27

Balouet había calculado que el camino hasta el valle les llevaría tres horas, pero en realidad necesitaron cinco hasta dejar atrás la última de las dunas. La arena, recién removida por el viento y en la que a veces se resbalaban y se hundían hasta la rodilla como si caminaran sobre nieve en polvo, hizo que su marcha fuera verdaderamente penosa.

Raja fue la primera que vio desde la cresta de la última duna algo increíble. A sus pies, en una cala formada por el embalse, había una aldea desierta que parecía abandonada por sus habitantes, al menos ésa era la impresión que causaba. La mitad de las casas ya habían sido invadidas por las aguas del pantano y de ellas sólo eran visibles los tejados. as otras, situadas en terrenos más altos, también parecían tener los días contados.

De repente, Balouet dejó escapar una exlamación de asombro:

– ¡Raja, pellízcame en la pierna!

En esos momentos, la joven vio por qué se sorprendía su amigo. En una roca que sobresalía del agua había dos embarcaciones: un velero con el aparejo recogido y una lancha con motor, que había conocido tiempos mejores.

Jacques gritó de alegría y como un niño contento bajó a saltos el camino arenoso. Raja lo siguió con precaución pero antes de que lograran llegar abajo, unas figuras altas como árboles salieron de las cabanas. Algunas de esas personas se encontraban medio desnudas y otras vestían las largas túnicas del país. Tres de los hombres iban cargados con fusiles.

Jacques se dirigió hacia ellos con las manos en el aire y agitando los brazos. Los que estaban armados no parecieron entender sus ademanes de paz y apuntaron sus rifles contra él, que detuvo su marcha, se quedó inmóvil y gritó unas palabras en árabe, las primeras que le vinieron a la cabeza. Los hombres de la aldea no parecieron impresionarse.

Sin apartar los ojos de Balouet, uno de ellos disparó su fusil al aire. En esos momentos salió de una de las cabanas un anciano vestido con una galabiya blanca, extendió una mano, describió con ella un semicírculo y los hombres bajaron las armas.

Le tocó el turno a Raja. Buscó la mano de Jacques mientras le temblaba todo el cuerpo y para darse ánimos más que por propio convencimiento dijo:

– No nos harán nada si se convencen de que venimos en son de paz.

Balouet le apretó la mano.

El hombre viejo se les acercó lentamente y mientras andaba pronunciaba unas palabras en árabe que ellos no entendieron. Jacques trató de comunicarse con él en ingles» pero éste no reaccionó de ninguna manera. Sin saber hacer, desesperado, le habló en francés y vio que el an” lo entendía y, a su vez, les preguntaba chapurreando eran enviados del gobierno.

– ¿Del gobierno?

Raja y Balouet intercambiaron sus miradas. ¿Qué debían responder?

– Simplemente diles la verdad -murmuro Raja.

– Imposible -respondió Jacques y le contó al anciano la siguiente historia: eran periodistas de Francia que habían venido para informar sobre las consecuencias que la construcción de la presa había causado en el paisaje del Alto Egipto; el chamsin había hecho naufragar su barca y buscaban ayuda para poder llegar a Sudán.

El jeque pareció motivado en comprender las palabras de Balouet, puesto que lo escuchó con la mano junto a la oreja izquierda, lo que semejaba ser más un signo de gran interés que de sordera. Escuchó la historia, torció los labios arrugados en una extraña sonrisa y escupió de modo que la saliva describió un gran arco antes de caer al suelo. A continuación empezó a bendecir a Alá que permitió que tuviera una educación escolar y le había otorgado el don de hablar otras lenguas. Entre Kurusku y Uadi Halfa nadie podía igualarlo en ese punto.

