18

Desde hacía días Arthur Kaminski intentaba averiguar las intenciones de la doctora Hella Hornstein. Desde su inesperado encuentro en la barraca, Hella parecía completamente cambiada, al menos en lo referente a su comportamiento hacia él. Su inaccesibilidad cedió y dejó paso a un notable acercamiento. Durante el descanso del trabajo al mediodía, aparecía de improviso en su oficina y le llevaba cerveza helada y por las noches se dejaba ver con él en el casino. La verdad era que aprovechaba cualquier ocasión para encontrarse con Arthur.

Los amigos de Kaminski, Lundholm y Alinardo, no dejaban de hacer comentarios irónicos y el italiano incluso le preguntó abiertamente cómo había logrado aquel milagro. El propio Kaminski no tenía ni idea, lo único que sí sabía era que mientras más se relacionaba con él, mayor era su deseo de poseerla y estaba convencido de que eso ocurriría en un futuro próximo.

Mucho más de lo que era conveniente para su trabajo, sus pensamientos se desviaban de su tarea cada vez más; de nuevo aparecía ante sus ojos el muslo desnudo de Hella, tal y como se lo mostró en aquella noche al bajarse de su mesa de despacho. No obstante, sabía controlarse; esperaba una señal, una insinuación, algo que le indicara que Hella quería acostarse con él. No había otra posibilidad de ganarse a aquella mujer.

Un atardecer, después de la reunión de turno de los ingenieros en la oficina de Jacobi, el director general de la obra, en la que se trató principalmente de la determinación de los plazos de tiempo de los distintos grupos de trabajo, al salir a la calle, Kaminski vio que delante del depósito de los grandes bloques estaba aparcado el Volkswagen de Hella. Al principio, el ingeniero pensó que debía de estar en el restaurante reservado a los directores de la obra, situado algo lejos de allí y casi enseguida se preguntó por qué no habría aparcado frente a la puerta del edificio.

El almacén al aire libre parecía una gigantesca cantera bien ordenada, en la que con el tiempo habían encontrado sitio cientos de piezas de piedra de diferente tamaño. Entre los bloques se cruzaban los raíles de la grúa móvil, cuyo reflector iluminaba las piedras con sus relieves y figuras como si fueran los decorados del gran escenario de una ópera. En los lados en que podía darles el sol, los bloques estaban protegidos por toldos para evitar excesivas tensiones expansivas. La piedra arenisca, acostumbrada a soportar durante millones de años el calor procedente de una determinada dirección, podría rajarse y saltar si cambiaban sus condiciones habituales.

Kaminski quiso gritar el nombre de Hella por si la doctora se encontraba por allí, pero se dio cuenta de que su voz hubiera resonado con el eco sobre toda la meseta y ya eran muchas las personas que no se quitaban de los labios su nombre y el de la doctora. Además, ¿qué podría buscar Hella en ese lugar y a esa hora?

De pronto, el doctor Hasan Moukhtar apareció detrás de uno de los bloques. El arqueólogo pareció asustarse más que Kaminski, sin embargo lo saludó amistosamente y, con voz falsa, explicó algo relativo a una visita de control.

– ¿Es que tiene miedo de que alguien venga por la noche y se lleve de aquí estas piedras? -bromeó Kaminski.

– ¡Tonterías! -bramó Moukhtar, que no entendió la broma-. Pero no creo que entre en sus obligaciones criticar mi trabajo.

– ¡Desde luego que no! -respondió el ingeniero-. Sin argo, éste es mi trabajo y su misión no es tampoco meter las narices en mi tarea. Si tiene problemas técnicos, hágamelo saber.

Moukhtar agitó las manos en el aire.

Gutt, Gutt -dijo esas palabras en alemán, como era costumbre en el campamento, y continuó en inglés-: ¡No había mala intención en mis palabras, señor Kaminski!

El arqueólogo se alejó en dirección al centro de radio y Kaminski continuó buscando a Hella. De repente se detuvo; había creído oírla. ¿Se habría equivocado? Era una voz que sonaba como la de la doctora, pero hablaba un idioma que le era extraño. Precavidamente se acercó al lugar de donde venía la voz.

A la luz del reflector vio a Hella; o mejor dicho, tuvo que pasar algún tiempo hasta que reconoció a la mujer que como una serpiente se movía delante de él. Se había quitado la ropa y, desnuda sobre la arena clara y caliente, realizaba una especie de danza como la de una bruja en un aquelarre. Se retorcía en el suelo igual que una lombriz atormentada, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba escapar unos sonidos guturales llenos de odio en un idioma desconocido. El objetivo de su sarta de insultos parecía ser el rostro del primero de los colosos del templo que, sonriente y con una calma estoica, descansaba sobre la arena delante de ella.

