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Sobre el patio de la estación flotaban espesas nubes de humo y de polución. Algunos vendedores callejeros tostaban panochas de maíz sobre hornillos de carbón vegetal; otros despachaban rosquillas de sésamo o asaban trozos de carne y pregonaban su calidad a voz en grito. Entre ellos corrían los chicos de los periódicos que llevaban al pueblo las noticias impresas. Muchachos ágiles se ofrecían de mozos de cuerda y los de más edad como guías a los extranjeros.

– One pound, míster -pedían otros.

Balouet y Raja escaparon de la amenazadora multitud por una salida lateral, donde una cola de taxis anticuados con los guardabarros pintados de blanco esperaba clientes.

En todas partes, los taxistas tienen fama de saberlo todo y de estar preparados para enfrentarse a cualquier eventualidad. Eso se puede aplicar de modo especial a los de Egipto; sobre todo, si uno se muestra espléndido con ellos.

Mientras Raja contemplaba fascinada la monumental estatua de Ramsés que domina la plaza de Midan Bab el Hadid y la gran fuente de surtidores, un taxista que había venido observando a los dos viajeros se acercó a Balouet y, en una confusa mezcla de idiomas, le preguntó si podía serle útil y, juzgando sin duda por su aspecto humilde, si buscaban un hotel barato o si querían ir a visitar las pirámides a Gizeh. El precio normal eran cinco libras pero se mostraba dispuesto a regatear. Jacques conocía las severas medidas de control en los hoteles pero, no obstante, se atrevió a preguntarle al amable taxista si sabía de alguno en el que no les pidieran los pasaportes.

Un extranjero que admite que no tiene documentos se hace muy sospechoso y se convierte automáticamente en un don nadie, no mucho mejor considerado que un arriero o un camellero. Les respondió que en un hotel formal era imposible conseguir habitación sin pasaporte, porque la policía lo recoge a la llegada del viajero y, normalmente, no se lo devuelve hasta el momento de su partida.

El chófer pareció asombrado, inclinó la cabeza y extendió la mano sobre el pecho como si quisiera decir: «¡mister, yo soy un taxista honrado que no quiere saber nada de asuntos ilegales!». Pese a ello, Balouet, que conocía la mentalidad de los egipcios y su talento para el fingimiento, no se extrañó nada de que cambiara de opinión ante un billete de cinco dólares que puso delante de sus ojos, como si se tratara de un documento más valioso que un pasaporte.

– Cinco dólares para mí y otros cinco por el transporte -precisó el taxista.

Balouet asintió:

– De acuerdo.

En el momento en que iba a subir al taxi, a Raja le llamó la atención el pregón de un vendedor de periódicos que anunciaba lo que parecía ser una noticia sensacional del Al-Akbar, aunque sólo pudo entender dos palabras: Abu Simbel. Se fijó en la portada y vio una foto del templo y otra de una momia.

– ¿Qué querrá decir? -le preguntó a Balouet.

Éste se asustó. Le dio una moneda al vendedor, puso el periódico a la vista del taxista y le preguntó qué explicaba el artículo.

El hombre arrugó el entrecejo, sacudió la cabeza y dijo que había ocurrido algo increíble. Que en la reconstrucción de Abu Simbel un ingeniero había descubierto la momia de una reina, lo cual guardó en secreto para poder vendérsela a un famoso contrabandista de antigüedades de Asuán. Pero los hombres de la competencia, que se habían enterado del asunto, exigieron al traficante una participación en el negocio, a lo cual se negó. Sus rivales lo han asesinado. Se extrañó de que no hubieran oído hablar del asunto, pues en los cafés no se habla de otra cosa.

– No tenía la menor idea del asunto -comentó Balouet.

– El asesinato -continuó explicándoles el taxista- fue planeado fríamente. El anticuario era un hombre muy conocido en Asuán. Murió de una sobredosis de morfina.

– ¿Y la momia de la reina?

– Pudo ser salvada en el último momento -contestó-, antes de que las aguas lo inundaran todo.

Jacques y Raja se miraron y el francés apremió al taxista:

– ¡Vamos, póngase en marcha de una vez!

El motor del viejo Chevrolet arrancó ruidosamente y el chófer dio media vuelta a la plaza Midan Bab el-Hadid antes de torcer por la Sharia el-Gumhuija en dirección sur.

Los taxistas egipcios, y en especial los de El Cairo, sufren de un inexplicable mal, todo lo contrario del miedo a las apreturas, que hace que, en cada semáforo, traten de acercarse al máximo a los otros coches, se metan en el menor hueco en el tráfico, casi rozando a los otros o anden tocando el parachoques del que va delante como si se tratara de una caricia.