Los dos forasteros aceptaron sus palabras con un movimiento de cabeza afirmativo, esperando ganarse con esa actitud la confianza del jefe de la aldea. Pero de improviso, éste comenzó a insultar a los extranjeros y, en particular, a los periodistas. Interrumpía cada una de sus frases en su trances chapucero para lanzar un nuevo escupitajo a la arena como si fueran unos puntos suspensivos. Primero, se lamentó, habían sido ocupados por los ingleses y ahora por los rusos. Los periodistas eran una pandilla especial -utilizó para describirlos la palabra francesa canaille- que siempre ocultaban o deformaban la verdad y hasta ahora ninguno había informado de cómo el gobierno se había portado con los habitantes de las aldeas, que vieron cómo es inundaban las casas y las tierras que desde siempre fueron desde sus antepasados, simplemente en busca de un beneficio para los burócratas. Nasser, su presidente, era perro que se había aliado con los perros cristianos y si Alá, el Todopoderoso, hubiera querido que el Nilo se extendiera hasta convertirse en un gran lago, casi tan grande como el mar que se encuentra detrás de La Meca y Medina, las dos ciudades santas, le habría bastado con chasquear los dedos para conseguirlo. Pero no fue así y los rusos, procedentes de las estepas de Asia, llegaron al país a miles, más abundantes que las moscas en el estiércol de los camellos, y se dejaron caer sobre Egipto para explotar el país. Y pese a que la presa, esa vergüenza en el corazón de su tierra, estuviera terminada, los rusos que habían dejado esa herida en el alma de Egipto no retornaban a su patria.

En el interminable discurso del anciano su voz se trabó varias veces de tanto como le emocionaban sus propias palabras. Y cuando terminó, mientras trataba de recuperar la respiración, sus hombres se situaron tras él y comenzaron a lanzar gritos de aprobación, pese a que no habían entendido nada de lo que había dicho, pero les bastaba el tono para saber que había expresado algo muy importante.

A continuación se produjo una larga pausa. El jeque contempló a los extranjeros detenidamente de los pies a la cabeza, como un campesino que estudia a los camellos que se dispone a comprar. Jacques y Raja pensaron que lo mejor que podían hacer era guardar silencio, convencidos de que su suerte dependía de la comprensión de los nativos. Cuando el anciano consideró que ya los había contemplado suficientemente les hizo una señal para que lo siguieran.

La casa medía cuatro por seis metros y estaba construida con los claros ladrillos del barro del Nilo. Sólo tenía una puerta y una pequeña ventana en el lado opuesto al sol, aquélla, de color azul verdoso, se abría directamente sobre la cocina, cuyas paredes y techo brillaban por el hollín grasicnto, que olía como un montón de basura.

Un arco, cubierto con una cortina de pequeñas cuentas de vidrio, llevaba a la otra habitación, que estaba escasamente iluminada por la luz que entraba a través de un vano abierto en el techo. En el suelo había viejas alfombras deshilacliadas y cojines con fundas de llamativos estampados y aparte de una baja mesita de madera no existía otro mobiliario.

Raja, Balouet y el viejo jeque se sentaron en el suelo y seguidamente éste dio unas palmadas. En la habitación próxima, en la que antes no habían visto a nadie, se produjo movimiento. Se oyeron voces de mujer y el ruido de la vajilla y al cabo de poco tiempo entró una campesina pequeña y regordeta que les sirvió té negro en pequeños vasos. Poco después, otra les llevó una fuente con requesón y al cabo de un rato, una tercera apareció con un pan árabe del tamaño de una sartén.

El anciano se refirió a las mujeres y dijo que las tres eran sus esposas, alabó el queso y el pan y les pidió que comieran todo lo que les viniera en gana. El sabor del qxieso era como su aspecto, repugnante; por el contrario, el pan sin levadura dejaba un aroma apetitoso y su sabor era exquisito. La pareja hubiera preferido comerlo solo pero temieron disgustar a su anfitrión, que observaba cada trozo que se llevaban a la boca con gran atención, expresión fisgona y una curiosidad casi anatómica. Sobre todo, los movimientos de las manos de Raja parecían fascinarlo.

En un momento en que vio que no estaba siendo observado, Balouet sacó de entre sus ropas cinco billetes de cien dólares y los puso sobre la mesa delante del viejo mientras decía con aire altanero que serían suyos si los llevaba hasta la frontera con Sudán.

Quinientos dólares eran en aquellos días una buena cantidad de dinero y, por debajo del paralelo 23, una verdadera fortuna. Pero el jeque no dio muestras de que le interesara en absoluto, incluso cuando Balouet observó que se trataban de dólares norteamericanos, el anciano permaneció indiferente, con el mismo semblante que mantenía desde hacía bastante tiempo, y les preguntó si conocían la fábula del caballo y el asno.

Raja y Jacques negaron cortésmente y el jeque, que movió la cabeza asombrado de tanta ignorancia, comenzó a relatar:

– En la cuadra de un rico campesino del Medio Egipto, un caballo y un asno comían en el mismo pesebre. El primero había pasado toda su vida con ese amo y se sentía satisfecho, mientras que el burro no parecía conformarse con las estrecheces de aquella cuadra. Más de una vez había intentado escapar, pero siempre se lo impidió una elevada valla de madera que rodeaba la finca del rico terrateniente.