Hella se movía en trance, obscena como una ramera, tan pequeña delante de la cabeza del gigante. Aquélla no era la inabordable médica del campamento, la doctora Hornstein, sino otra mujer con su misma apariencia. «¡Qué bella y seductora es!», pensó Kaminski, que se sintió como un voyeur contemplando en secreto un espectáculo íntimo que no le estaba destinado, observando la escena con mirada lujuriosa. Una exhibición que, por su parte, podría haber durado eternamente. ¡Hella arrodillada en la arena con las piernas abiertas, mientras movía la cabeza como si pendiera de un tallo de loto, con los brazos elevados al cielo como los estambres de un lirio!

No debía de temer que Hella lo descubriera, estaba demasiado sumida en sí misma, entregada a su extraño ritual. Poco a poco, Kaminski comenzó a preguntarse que significado le concedía Hella a ese acto mágico. ¿Era la danza de una demente?, ¿qué otra cosa podía ser realmenlo que se estaba desarrollando delante de sus propios

Se encontraba fuera de toda duda que Hella era una mu¡er extraordinaria y eso era precisamente lo que la hacía tan fascinante. ¿Pero dónde termina lo extraordinario, lo peculiar, y empieza la demencia? ¿Sería esa demencia lo que tanto le cautivaba? Kaminski se asustó al sorprenderse pensando que le hubiera gustado ser arrastrado por Hella hasta esa misma locura y compartirla con ella allí mismo sobre la arena caliente.

Al observador oculto no le pareció aconsejable acercarse repentinamente a ella mientras sufría esa extraña transformación. Kaminski temía que pudiera despertar repentinamente de su trance y verse cogido in fraganti; no quería que ocurriera así. Por eso, retrocedió unos pasos y, desde detrás de uno de los bloques, gritó su nombre. Repitiendo la llamada, se aproximó lentamente al lugar donde estaba Hella. De ese modo quería darle la oportunidad de conocer su presencia y dejarle tiempo para vestirse.


El ingeniero se sorprendió al llegar al lugar desde donde la estuvo observando antes y ver que Hella estaba echada de espaldas en la arena. Seguía desnuda pero había abierto los ojos. Cuando lo vio, le tendió los brazos como si lo que estuviera ocurriendo fuera la cosa más natural del mundo.

– ¡Ven -lo llamó en voz baja-, ven aquí, amor mío!

¿Qué debía hacer? El espectáculo anterior, en el que Hella parecía estar poseída por una fuerza misteriosa, notaba en sus pensamientos. «Pero ¿no es la pasión una especie de posesión? ¿Por qué iba a dudar en hacer algo que ella quería y él también? Me gustaría ver qué hombre diría que no en una situación semejante», reflexionó Kaminski.

Más tarde, Arthur Kaminski sólo podía recordar retae lo que pasó a continuación, pues lo ocurrido lo arrastró como el vórtice de una tormenta de arena en el cielo nocturno, negro y caliente de Abu Simbel. Jamás en su vida había disfrutado de placeres tan celestiales con una mujer. El animal salvaje, que poco antes era la imagen de una sierpe furiosa, se transformó en un felino dulce y cariñoso. Como la oruga que se metamorfosea en mariposa, así cambió la personalidad de Hella de un momento a otro, pero sin dejar de ser ella misma.

El propósito que llevó a Kaminski a Abu Simbel fue olvidar, apartarse del camino de las mujeres, todo aquello que él llamaba experiencia. Esa mujer, debajo de él, sobre él, a su lado y entre sus piernas, era el placer personificado, la encarnación de la pasión… ¡y al infierno con todo, si era también la encarnación de la demencia, de la enajenación! Si Hella estaba poseída por una fuerza misteriosa, él también quería estarlo.

La mujer, con su voz profunda, dejaba escapar un sonido arrullador que parecía brotar de la garganta de un animal exótico y le hacía sentir estremecimientos placenteros. Kaminski nunca había oído nada semejante. En lo que a él se refería, cuando hacía el amor guardaba un silencio apasionado que no tenía nada que ver con la frialdad ni la falta de pasión, sino que era más bien una muestra de control viril. Pero en esta ocasión, bajo el cuerpo ágil y cimbreante de Hella, cuando el placer fue un cuchillo al rojo vivo que atravesaba su cerebro, dejó escapar un grito, fuerte y desconsiderado, pleno de arrobamiento y de felicidad.

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