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Salah Kurosh, apodado el Águila, ex aviador de Air Egypt, había sido destinado, como castigo, a pilotar el avión correo de Abu Simbel. Vivía en una de las casas prefabricadas, situadas casi en los límites del campamento, muy cerca del pequeño aeropuerto. Este consistía en un corto campo de aterrizaje asfaltado y un barracón largo y bajo. Ambas cosas, la pista y el cobertizo, estaban rodeadas de arena por todas partes. Arena y más arena, que muchas veces había que quitar por las mañanas temprano. El barracón servía también de hangar para los dos aparatos a través de los cuales se mantenía contacto directo con Asuán. No existía un plan de viajes fijo y para Kurosh el Águila resultaba fácil despegar, poner rumbo al sur y desaparecer detrás de las dunas sin que nadie se diera cuenta.

El egipcio, un hombre que soportaba muy bien la bebida y aviador por vocación, vivía solo. De sus vuelos como correo se contaban las aventuras más extraordinarias, lo mismo que de los negocios con los que completaba sus ingresos relacionados principalmente con las bebidas de alto grado alcohólico, tan necesarias para él como los consuelos religiosos del Corán, aunque ambas cosas fueran entre sí tan diferentes como el agua y el fuego. Pero, como Kurosh solía decir para justificar su afición, Alá no sólo había creado esos dos elementos tan dispares sino también el agua de fuego, el «aguardiente» una denominación genérica en la que él incluía todas las bebidas de más de cuarenta grados, entre ellas el whisky. ¡Alá es grande!

Arthur llamó a la puerta y despertó al piloto, mientras Raja, Balouet y Hella esperaban en el coche. Al principio, el egipcio se mostró poco dispuesto, pero al ver el fajo de billetes que Kaminski puso sobre su mesa su actitud empezó a cambiar por momentos.

– ¿Mil dólares? ¡Hay algo que huele mal en todo esto!

– Naturalmente, ¿o es que cree usted que se los iba a ofrecer por no hacer nada?

Kurosh movió la garganta como si acabara de tomar un trago. Sin perder de vista las divisas objetó:

– Nada de negocios sucios, yo no hago negocios sucios, para que nos entendamos.

– Ya lo sé -respondió tranquilo Kaminski-. Jamás se le ocurriría la idea de traer whisky de contrabando de Jarturn, sería una empresa muy peligrosa que incluso podría costarle el empleo…

– ¿Cómo sabe usted eso, míster?

– Yo no sé nada, Salan, pero en el campamento se cuentan muchas historias; de dónde viene el whisky, por ejemplo. Son sólo rumores, claro está.

– ¡Calumnias!

– Calumnias, sí. Yo nunca creí en ellas.

Salah tomó el dinero y miró los billetes a contraluz en la bombilla que colgaba sobre la mesa.

– El papel es bueno -murmuró entre dientes todavía indeciso pero obviamente a punto de ceder-. Bien, dígame, ¿qué tengo que hacer?

– Una tarea sencilla -fue la respuesta de Kaminski-. Debe llevar a dos personas a Jartum. Esperan fuera en el coche. No tiene que saber quiénes son, olvidará su aspecto, y cuando haya vuelto, recuerde que no estuvo en Jartum.

– ¡Imposible! -Salah negó con la cabeza.

– ¿Qué significa eso?

– Que es imposible llevar a dos pasajeros de una vez en un Boelkow 207.

Kaminski cogió el fajo de dólares e hizo como si fuera a metérselo en el bolsillo del pantalón para marcharse.

– ¡Alto! -Kurosh puso una mano sobre el brazo del ingeniero-. ¿Equipaje?

– Nada, sólo la ropa que llevan puesta.

Kurosh parecía dispuesto a ceder.

– ¿Y cuándo debería ser el viaje? -quiso informarse.

– Inmediatamente -presionó Kaminski-. Debe decidirse si acepta el encargo o no, si no lo hace tendré que buscar otra solución.

Kurosh se puso de pie y se dirigió a la ventana. Fuera era todavía completamente de noche, pero no pasaría media hora antes de que el horizonte comenzara a iluminarse por Oriente, una claridad suficiente para que el avión pudiera despegar sin luces y poner rumbo al sur.

– Inshallah! -exclamó Kurosh y tomó el dinero-. ¿Quién es esa gente?

– Esperan en el coche, fuera. Y una vez más, usted no los conoce ni los ha visto.

– Salah será como una tumba.

Al oír esa palabra, Kaminski tembló involuntariamente.

Poco tiempo después, Kurosh sacaba del hangar al Boelkow 207, pintado de azul y blanco.

Balouet estrechó efusivamente la mano del ingeniero.

– Le doy las gracias, monsieur -dijo conmovido-. Debo estarle muy agradecido.

Kaminski retiró su mano.

– No tiene que agradecerme nada. ¡Ha pagado usted!

– Eso no tiene nada que ver -replicó Balouet.

Arthur protestó:

– Aunque no lo crea, he obrado en parte por mi propio interés, pero si consiguen -Kaminski sacó un papel de su cartera y escribió en él unas palabras- llegar a Europa y quiere hacer algo bueno, diríjase a esta dirección y déles mi nombre.

Jacques hizo un gesto afirmativo y se guardó la nota.

– Y no se olviden de lo que hemos acordado -añadió Kaminski mientras ayudaba a Balouet y a Raja a subir al asiento de atrás del avión-. Ustedes no han visto nada.

– Nada -respondió Kurjanowa con aire ausente.

Sólo cuando el aparato ya estaba en el aire y Kurosh describía un lazo sobre el embalse para tomar altura, se preguntó qué importancia podría tener aquel descubrimiento. Después tomó la mano de Jacques y gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor:

– ¡Lo hemos conseguido!, ¿lo oyes? ¡Lo conseguimos!

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