»Un día -siguió contando el viejo-, el borrico le preguntó al caballo si no podía enseñarlo a saltar por encima de la cerca. Naturalmente, le respondió éste, pero si lo hacía se iría el asno, se llevaría a su burrita y él se quedaría solo y aburrido con sus yeguas. Sobre todo echaría mucho de menos a su joven pollina. ¿Qué podía hacer para convencerlo?, preguntó el burro y el rocín le respondió que le ayudaría a aprender si le dejaba a su borriquilla por una noche. Indignado, el asno se negó por considerar que no se debía aparear un caballo de tanta edad con una burrita tan joven. Sin embargo, un día el jamelgo consiguió a la fuerza el placer que tanto había deseado y que el pollino no quiso concederle por las buenas. El viejo cuadrúpedo, sin embargo, después de eso se negó a enseñar al borrico cómo podía saltar y conseguir la libertad. Desde entonces, los burros son más tercos y testarudos que ningún otro animal.

– Empiezo a entender -le dijo al oído Jacques a su cornpañera.

La joven asintió:

– El viejo no quiere tu dinero, me quiere a mí.

Al anciano pareció complacerle extraordinariamente el ver que ambos habían comprendido bien el sentido de su fábula. Se rió con tanta fuerza que la baba le corrió por la comisura de los labios, finalmente se levantó con dificultad y desapareció al otro lado de la cortina de cuentas.

– Lo mataré si se atreve a tocarte -dijo Jacques en voz muy baja.

– Eso te honra -respondió Raja con sequedad-, pero no nos ayuda en absoluto; por el contrario, nos fusilarán. Lo que no me cabe en la cabeza es por qué el dinero no parece interesarle lo más mínimo.

– Yo tampoco lo entiendo -coincidió Balouet-. Con quinientos dólares podría comprarse todo un harén.

En ese mismo momento regresó el jeque y arrojó sobre la mesa, al lado de los dólares, un abultado fajo de billetes.

– ¿Piensan ustedes que son los primeros que vienen a mí para pedirme que los ayude a cruzar la frontera con Sudán? ¡Pues no es así! -comenzó a revolver los billetes como un panadero que amasa el pan y gritó con amargura-: Aquí tienen, sírvanse ustedes, no necesito dinero; los verdaderos deseos no pueden satisfacerse con dinero.

Balouet no sabía lo que le ocurría y miró a Raja lleno de dudas. Creyó que su dinero, del que además había perdido una tercera parte con su equipaje en la barca, le abriría todas las puertas y que allí, en el desierto, podría conseguir cualquier cosa por unos cuantos dólares. Y ahí estaba ese anciano jeque, un hombre seco y nudoso como un olivo, casi una figura bíblica, que les decía que el vil metal no era nada para él, que tenía más que suficiente y no sabía qué hacer con él; pero si el forastero le dejaba acostarse con su compañera, guapa y joven, con la muchacha a la que él, Balouet, había jurado proteger, la mujer a la que amaba…

Jacques sintió cómo la rabia le latía en las sienes, y en su desesperación se dirigió al anciano, que se levantó del lugar en que estaba sentado y adoptó una actitud amenazadora. El francés le llevaba casi la cabeza.

Raja intentó colocarse entre ambos para evitar lo peor. El jeque seguía con la mirada tranquila como si estuviera convencido de que no podía ocurrirle nada malo, fijó sus ojos en Jacques, le puso la mano derecha sobre el hombro y dijo con una mueca desvergonzada:

– El año es largo y tendréis tiempo para reflexionar.

Con esas palabras y sin dar la menor muestra de excitación abandonó la casa y dejó el dinero sobre la mesita. Al oír el ruido de la puerta al cerrarse, Balouet y Raja supusieron que la habría cerrado con llave por fuera, pero al cabo de un buen rato de siniestra calma, cuando Jacques se decidió a inspeccionar la casa y trató de abrir suavemente el pestillo, comprobó que ésta estaba abierta.

– El anciano parece estar muy seguro de conseguir sus propósitos -comentó Balouet después de volver a cerrar.

– ¡Vaya un mérito! -replicó Raja-. ¿Adonde podríamos ir?, además su gente está armada, y no parecen muy considerados.

