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Habían pasado ya dos semanas desde que se hizo público el descubrimiento de la momia y el intento de sacarla del país clandestinamente para venderla. El interés seguía siendo grande, pero se dudaba de que ésta fuera verdaderamente Bent-Anat. Famosos egiptólogos británicos -el prestigio de éstos se mantiene desde hace más de ciento cincuenta años- argumentaban que el lugar donde fue hallada hacía poco probable que se tratara de la tumba de una reina. Muchos especialistas consideraban impensable que el gran Ramsés hubiera hecho enterrar a Bent-Anat, su segunda mujer, a sólo un tiro de piedra del templo de su esposa favorita Nefertari.

El otoño amarillo y brumoso era especialmente desagradable ese año. Desde hacía muchos días caía sobre El Cairo un calor tan agobiante como el de una incubadora, ni el menor soplo de aire refrescaba la atmósfera y nubes de arena gris oscurecían el sol. Como consecuencia, el número de accidentes y el de fallecimientos había aumentado notablemente.

El profesor el-Hadid, el patólogo y especialista en momias con el cuello de toro, tenía que luchar contra aquel tiempo tan desapacible. A veces, el aire parecía centellear sobre las montañas del este y la atmósfera paralizante y agobiadora hacía que la cara le sudara. Pero, pese a todo, ése iba a ser el gran día de el-Hadid.

Hacía veinte años que se dedicaba a la anatomía patológica centrada en el examen de momias, una especialidad que en la mayoría de los científicos causaba admiración al mismo tiempo que cierta conmiseración. Esta disciplina estaba mal vista y era mucho menos popular que la arqueología, pese a que no tenía en absoluto menor importancia para la investigación del antiguo Egipto.

Aquella mañana, el-Hadid fue uno de los primeros en aparecer por el instituto. Llevaba un traje cruzado de lino claro que le sentaba muy bien a su figura bajita y regordeta. Se había invitado a científicos y periodistas de todo el mundo al gran acontecimiento. En cierto modo, el patólogo se sentía como una especie de Howard Cárter, el arqueólogo que 4 5 años antes había abierto la tumba de Tutankamón con un gran despliegue de publicidad.

Una comisión creada por ellos mismos, entre los que se contaban el egiptólogo y arqueólogo doctor Hasan Moukhtar, Ahmed el-Kadr del Museo Egipcio y el arqueólogo alemán Istvan Rogalla, había acordado arrancar una buena parte del vendaje que envolvía la momia mientras fuera posible hacerlo sin causarle daño.

El objetivo de esa operación era la búsqueda de un posible adorno pectoral o de un escarabajo amuleto que llevara el nombre de la momia. Todavía faltaban pruebas de que el cuerpo embalsamado hallado en el sepulcro con inscripciones fuese realmente el de Bent-Anat; en la historia de la egiptología existían numerosos ejemplos de faraones que habían sido encontrados en el interior de sarcófagos de otros reyes.

Sin dejar de pensar en su popularidad, el profesor elHadid había decidido realizar el reconocimiento en el aula magna de su instituto. Para eso fue necesario llevar a cabo el detallado traslado del instrumental y demás aparatos científicos, pero en compensación la sala ofrecía sitio a más de un centenar de interesados en presenciar el acontecimiento.

La momia, cubierta con una gran sábana blanca, yacía sobre una camilla móvil de acero cuando a eso de las diez de la mañana los invitados empezaron a tomar asiento en las sillas plegables colocadas en filas por toda el aula. Una tensión claramente perceptible dominaba el murmullo como cuando se espera que se alce el telón en una representación teatral muy esperada. Fotógrafos con cámaras y flashes ocupaban la primera fila y dos equipos de filmación se habían situado a ambos lados de la sala. El profesor el-Hadid, seguido de Rogalla, Abd el-Kadr y el doctor Moukhtar entraron en la estancia.

Ni siquiera el patólogo, para quien aquel día significaba la culminación de su carrera profesional, había esperado lo que sucedió a continuación. Los presentes aplaudieron entusiasmados como si en vez de ser científicos los que entraban en el aula se tratara de actores que suben a un escenario. Los movimientos con los que el-Hadid trató de insinuar una reverencia hicieron que el hombrecillo pareciera un tanto desmañado y torpe, como un novicio a punto de pronunciar sus primeros votos.

El profesor, Rogalla y el-Kadr se colocaron detrás de la camilla, mientras que Moukhtar se presentaba a la asamblea y con breves palabras hacía un resumen sobre la posible época de la momia y la situación familiar de Ramsés II. El egiptólogo no entró en detalles sobre las circunstancias en las que fue hallada ni cómo llegó a El Cairo, pero sí señaló claramente que fue él quien dirigió la excavación.

