido de hogar. Sólo tenía un pensamiento: ¡fuera de aquí, lo más rápidamente posible y antes de ver a nadie!

Balboush lo esperaba fuera en el Volkswagen amarillo. El sirviente egipcio luchaba por contener las lágrimas, como si la partida le afectara más a él que a Arthur.

– ¡Míster Kaminski buena persona! -repitió mientras colocaba las maletas sobre el asiento trasero del coche.

El ingeniero le dedicó un gesto afectuoso.

– Está bien, Balboush, está bien.

Intentó poner cien dólares en la mano del egipcio, pero éste los rechazó, aunque finalmente acabó aceptándolos ante la insistencia de Kaminski; después besó las manos del ingeniero y arrancó el automóvil.

En el camino hacia el embarcadero, que tras la subida de las aguas se encontraba más tierra adentro, Arthur mantuvo la mirada fija en la carretera. No quería ver nada más de aquel lugar que tanto había llegado a amar. Ahora lo odiaba, aborrecía Abu Simbel.

Esa mañana había pocas personas en el muelle; de entre ellas, le sorprendió ver a una que no esperaba encontrar allí, Hassan Moukhtar.

Éste lo había estado esperando.

– ¡Míster Kaminski! -lo llamó-. He venido para despedirme de usted -dijo y en sus labios apareció aquella sonrisa de suficiencia que a Arthur siempre le había producido aversión.

– ¡Hasta la vista, doctor Moukhtar! -le respondió secamente desde la pasarela y sin detenerse en su camino.

El arqueólogo volvió a dirigirse a él:

– Si me permite darle un último consejo, míster Kaminski, debe dejar de buscar a Hella Hornstein.

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