– ¡Dios mío, en qué lío nos hemos metido! -exclamó Jacques.

Al parecer estaba a punto de perder los nervios. Pero Raja lo conocía desde hacía el tiempo suficiente como para saber que la capacidad de resistencia psíquica de Jacques estaba muy por debajo de la suya.

– Mira, Jacques -dijo con la vista puesta en un punto imaginario de la oscura estancia-, en el mundo hay cosas peores que tener que acostarse con un jeque nubio. En el KGB conocemos otros métodos mucho peores de chantaje. La verdad es que hasta ahora se ha comportado de modo muy cortés y no me ha parecido que piense en emplear la violencia…

Balouet no podía entenderlo, no quería creer lo que estaba oyendo. De repente dio un salto igual que si le hubiera picado una tarántula y como era su costumbre comenzó a pasear de un lado a otro por la pequeña habitación con los brazos a la espalda. Estaba claro que buscaba las palabras para expresar sus pensamientos y que no acababa de encontrarlas.

Raja acudió en su ayuda. Le dijo que no debía interpretarla mal, ni creer que para ella significaba un sacrificio; bueno, sí, en cierto modo lo era, pero que no la haría sufrir durante toda la vida.

– ¡Jamás, jamás, jamás! -gritó Balouet muy alterado-. Antes mato a ese tipo.

En la aldea nubia reinaba el silencio, un silencio funesto. La oscuridad llegó de modo rápido y repentino como suele ocurrir en los países meridionales y los dos fugitivos siguieron sentados en la semipenumbra. Hablaban entre ellos en voz baja pues sospechaban que el anciano jeque los estaba escuchando. Se encontraban excesivamente cansados y agotados y llegaron a la conclusión de que debían pasar la noche allí para tratar de llegar a un acuerdo con el viejo a la mañana siguiente. En caso necesario, si fallaba todo propósito de negociación habían decidido que intentarían escapar Nilo arriba.

Raja fue la primera en quedarse dormida. Los cojines abundantemente repartidos por el suelo eran cómodos y el vano en el techo de la habitación hacía que la temperatura fuera soportable. Finalmente, también Jacques se quedó adormecido después de comprender que no adelantaría nada con pasarse la noche en vela cavilando.

En un momento determinado, los dos se despertaron simultáneamente, ninguno tenía idea de cuánto tiempo habían dormido, pero por el agujero del techo entraban ya los pálidos rayos del día. Un perro ladraba. Al principio, ése fue el único ruido, pero después se le unió el cacareo de las gallinas y el balido de las ovejas y las cabras que convivían con los campesinos en las cabanas. Algo estaba pasando fuera.

– ¡Silencio! -Balouet se llevó el dedo índice a los labios y escuchó-. Oigo ruido de motores.

– ¡Son barcos! -chilló Raja desesperada-. ¡Nos están buscando!

Jacques se quedó petrificado. ¿Cómo era posible que se hubieran enterado de su presencia en la aldea?

El sonido de los motores se aproximaba rápidamente. Se oyeron gritos de excitación procedentes de las otras viviendas. Raja y Balouet no sabían qué hacer, ni siquiera sabían quiénes eran sus perseguidores. Si se trataba de la gente de Abu Simbel, tal vez podrían dar con una explicación para su comportamiento, pero si sus descubridores eran los rusos, no tendrían ninguna oportunidad, ¡todo habría terminado!

En silencio, Jacques confió en que los barcos continuaran su viaje y pasaran de largo como en un mal sueño, pero enseguida oyó que los motores disminuían sus revoluciones y finalmente se detenían. Se escuchó un disparo seguido de un griterío salvaje y después otro más… y un tercero… A deducir por el tiroteo, aquello parecía haberse convertido en una auténtica batalla. Balouet empezó a preguntarse extrañado si la expedición iba dirigida contra ellos realmente o si no se trataría de un ajuste de cuentas entre dos tribus nubias, en el que se veían involucrados sin buscarlo. Si eso era así, todo se aclararía y quizá podrían seguir su camino.

Mientras esos pensamientos pasaban por su mente y Raja se aferraba a su antebrazo con ambas manos, de repente, la puerta de la casa se abrió con violencia. Un policía armado entró precipitadamente y les gritó algo que ellos no entendieron, pero por sus gestos podían adivinar que debían abandonar la casa, y que la orden iba en serio pues los encañonaba con su pistola.