El patólogo por su parte se limitó en su introducción a ofrecer unas indicaciones generales sobre la investigación científica de las momias y de los primeros resultados del reconocimiento realizado sobre «el objeto», como él la llamaba. Los análisis cromatográficos, procedimiento conocido desde hacía ya cien años por el que se determinaban las materias orgánicas, habían demostrado sin lugar a dudas que las resinas y grasas utilizadas en la momificación procedían del período del Imperio Nuevo. Exámenes comparativos realizados en las momias de Seti 1 y Ramsés II habían dado resultados casi idénticos.

Un segundo reconocimiento físico aún más preciso con el método del carbono 14, en el que se utilizó un cabello de la momia para determinar su intensidad radiactiva, confirmó las anteriores conclusiones. El-Hadid explicó que todos los organismos contienen ese carbono, que tras la muerte del ser vivo va desintegrándose muy lentamente y esa cantidad radiactiva del carbono que queda puede ser medida. Los análisis fijaban en 3.220 años la antigüedad de la momia con un margen de error superior o inferior a cincuenta años. El fallecimiento de la reina, por lo tanto, debió de ocurrir hacia el año 1250 a. de C.

– Tiene usted toda la razón -vino Moukhtar en apoyo del catedrático- y por lo tanto aceptamos esa fecha. Abriré la momia; todos nosotros esperamos encontrar en ella un dato o una indicación sobre su nombre.

– ¿Es cierto que el descubridor de la tumba, un ingeniero de Abu Simbel, se apoderó de todos los objetos que había en ella?

La pregunta de un periodista inglés provocó un silencio de muerte.

Los cuatro actores que estaban alrededor de la momia todavía sin descubrir se miraron entre sí en busca de aviada.

Finalmente fue Rogalla quien tomó la palabra:

– Las verdaderas circunstancias del hallazgo todavía no son bien conocidas. Como ustedes saben, se produjeron ciertas incorrecciones que aún precisan una investigación a fondo. Nosotros no hemos encontrado nada en la tumba que nos pueda servir para establecer la identidad de la momia. Si esos objetos, que indudablemente debieron existir, fueron robados en épocas anteriores o lo han sido ahora, es algo que queda por determinar. Por favor, comprendan que no puedo decir nada más sobre el asunto.

Los reporteros tomaron notas apresuradamente y uno de ellos planteó una nueva cuestión:

– Profesor, ¿no tiene usted miedo de que al quitarle el vendaje a la momia entre en contacto con hongos o bacterias dañinas? En los últimos tiempos se ha vuelto a escribir mucho sobre la maldición de los faraones.

El-Hadid se ajustó las gafas y se volvió hacia el periodista que le preguntaba:

– Se refiere usted sin duda al Aspergillus niger, un hongo nocivo que los científicos norteamericanos han encontrado en algunas tumbas. El análisis bacteriológico de la momia realizado por el profesor el-Nawawi del Instituto Químico no indica que se haya producido ninguna infección por bacterias; por el contrario, el-Nawawi ha descrito su estado como absolutamente limpio.

Sin responder a las restantes cuestiones con que lo asediaban los reporteros, el profesor hizo señas a un ayudante vestido de blanco que le ofreció una bata del mismo color y unos guantes de goma. Finalmente el auxiliar le acercó un carrito, en realidad una pequeña mesa con ruedas, sobre el que se encontraba el instrumental propio de la anatomía patológica.

Seguidamente, el-Hadid quitó la sábana que cubría el cuerpo embalsamado. Un grito contenido recorrió las filas de los observadores y relampaguearon los flashes. Allí estaba la momia de la reina envuelta en vendas de color pardo amarillento, los brazos cruzados sobre el pecho y las cuencas de los ojos sin vida fijas en el techo.

Transcurrió un buen rato hasta que los asistentes, sobre todo los fotógrafos, recobraron la tranquilidad, y de nuevo reinó la calma. Sólo entonces se dirigió el catedrático a la mesita con el instrumental. Tomó un escalpelo con la mano derecha y en la izquierda unas pinzas grandes y se acercó a la momia por detrás para quedar de cara al auditorio.

De nuevo brillaron los flashes y el profesor el-Hadid pidió a los periodistas gráficos que dejaran de hacer fotografías durante los minutos siguientes, lo que provocó un fuerte murmullo de protesta por parte de éstos.

Los brazos y parte del pecho de la momia ya estaban libres de vendajes. Se podía deducir del estado del tejido orgánico que aparecía a la vista que no había pasado mucho tiempo desde que se los quitaron. Las vendas bajo los brazos se habían mezclado con los aceites y las resinas y se habían endurecido hasta formar una especie de coraza que parecía estar tallada en madera.

El-Hadid y los egiptólogos habían acordado descubrir completamente el pecho de la momia, pues sospechaban que debía de ser ahí donde encontrarían las pruebas de su identidad. El profesor se sirvió de unas grandes tenazas de acero cromado para sostener levantados los brazos cruzados de la momia.

