56

Tres días más tarde, Arthur Kaminski y Hella Hornstein llegaron en avión a Abu Simbel. La polvorienta pista de aterrizaje que antes exigía de Kurosn el Águila toda su maestría en el arte de volar había dado paso a una buena pista de cemento, una línea recta en el desierto, que ya desde lejos mostraba su trayectoria al piloto. En vez de los monomotores de los tiempos de la construcción, ahora aterrizaban los grandes aviones con cientos de pasajeros.

Desde el pantano soplaba el chamsin y las turbinas de los aviones se protegían de la arena inmediatamente después del aterrizaje con unas cubiertas de aluminio del tamaño de una rueda.

La antigua vivienda de Kurosh era ahora el edificio de piedra del aeropuerto, desde el cual una instalación de megafonía lanzaba sus mensajes a los pasajeros. Por la carretera, ahora asfaltada, que unía el aeropuerto con el nuevo emplazamiento de los templos, circulaban dos autobuses bastante desvencijados. La superficie del embalse se había duplicado desde el día en que Kaminski comenzó su trabajo allí.

En el autobús, el calor resultaba insoportable. Las ropas se pegaban a los polvorientos asientos de plástico y el viejo motor dejaba escapar humo y olores como una antigua locomotora de vapor.

– Fíjate -señaló Hella a través de la ventanilla-, ¡no queda ni una sola de las barracas del antiguo campamento de trabajo!

Arthur se echó a reír.

– Pero nuestras casas y el casino todavía siguen ahí.

– Y al hospital le han dado un capa de pintura. ¿Crees que Heckmann conservará su cargo?

Hella le dio a Kaminski un golpecito de aviso.

Los turistas se apresuraron a bajar del autobús y excitados comenzaron a hacer a pie el resto de la subida hasta el templo.

– Me gustaría estar sola -dijo Hella-, sola contigo, Arthur.

Kaminski cogió su mano y se volvió hacia ella.

– ¿Adonde vamos? -preguntó la muchacha sonriendo.

Arthur no respondió nada y ella lo siguió. Sin una palabra, ascendieron por la colina detrás de la cual estaba ahora el templo. Desde allí se podía ver toda la zona.

– ¡Allí! -Una vez arriba Kaminski señaló con el índice extendido en el aire-. ¿Te acuerdas? Apenas quedan rastros del campamento. Allá abajo, en la arena, hicimos por primera vez el amor al aire libre. Hacía tanto calor como hoy.

– Claro que me acuerdo -respondió Hella y bajó la mirada como si se avergonzara-. Podría decirse que casi cada piedra es un recuerdo, retazos de memoria.

– ¿Recuerdos agradables?

– Uhmm… -La respuesta de la joven doctora no resultó convincente.

– Tienes razón -coincidió Arthur-, también ocurrieron cosas que me gustaría borrar. -Se dio la vuelta y miró al embalse cuya orilla opuesta se difuminaba con el cielo en la neblina que el calor levantaba de las aguas.

– ¿Cuáles? -preguntó Hella mientras se cogía del brazo del ingeniero.

El viento se hacía cada vez más fuerte. Al hablar les entraba arena que chirriaba entre los dientes.

– Te he preguntado algo -insistió-. ¿Qué te gustaría olvidar del pasado? ¿Qué querrías que no hubiese sucedido?

Arthur no quería responder. Hella se dio cuenta, se soltó de su brazo y se lo quedó mirando desafiante, cerrándole el paso. Kaminski acabó por contestar con desaliento:

– El descubrimiento de la momia.

De un segundo a otro, la expresión del rostro de Hella cambió. La feminidad de sus facciones se transformó en dureza. De pronto, su encantadora mirada brilló con mal humor y rabia.

– Lo sé -dijo vacilante Arthur-, no queríamos hablar del pasado, pero ya que me obligas…

– ¡Tenemos que hablar de ello! -replicó Hella-. ¿Y dónde mejor que aquí?

El chamsin arrastraba nubes de arena y Kaminski propuso regresar al autobús.

– ¡Quédate! -le ordenó ella. Su voz había adquirido de nuevo ese tono que asustaba a Kaminski-. ¿Por qué no estás dispuesto a aceptar la verdad?

– ¿La verdad? ¿Cuál?

– Que yo no soy la persona que crees tener delante de ti.

– Lo sé, lo sé. -El ingeniero se sintió despreciable.

– ¡Tú no sabes nada! -exclamó furiosa-, no sabes absolutamente nada de nada. Y aunque lo supieras no podrías entenderlo.

Kaminski replicó excitado:

– Está bien: yo no sé nada, no entiendo nada; pues bien, explícame entonces cuál es tu situación.

Hella sacó el escarabajo verde de entre sus ropas.

– Aquí tienes -dijo y se lo puso delante de la cara-, ¿recuerdas dónde lo encontraste?

– Claro. ¡Qué pregunta más tonta! Lo cogí del puño de la momia.

– Cierto. ¿Y por qué crees que la momia llevaba el escarabajo en la mano?

– Eso debía de tener un significado simbólico.

– ¡Naturalmente! -gritó Hella Hornstein.

– ¿Qué significado?

– Bent-Anat llevaba en la mano el destino de su vida escrito en esta piedra; ahora la tengo yo y su destino es el mío.