Mientras tanto, Hassan -todos los taxistas de El Cairo se llaman así- les contó su vida, de la que Balouet sólo recordó que era el decimotercero de diecisiete hermanos. En los jardines de Esbekija giró en dirección a la ciudad vieja y subió por la Sharia el-Ashar a velocidad suicida hasta tenerla a la vista. Luego entró en una calle lateral en dirección sur sin dejar de tocar la bocina y maldecir por su ventanilla abierta.

Un arco acabado en punta, a la derecha, marcaba la entrada al mercado, Hassan hizo que la gente se apartase, aunque apenas tenía paso; un carro de mano golpeó el guardabarros delantero, pero continuó sin darle importancia y, finalmente, se detuvo delante de la puerta de una tienda de alfombras, en la que se amontonaban varias enrolladas y atadas.

Hassan se bajó del coche y con un ademán les indicó que esperaran un momento. Balouet tenía un mal presentimiento y Raja, intranquila, buscó su mano. Un par de chavales y dos viejas curiosas pegaron sus narices al cristal. Jacques sintió la tentación de abrir la puerta y escapar de allí con su compañera.

Mientras se encontraban bajo esas miradas desagradables, pensaba qué podría ser lo que Hassan tenía que negociar con el vendedor de alfombras, pero antes de lo que había esperado el taxista regresó y les pidió que lo acompañaran.

La pareja tomó su modesto equipaje y lo siguió a través de la tienda, que resultó ser el portal de un atrio con arcadas de varios pisos y plantas y arbustos floridos. Tres pequeñas ventanas formaban una unidad y estaban en el lado de la sombra protegidas con persianas. En el piso superior unos balcones pequeños y delicados con celosías para resguardarlos del sol colgaban suspendidos sobre vigas de madera marrón rojizo. En medio de la ruidosa y agitada ciudad vieja aquel patio interior era un oasis de paz. Balouet y Raja no se cansaban de admirar la fabulosa arquitectura.

– ¡Vengan! -les dijo Hassan.

Bajo un arco oval del atrio se abría una puerta de dos hojas, con adornos de metal y ornamentos de cristal rojo y azul, que conducía a una habitación sin ventanas e iluminada sólo por la luz polícroma que entraba por la puerta y un candelabro de metal con esferas amarillas metálicas, que pendía del elevado techo.

Frente a la entrada, donde había unos cuadros, un hombree gordo con una pequeña barba negra estaba sentado, como si estuviera en un trono, en un sillón con un respaldo redondo y amplio y vestía uno de esos largos ropajes árabes de color blanco. Sin levantarse de su asiento, abrió los brazos a sus visitantes como si fueran viejos amigos. Su rostro grasicnto, y sus pequeños ojos redondos brillaban igual que los de un niño.

El gordo, exageradamente amable, se dirigió a ellos con gestos joviales y quiso saber de dónde venían, cuál era su nacionalidad y si tenían algo de dinero. Al saber que eran franceses empezó a hablarles perfectamente en su idioma. Balouet se quedó realmente asombrado.

Se llamaba Abdel Aziz Suheimy, les dijo aquel extraño individuo mientras se ponía la mano sobre el pecho e insinuaba una breve reverencia. Su profesión era la pintura, pero como el hombre no puede vivir sólo de los colores puesto que Alá ha colmado la tierra con los más bellos tonos, tenía que alquilar parte de su casa a huéspedes de pago, lo que iba en contra de las leyes del gobierno pero no contra los designios de Alá el Todopoderoso, que si bien prohibía la usura no hacía lo mismo con la supervivencia de un artista. Mientras hablaba así, hizo desaparecer las manos en las amplias mangas de su túnica, como si tuviera algo que ocultar, y soltó una risita de conejo que recordaba al genio de la botella en el cuento de Las mil y una noches.

Hassan le comentó al pintor algo en árabe que, naturalmente, la pareja no entendió, pero sin duda le estaba informando de que, aunque no lo pareciera, tenían dinero. Después volvió a ellos y les anunció mientras les estrechaba la mano que Suheimy Bey, gracias a su recomendación, estaba dispuesto a darles alojamiento; sobre el precio ya se pondrían de acuerdo.

Como habían acordado, Balouet depositó diez dólares en la mano del taxista, que se retiró con unas corteses reverencias.

Al ver los billetes norteamericanos que Jacques había sacado del bolsillo, Abdel Aziz se levantó de un salto -y entonces pudo verse que era un hombre bajito-, batió palmas y por una puerta apareció un criado flaco que, obedeciendo a una señal con la cabeza que le hizo su amo, ofreció a los dos huéspedes sendas sillas de madera y enea y les indicó que se sentaran. Sin más, desapareció por donde había venido y poco después volvió para servirles té en unos vasos pequeños.