Balouet trató de explicarle su situación pero no pudo hacerlo, porque ni él hablaba árabe ni el policía ninguno de los idiomas que ellos sabían. Además, el agente no parecía muy predispuesto a la charla sino que insistía en indicarles con el cañón de su revólver que debían salir de la casa.

Apenas lo habían hecho cuando llegó un segundo hombree armado que llevaba además una lata con un líquido con el que roció las paredes y el suelo y seguidamente, de un tiro, prendió fuego a la vivienda.

Mientras tanto, en la aldea se habían apostado dos docenas de soldados con las armas preparadas. Los últimos habitantes fueron sacados de sus chozas, lo mismo que el ganado y los animales domésticos, y empujados hacia los barcos atracados en la orilla. Poco después sus cabanas eran también pasto de las llamas.

Todo pasó con tanta rapidez que apenas tuvieron tiempo para analizar su situación, sólo se recuperaron cuando estaban ya a bordo de una de las embarcaciones. Éstas eran tres, dos lanchas motoras y un barco mayor de transporte en el que se hizo subir a los animales mezclados con mujeres histéricas y hombres que se chillaban entre sí como salvajes furiosos.

La gente rodeaba al anciano y lo asediaba a preguntas. Balouet también se dirigió a gritos al jeque para preguntarle qué significaba todo eso. El jefe de la aldea se abrió paso entre su gente y se dirigió a donde ellos estaban. En su rostro apareció la misma sonrisa de conejo que el día anterior y le dijo:

– Ya puede ver que tenía razón; el dinero no siempre sirve para satisfacer un verdadero deseo.

«¡El dinero!», pensó Balouet, todo el que había dejado sobre la mesa junto con sus quinientos dólares había ardido con la choza. No entendió las palabras del anciano y volvió a repetir la pregunta:

– ¿Qué significa todo esto?

– Yo y los habitantes de mi aldea somos los últimos de los que han resistido al desalojo forzoso de los pueblos y a nuestro posterior traslado. En esta ocasión estábamos dispuestos a defendernos y dos de mis hombres lo han pagado con sus vidas; eran demasiados para nosotros.

Señaló hacia la aldea en llamas, que aún seguía rodeada por los soldados.

Balouet, ya más tranquilo y dueño de sí mismo le pidió al anciano:

– En ese caso, dígales a los soldados que nosotros no éramos habitantes de su poblado sino viajeros de paso.

El jeque sonrió atormentado y respondió:

– Lo haría con gusto, pero aquí ya no me escucha nadie y me temo que tampoco me creen.

– ¿Y adonde nos llevan? -interrumpió Raja.

El anciano escupió en el agua, que describió un amplio círculo.

– Han construido bloques de viviendas para nosotros. ¿Pueden ustedes figurarse una cosa así? ¡Bloques de viviendas! ¿Se dan cuenta de lo que significa para un campesino egipcio, para un fellah acostumbrado a vivir siempre en su cabana a ras del suelo el verse encerrado en un edificio como un conejo en su jaula? La mayor parte de mis hombres nunca ha pisado ni un solo peldaño de una escalera. Se negarán a hacerlo y en caso de que los obliguen vivirán delante de las casas pero nunca dentro de ellas.

– ¿Y dónde terminará el viaje?

El jefe volvió a echar un gargajo al agua para expresar con ello todo el odio y todo el desprecio que era capaz de sentir en esos momentos, seguidamente respondió:

– A Asuán.

La mujer se estremeció horrorizada al oír al anciano jeque mencionar el destino final del viaje. Suplicante se dirigió a Jacques.

– Tenemos que hacer algo. Debemos abandonar el barco.

Naturalmente, Balouet había pensado lo mismo. Le indicó a Raja que no se moviera del lugar en el que estaba; iba a hablar con el comandante de la expedición. A codazos se abrió paso entre los nubios que se amontonaban en la cubierta, para acercarse a la angosta escala que unía el barco a la orilla y que consistía simplemente en dos tablones oscilantes con unos simples travesanos horizontales, que más bien parecían los palos de un gallinero que la gradilla de un barco.

En el momento en que llegó a la escalerilla, uno de los soldados que estaban en tierra levantó su fusil, gritó algo que Jacques no comprendió y el soldado, al ver que no reaccionaba y se disponía a bajar, disparó contra él. Balouet sintió un fuerte golpe sobre el muslo derecho que lo arrojó hacia un lado. En el mismo momento se dio cuenta de que la bala había chocado contra la parte externa del puente, cuya madera se astilló como si hubiera recibido un hachazo.

