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En los días que siguieron a la ignominiosa derrota de los egipcios, la situación en El Cairo se hizo aún más caótica de lo normal, aunque eso pudiera parecer impensable en una ciudad en la que la confusión y el desorden reinaban cotidianamente. Personas que no se conocían, al encontrarse en la calle, se abrazaban espontáneamente y lloraban y maldecían a los infieles. Muchos, incapaces de reconocer la derrota y de convivir con ella, se suicidaron arrojándose desde torres y puentes. La opinión sobre el presidente Nasser quedó dividida. Unos lo imprecaban y lo culpaban de lo ocurrido, para otros era un mártir y sólo él podía salvarlos.

Durante aquellos días de confusión, Arthur Kaminski y Mike Mahkorn continuaron buscando las huellas que Hella Hornstein había dejado en El Cairo. El periodista estaba convencido de que la relación especial que parecía existir entre la momia de Bent-Anat y Hella se encontraba por encima de una simple atracción sensacionalista. Intuía que entre ambas había una tensión misteriosa y secreta que estaba seguro que acabaría por descargarse de una manera u otra. Pero por mucho que reflexionaba seguía tan lejos de dar con una solución al problema como al principio de sus investigaciones.

Por el contrario, Kaminski no pensaba tanto en las circunstancias que habían llevado a Hella a venerar a la momia, lo consideraba más bien como una de las muchas características de una mujer apasionada y por encima de todo quería volver a verla y aclarar las cosas, la amaba y no estaba dispuesto a renunciar tan fácilmente.

Entre Kaminski y Mahkorn se estableció una buena amistad, durante las horas del toque de queda que se pasaron charlando y bebiendo en el bar del hotel, Arthur, pese a ser el mayor de los dos, sentía más admiración por Mike que a la inversa. Apreciaba en él la fría seguridad en sí mismo, la superioridad con que sabía juzgar, y estaba convencido de que no había nada capaz de sacar de sus casillas a aquel joven, fuerte como un roble, pero que en ocasiones mostraba una sensibilidad que le sorprendía.

Con sus acertadas preguntas, Mahkorn había logrado profundizar en el carácter de Hella; aunque no la conocía personalmente y hablaba de ella como si fuera una vieja amiga. Kaminski seguía sin tener la menor idea sobre las razones que la habían llevado a esconder su medallón en la momia, pero para el periodista aquello tenía un significado especial. No podía decir con seguridad qué buscaba Hella con eso, pero estaba convencido de que perseguía un fin determinado y de que se había esforzado en dejar una señal, En cambio, Arthur tendía a pensar que la joven sólo había intentado burlarse de él y ponerlo en ridículo; Mahkorn estaba seguro de que eso no era así.

Los incidentes políticos que estaban ocurriendo en El Cairo no habían hecho desistir al periodista y a Kaminski de seguir buscando a Hella Hornstein. Cuatro días después del final de la guerra, es decir, el 15 de junio de 1967, entraron en el vestíbulo del hotel Ornar Khayyam, después de haberse informado sin éxito en siete de los hoteles reservados a extranjeros. Arthur llevaba consigo una fotografía de Hella tomada delante del gran templo de Abu Simbel en la que había quedado muy bien; la había hecho al principio de sus relaciones. Habían comprobado por propia experiencia que los conserjes y porteros de los hoteles cairotas recordaban mejor las imágenes que los nombres.

El periodista le presentó la foto al recepcionista, con su típico aire de seguridad que no admitía negativas y le preguntó si aquella señora, una alemana, residía en el hotel.

El conserje, uno de aquellos jóvenes egipcios de la nueva generación, con malos modales, que tratan de hacer carrera por cualquier medio, no se dejó impresionar. Muy tranquilo, se tomó un tiempo provocativamente exagerado para examinar la fotografía. Mahkorn ya estaba a punto de cogerle por la corbata para exigirle una contestación y sacarlo de su afectada y aburrida indiferencia, cuando un caballero de mediana edad, cuya llamativa forma de vestir lo identificaba como norteamericano, se interesó por la foto en el momento en que iba a dejar la llave de su habitación en el mostrador. Con un marcado acento que hizo la palabra casi ininteligible exclamó:

– Congratulations!

Al principio, ninguno de los dos pareció interesarse por el cumplido del hombre al ver la fotografía, pero tuvieron que hacerlo cuando éste se volvió a Mahkorn y le preguntó si aquella mujer era su esposa.

– No -respondió el interpelado y señaló a Kaminski sólo con la intención de librarse del curioso.

– Oh, congratulations! -repitió el americano ante el desagrado de los dos amigos que enseguida se mostraron expectantes cuando aquél continuó-: No hace mucho tiempo la vi desayunando en la terraza del hotel y me quedé impresionado por su belleza. Congratulations! -reincidió.