Mientras tanto, Suheimy Bey comentó con prolijidad oriental lo duro de la vida de un artista bien dotado, la virtud de la hospitalidad y su corazón compasivo y mencionó a su vez el precio por el que estaba dispuesto a admitirlos como huéspedes durante todo el tiempo que quisieran: cien dólares a la semana. Al decirlo sonrió como azorado y alzó los hombros, de tal modo que de su grueso cuello sólo fue visible una doble papada.

Ése era un precio excesivo, pero Balouet sabía cómo vérselas con gente como Abdel Aziz. Dejó a un lado su vaso sin decir una palabra, tomó su bolsa de viaje, cogió de la mano a Raja e hizo como si fuera a marcharse. Al darse cuenta de su intención, Suheimy fingió sentirse muy afectado y se interpuso en su camino con los brazos abiertos. Si la suma que pedía les parecía demasiado elevada podían proponerle la que estuviesen dispuestos a pagar.

La mitad, le dijo Jacques brevemente.

El gordo levantó los brazos y comenzó a lamentarse. Precisamente él, Abdel Aziz Suheimy, el mejor de los pintores desde El Greco, se veía obligado a alquilar su casa y sus bienes heredados de sus padres por un miserable puñado de dólares. De repente cesó de quejarse, le tendió la mano abierta a Balouet y declaró con el rostro sonriente:

– Está bien por mi parte, monsieur; cincuenta dólares pero una semana por adelantado.

Jacques contó el dinero y lo depositó en la mano de Suheimy, que dobló los billetes y los metió en el bolsillo de su galabiya. En su interior, Balouet se enfadó consigo mismo por no haberle ofrecido menos. Estaba convencido de que Abdel Aziz hubiera aceptado un cuarto de la suma que les pidió al principio. El naufragio de la motora, el vuelo a Uadi Halfa y el viaje en barco desde Port Sudan a Safaya habían reducido su capital en efectivo a unos mil dólares. Para adquirir documentos falsos necesitarían sin duda casi todo ese dinero. ¿Con qué iban a pagar los billetes de avión? ¡Las perspectivas no eran precisamente halagüeñas!

Abdel Aziz Suheimy rogó a sus huéspedes que lo siguieran por un pasillo estrecho y sin ventanas hasta llegar a una escalera con peldaños bajos y anchos. El hombre regordete y bajito la subió tan rápido que Balouet y Raja tuvieron dificultades para alcanzarlo. Al llegar al tercer piso, Suheimy respiró profundamente y les explicó que en su casa se alojaban otros huéspedes, cuyos nombres no conocía ni le interesaban, la mayoría extranjeros, gente fina y con clase, según sus propias palabras.

Al final del corredor, que partía a la izquierda de la escalera y llevaba hasta una ventana estrecha y alta, Abdel Aziz abrió una puerta y los invitó a entrar en la habitación. El baño se encontraba al lado opuesto del pasillo, les dijo; a continuación les deseó las bendiciones del Todopoderoso, se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho y desapareció.

Raja se abrazó a Jacques. Tras su fuga, que duraba ya varias semanas, por fin podían sentirse tranquilos, al menos de momento. Nadie, ni siquiera Suheimy, sabía quiénes eran y de un modo u otro acabarían por encontrar a alguien que les facilitara una documentación falsa; El Cairo era un verdadero crisol de posibilidades.

Con los ojos cerrados la joven recordó con qué sensación de soledad y abandono había huido a Abu Simbel para escapar de sus perseguidores del KGB. Le pareció providencial que en aquel barco se encontrara con Balouet, que al principio no le gustó demasiado, aunque sin él no hubiera podido resistir todas esas fatigas y dificultades.

Todavía sin abrir los ojos, Raja Kurjanowa se dio cuenta de que Balouet la estaba mirando y sonrió.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Jacques.

– En cómo empezó todo.

En la cara de Jacques se dibujó una sonrisa irónica.

– ¿Y qué deduces de tus reflexiones?

Raja lo miró fijamente.

– Sé que sin ti no lo hubiera conseguido y ya haría tiempo que habría caído en las redes del KGB.

– Todavía no lo hemos conseguido -observó Balouet y se dejó caer en un viejo sillón afelpado frente a la cama, que por su altura debía de tener varios colchones- y si he de ser sincero, te diré que no tengo la menor idea de cómo conseguir los pasaportes falsos para salir del país. Y cada semana que pase nuestro dinero irá disminuyendo.