Lleno de ira, las palabras de Hella resonaron en su cabeza.

Le hubiera gustado gritar. Tenía necesidad de hacerlo para escapar de aquella embarazosa situación que lo atosigaba. Buscó aire, pero era como si algo le apretara la garganta. ¿ Iba a empezar todo de nuevo?

– ¿Es que no has causado ya bastante daño con tu locura? ¿Quieres destruirnos?

– ¡Locura, locura! -exclamó la joven con sus grandes ojos llenos de rabia-. Llamas locura a todo lo que no entiendes. Creo que nunca comprenderás que yo soy Bent-Anat.

Arthur se acercó a Hella, la cogió por los hombros y la sacudió como si quisiera expulsar fuera de ella todos sus tétricos pensamientos.

– ¡Tú no eres Bent-Anat! -gritó y su voz arrastró sus últimos reparos-. ¡Vives en medio de delirios y fantasías que te llevan a creer que eres ella!

Hella se rió con malicia mientras con aire amenazador agitaba delante de su rostro el escarabajo verde.

– ¡Te demostraré que lo soy!

Kaminski intentó arrebatarle el escarabajo de sus manos, pero Hella se defendió con una energía increíble. Aquella persona, pequeña y delicada, desarrollaba una fortaleza física que nadie hubiera podido suponer. Pero él tenía que hacerse con aquel despreciable amuleto verde, quería cogerlo para arrojarlo al embalse, verlo describir un arco en el aire y seguidamente hundirse para siempre. Quizás eso haría que Hella recuperara la razón.

Las manos de Arthur se aferraron al cuello de Hella con la fuerza de las tenazas de una grúa. Apretó con fuerza, pero al parecer eso apenas parecía impresionarla, por el contrario, le dirigió una mirada llena de odio como si quisiera decirle: «Aprieta, aprieta, enclenque. ¡Ni siquiera puedes matarme!».

El viento, que se había convertido casi en un huracán, y el implacable calor que traía consigo, le habían robado a Kaminski todas sus fuerzas. O quizá fue la impresión de derrota que la mirada de Hella dejó en él, pero se sintió incapaz de hacerle daño.

Y sin embargo hubiera querido hacerlo. Quería atormentarla, hacerle daño; la odiaba como a una enemiga.

Había esperado que ella sollozara, gritara y tratara de escapar de sus garras. Pero no ocurrió nada de eso: Hella estaba allí de pie, inmóvil, esperando a ver lo que quería hacer con ella.

De pronto comenzó a torcer las comisuras de los labios y ese gesto se extendió casi hasta los ojos. Fue como si de repente empezara a sentir dolor y bastó esa impresión para dar nuevas fuerzas a Kaminski. Apretó con más energía, con tanta furia que su dedo pulgar, con el que presionaba la laringe, empezó a dolerle.

Paso a paso, bailando rítmicamente como un caballo amaestrado, Hella empezó a retroceder, pero aparte de un susurro como el ronronear de un gato no dejó escapar el menor sonido, aunque seguía con sus ojos desafiantes fijos en los de Arthur. ¿Por qué no se defendía? ¿Por qué no empleaba esa fuerza que había mostrado hacía un momento? ¿Por qué no utilizaba sus brazos para librarse de él?

Kaminski estaba decidido a matar a Hella Hornstein, lo sabía y lo deseaba, pero de repente sintió que el miedo se apoderaba de él. Temió que Hella fuera a pasar de pronto al ataque y lo derrotase, estaba convencido de que disponía de capacidad suficiente para hacerlo.

Recurrió a sus últimas fuerzas para evitarlo y en ese mismo instante percibió que cedía la maliciosa expresión de seguridad que aún seguía escrita en el rostro de ella y que poco a poco se iba convirtiendo en miedo. Su cara ya había dejado de ser hermosa. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Unas arrugas horizontales se marcaron en su frente, profundamente, como los cortes de un cuchillo. Sus mejillas estaban lacias y caídas como el barro de un charco seco. Al retroceder unos pasos Hella comenzó a vacilar.

Por unos instantes, Arthur gozó de la fuerza y de la sensación de poder que emanaba de ella. Su rostro se contrajo. La arena rechinaba entre sus dientes. De repente, se desplomó y Kaminski tuvo que soltarse de sus brazos para no ser arrastrado por ella.

Bent-Anat golpeó con la espalda contra el saliente de una roca y volteó en el aire como el pájaro alcanzado por un disparo. Desde arriba era visible el tocado real del coloso de Ramsés sobre el que chocó al caer. El asesino vio cómo el cuerpo de Bent-Anat era despedido de allí y daba de nuevo sobre las rodillas del faraón, donde volvió a rebotar para finalmente quedar tendido delante de la entrada del templo.

Allí estaba el faraón sobre la colina de Abu Simbel, agitado por un viento procedente del abismo del tiempo. Triunfante cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia abajo, a su obra. Había llegado su hora, la hora de la venganza que había esperado durante tanto tiempo, el momento de su desquite, de su castigo. Levantó la cabeza al cielo y dejó escapar una risa sardónica. El chamsin, arrastró una nube de arena sobre él y lo envolvió como si fuera una capa ardiente.

El viento siguió soplando durante todo el día y la noche. A la mañana siguiente, a los pies del segundo coloso se encontró un cadáver.

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