Con la seguridad de un forense habituado a miles de autopsias, el patólogo realizó con fuerza un corte que partía del cuello hacia abajo. El material era muy firme pese a su porosidad y el catedrático tuvo que insistir varias veces hasta separar la envoltura de resina endurecida. En el auditorio reinaba un silencio total y no se oía ni la respiración de los presentes. Algunos de los observadores que nunca habían presenciado una autopsia y que sólo conocían aquel procedimiento por referencias escritas apartaron la mirada impresionados por su duro realismo.

El profesor el-Hadid practicó varios cortes seguidos en las vendas que quedaban sobre los apuntalados brazos de la momia hasta que Hassan Moukhtar, que observaba de cerca su trabajo, le hizo señas de que no continuara. Sólo muy pocos espectadores se dieron cuenta de la extraordinaria agitación que se reflejaba en el rostro de Moukhtar. El director del museo sí lo notó y dirigió una mirada interrogativa a Rogalla, que se limitó a manifestar su ignorancia sobre el nerviosismo de su colega con un encogimiento de hombros.

El-Hadid se encontraba tan inmerso en su tarea que no vio el objeto dorado de forma ovalada que había aparecido entre las tiesas capas de vendajes. A continuación, Hassan Moukhtar hizo un gesto con la mano y el patólogo se detuvo, pero contrariamente a la expresión de asombro de los egiptólogos, éste parecía gratamente sorprendido. No se había dado cuenta de que aquel metal no podía ser, en ningún caso, un objeto antiguo.

Ante las numerosas exclamaciones de admiración de los asistentes al acto, extrajo la chapa oval de entre las vendas y se la entregó al doctor Moukhtar, que se la puso sobre la palma de la mano. Éste parecía más disgustado que entusiasmado. De nuevo se produjo una tempestad de flashes, que cayó sobre él. Alzó la mano que mantenía vacía y trató de hablar, pero sus palabras se perdieron en el bullicio.

– ¡Señores!… -gritó al excitado público-. ¡Se han alegrado demasiado pronto!

Mientras, le pasó el objeto de metal dorado a Ahmed Abd el-Kadr, quien a su vez se lo entregó a Rogalla con expresión de estar al tanto de lo que ocurría. A los testigos más observadores no se les escapó que este último tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar en una carcajada. También él agitó la cabeza desengañado.

– ¡Señores!… -De nuevo el arqueólogo intentó hacerse oír. También el-Hadid pareció entender lo que estaba sucediendo, pues la desilusión se reflejaba en su rostro-. El objeto encontrado no es antiguo, ni una pieza procedente de la época de Ramsés. Se trata de una joya de nuestros días; incluso lleva una inscripción en alfabeto latino y lengua alemana. Pero creo que sobre ello nuestro colega alemán podrá decirles algo más.

Rogalla levantó el medallón oval -eso era en realidadentre el pulgar y el índice y lo mostró a los presentes. De nuevo brillaron los flashes y se oyeron los disparos de las cámaras.

– Es un colgante de nuestra época -explicó Rogalla- y tiene una dedicatoria en alemán: «Ewig Dein. A. K.». Es decir «Tuyo eternamente. A. K.».

Se hizo un silencio de muerte. Moukhtar, el-Kadr y el-Hadid bajaron la mirada humillados. Sólo Rogalla parecía más bien divertido por el inesperado hallazgo.

El periodista inglés que antes había hecho una pregunta fue el primero en recuperar la palabra y se dirigió a Moukhtar con ironía:

– ¿Y qué dice la ciencia de este descubrimiento?

Todos los ojos se posaron sobre el doctor Hassan Moukhtar. Sabía que no podía permitirse una falsa respuesta que lo avergonzara para siempre. Temía que él mismo y el hallazgo de la momia, que hacía ya tiempo que iba unido a su nombre, cayeran en el más espantoso de los ridículos. Durante unos instantes vaciló mientras pensaba si no sería conveniente interrumpir el acto y convocar una conferencia de prensa para el día siguiente en la que informar del incidente. Se dio cuenta de que eso no haría más que empeorar la situación y provocar un escándalo con las más peregrinas especulaciones.

Consecuentemente, mientras el-Hadid continuaba su trabajo e iba separando las vendas capa tras capa, trató de explicar a los periodistas que entre el descubrimiento de la momia y el momento en que fue sacada al exterior transcurrió cierto tiempo durante el que se convirtió en objetivo de traficantes e intermediarios. Él no sabía lo que había ocurrido con la momia mientras tanto, por lo que no podía decir nada sobre el origen del colgante moderno. Aunque tenía cierta sospecha.

Habría sido mejor que Moukhtar no hubiera dicho esa última frase. Los periodistas rodearon al arqueólogo y se produjo una ruidosa discusión, durante la cual pasó inadvertido el descubrimiento por parte del profesor el-Hadid de una quebradiza banda de cuero que rodeaba el tórax del cuerpo momificado y en la que figuraba el nombre de Bent-Anat.

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