Raja se sentó en el brazo del sillón junto a Jacques y comenzó a acariciar su cabeza.

– Hasta este momento has sido tú quien me ha dado ánimos, ¿por qué te falta ahora el valor?

Estaba claro que el actual estado de nervios de Balouet no era el mejor. Raja sabía que no era un hombre especialmente valiente, pero fue capaz de echar sobre sus espaldas por amor a ella todas las penalidades de su viaje por Sudán. Solo, sin ella, hubiera podido escabullirse mejor; Balouet tenía pasaporte aunque de momento no le pareciera aconsejable utilizarlo. Ahora era evidente que Jacques estaba llegando al final de sus fuerzas.

– Tienes razón -concedió Raja-, todavía no hemos ganado, pero hemos conseguido una primera victoria, nos hemos librado de los esbirros del KGB.

Balouet apretó la mano de la joven. Se sentía cansado; ella también tenía dificultades para mantener los ojos abiertos. El silencio y la tranquilidad de aquella vieja casa tenía para ellos un efecto soporífero.

– En estos momentos sólo tengo un deseo -afirmó Raja-, una ducha fría.

El baño del piso, al otro lado del pasillo, no era precisamente de lo más moderno, pero para El Cairo podía calificarse incluso de lujoso, se cerraba por dentro y tenía una ducha de teléfono que dejaba caer una lluvia de agua templada sobre un pilón que llegaba hasta la rodilla.

Raja disfrutó con el agua a presión que caía sobre sus hombros pese a que olía a azufre, cloro y alguna otra sustancia. Al menos bastaba para quitarse el polvo, la suciedad y el sudor del miedo acumulados durante tres semanas. Después de frotarse el cuerpo de pies a cabeza repitió la operación y posiblemente lo hubiera hecho una tercera vez de no ser por unos fuertes golpes en la puerta del cuarto que la avisaron de que debía darse prisa. Al fin y al cabo era por la mañana y media docena de huéspedes compartían el cuarto de baño.

– ¡Un momento! -dijo con voz lo suficientemente alta para ser oída fuera mientras comenzaba a secarse. Se sentía como si acabara de nacer-. ¡Un momento! -repitió en francés, idioma en el que solía hablar desde su fuga de Asuán; se puso un vestido que había llevado consigo y abrió la puerta.

Hubiera querido desearle los buenos días a la persona que esperaba fuera -vestía un albornoz a rayas y sobre el brazo izquierdo llevaba una toalla de color rojo-, pero las palabras se le helaron en la boca.

El hombre tenía unos sesenta años, el cabello completamente blanco y unas espesas cejas negras. Era el coronel Smolitschew.

Durante un segundo, Raja se quedó paralizada. ¡Smolitschew! De sus labios se escapó un grito fuerte y agudo que resonó por todo el pasillo.

El coronel pareció al menos tan sorprendido como Raja Kurjanowa y tampoco fue capaz de decir nada, pero cuando la mujer comenzó a chillar, reaccionó como un oficial del KGB, tomó su toalla y le tapó con ella la boca.

– ¡Escuche, camarada -murmuró él en voz baja-, puedo explicárselo todo!

La joven se defendió con todas sus fuerzas a puntapiés y a puñetazos. Entretanto, Balouet al oír el grito salió precipitadamente de la habitación. En el primer momento no reconoció con quién luchaba Raja, sólo vio que ella estaba en peligro; se acercó por detrás del desconocido y lo cogió del cuello con todas sus fuerzas como si quisiera estrangularlo.

Jacques nunca hubiera creído que estaba en condiciones de sacar tanta fuerza, pues su adversario, que no era precisamente un hombre de complexión débil, pronto empezó a dar muestras de ceder, los brazos cayeron a los costados y la cabeza hacia delante. Todo su cuerpo se relajó como una marioneta a la que le cortan los hilos.

– ¡Smolitschew! -chilló Raja sin aliento-. ¡Es Smolitschew!

¿El coronel Smolitschew? Jacques necesitó un rato para aceptar que aquel fardo inerte a sus pies era el enemigo del que escapaban y por el que habían recorrido la mitad de África oriental. Pero cuando finalmente lo asumió, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta su habitación.

El coronel gimió débilmente y con dificultad trató de abrir los ojos.

– ¿Qué pretendes hacer? -le preguntó Raja asustada a su compañero.

Éste cerró la puerta y recorrió el cuarto con la mirada. Sobre un lavamanos de madera había un jarro de porcelana grande y pesado lleno de agua. Lo vació en la palangana y levantó el jarro con ambas manos.

– ¡Voy a matarlo! -dijo tranquilo y con voz firme-. ¡Acabaré con él de un golpe!

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