Mike y Arthur se llevaron aparte al norteamericano. Le mostraron de nuevo la foto y el periodista le preguntó:

– ¿Está usted seguro de que se trata de la misma persona?

Sin pararse a examinar la imagen demasiado tiempo les respondió:

– Hey folks, Ralph Nicolson tiene una vista especial para las mujeres bonitas, desgraciadamente sólo eso, y esa cara es de las que se conservan en la memoria. ¿No es fantástica?

Hasta el propio Mahkorn se quedó tan asombrado con esa afirmación que hizo un gesto de asentimiento y repitió:

– Sí, realmente es fantástica.

Una sonrisa se extendió por todo el ancho rostro de Nicolson.

– Es raro, pero todas las mujeres guapas del mundo están ya casadas. Me pregunto por qué. Soltó un carcajada tan fuerte que su eco resonó por todo el vestíbulo del hotel.

Entretanto, Mahkorn y Kaminski habían recobrado la calma.

– Sir… -comenzó el primero pero fue interrumpido por Nicolson.

– Nada de sir -dijo éste pasando al tuteo-, me llamo Ralph, ¿y tú?

– Mike.

– ¡Oh, norteamericano!…

– No, alemán.

– No importa.

El periodista no pudo evitar una sonrisa irónica.

– ¿Y cuándo fue eso? Quiero decir, ¿cuándo la viste en el hotel?

– Dos o tres días antes de la guerra. Oh, Dios mío, qué raro suena eso. ¡Dos o tres días antes de la guerra! -De repente se puso serio e hizo un gesto expresivo como si se quitara una mota de polvo de la manga de su chaqueta-. Después de ese primer encuentro no volví a verla. ¡Lo siento por vosotros!

El jefe de recepción del hotel, un hombre mayor, los venía observando y había oído la conversación. Se acercó a ellos cortésmente.

– Perdónenme los señores si me mezclo en el asunto. ¿Se trata de una dienta de nuestra casa?

Mike alzó la foto para que el conserje pudiera verla.

– ¿Por qué se interesan por la señora? -preguntó.

– Es la prometida de este caballero -mintió Mahkorn señalando a Kaminski-. Habían quedado en encontrarse aquí, pero como ve no se ha presentado.

El recepcionista asintió comprensivo.

– ¿Cuál es el nombre de la señora?

– Doctora Hella Hornstein. Es alemana.

– Tiene razón sólo en parte -le contradijo el jefe de conserjes-. Es alemana, pero su nombre es Kramer, Petra Kramer. Yo mismo le conseguí un billete de avión para volver a su país.

– ¿Cuándo fue eso?

– El 3 de junio.

– ¿Y a qué parte de Alemania se dirigía?

Reflexionó un momento y movió la cabeza.

– A Frankfurt, si no me equivoco. Espere, señor, me parece recordar que era para Munich vía Frankfurt.

– ¿Y el billete fue expedido a nombre de Petra Kramer?

– Tal y como se solicitó.

Los dos amigos estaban asombrados. Arthur arrugó la frente y Mahkorn puso un billete en la mano del recepcionista.

– Smolitschew debe de haberle procurado documentos falsos -opinó el periodista mientras Nicolson se despedía agitando la mano-. ¿Qué relación tenía con Munich la doctora Hornstein?

– Ninguna que yo sepa -respondió Kaminski-. Hella procede de Bochum. Nunca mencionó Munich. -Reflexionó y finalmente dijo-: Tengo que ir. Debo encontrarla.

Mike asintió con un gesto.

– Por mi parte está bien, allí estoy en mi casa. Pero creo que debo aclararte una cosa: es más fácil localizar a una europea en El Cairo que a una alemana en Munich. Esa ciudad está llena de alemanes -bromeó.

Arthur se rió con él; comprendía perfectamente lo que Mike quería decir.

Mientras Kaminski y Mahkorn, un tanto confusos, reflexionaban qué más podían hacer y dónde continuar buscando a Hella Hornstein, el anciano conserje se acercó de nuevo a ellos. Colocó un papel delante de la nariz del periodista y le dijo:

– Tal vez esto pueda servirles de algo. La señora que ustedes buscan telefoneó dos veces a Munich el día de su partida. Aquí está la lista de las conferencias de la centralita, correspondiente al 2 de junio. Vea usted, habitación 217, en el ala lateral, la que ocupaba la señora Kramer. Y éste es el número de teléfono de Munich al que llamó dos veces: 219 82 63.

– ¿Te dice algo este número? -le preguntó Mahkorn a su amigo mientras lo anotaba en un trozo de papel.

Arthur negó con la cabeza.

– Nada en absoluto, no tengo la menor idea.

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