Raja gritó y Jacques le respondió agitando los brazos hacia donde ella estaba. Sólo entonces se dio cuenta de lo que la joven había advertido ya desde lejos: en sus pantalones se extendía una mancha roja.

Aunque Balouet no sentía ningún dolor se dejó caer junto al puente y se quitó los pantalones. Raja se acercó llena de excitación y comenzó a exclamar histéricamente:

– ¡Un médico, necesitamos un médico!

Jacques tuvo que tranquilizarla. La bala le había rozado el muslo y causado en él una desgarradura de unos diez centímetros de longitud pero poco profunda de la que brotaba sangre en abundancia.

De entre la multitud salió el jeque, que examinó el daño y como si fuera la cosa más natural del mundo empezó a desgarrar en tiras el borde de su larga galabiya.

– Sáquele el cinturón del pantalón -le indicó a Raja y, una vez que ésta se lo dio, hizo con él un torniquete en el muslo por encima de la herida, que de inmediato dejó de sangrar, y con los trozos de tela de su túnica se la vendó.

– ¿Por qué ha hecho una cosa así? -le preguntó Raja sorprendida.

– ¿Por qué? -el anciano sonrió-. Nosotros somos hijos del desierto y tenemos nuestras leyes que nos dicen: ayuda al que ahora es más débil que tú, pues alguna vez él puede ser más fuerte y tú el que necesita su ayuda. Ya sé que eso es puro egoísmo, pero así es como somos.

En su nerviosismo, ninguno de los dos advirtió que, mientras tanto, el barco había zarpado y ponía rumbo nordeste.

El anciano jefe alzó la mano y señaló hacia el sur donde se perfilaba una cadena de pequeñas montañas difuminada en la distancia.

– Allí, mirad -dijo el jeque-, aquélla debía ser vuestra meta. Detrás de esos montes está Uadi Halfa y Sudán.

Volvió la mirada a la orilla del Nilo, donde aún seguían ardiendo las cabanas de su pueblo, sin que su rostro expresara la menor emoción.

En esos momentos, Raja Kurjanowa estaba más preocupada por el estado de Balouet que por lo que pudiera ocurrirles a su llegada a Asuán. Éste tenía un aspecto lamentable, y se pasó el día entero sentado en cubierta con la espalda apoyada sobre el puente sin pronunciar una palabra. Sus dolores eran mayores de lo que reconocía y cuando le quitaron el torniquete que le había hecho el jeque con su cinturón, la herida volvió a sangrar.

Raja había conseguido hablar con el jefe del comando, un hombre de ojos azules procedente del Bajo Egipto que, vestido de uniforme, con su corte de pelo a lo militar y su bigotito, tenía un aspecto más inglés que si fuera un coronel del Reino Unido. Lo convenció de que su presencia en la aldea era casual y de que no tenía razón alguna para retenerlos en el barco. Para ganarse mayor credibilidad, Raja subrayó sus palabras con dos billetes de cien dólares, que extrajo del dinero que le había entregado Jacques y que aún conservaba escondido bajo sus ropas.

Según él mismo le había dicho, tardarían tres días en llegar a Asuán y Balouet, insistió, necesitaba atención médica urgente. Llevaban sólo media jornada de navegación y la situación a bordo era insoportable, apestaba a excrementos y a orina y los lamentos de las mujeres, un trémolo agudo que hacían con la lengua, le producía dolores en los oídos.

Su desesperación y el temor de que Jacques no pudiera sobrevivir a la travesía hasta Asuán la hicieron guardar silencio. Había llegado a ese punto en el que a uno ya no se le ocurre nada, absolutamente nada o en todo caso, una idea ridicula, casi absurda.

Sola, sin contarle su propósito a Balouet, que dormía como si estuviera anestesiado, Raja quiso informarse por el «coronel» de cuándo pasarían por Abu Simbel. Esa misma noche, le respondió. Seguidamente, ella le pidió que los dejara a ella y a su compañero; en Abu Simbel había un médico alemán que conocía y que se ocuparía de curar a Jacques.

Al principio el «coronel» se negó. Raja no había esperado otra cosa y le costó cien dólares más hacerle cambiar de opinión además de la promesa de que bajarían en secreto y tan rápidamente que los demás no se dieran cuenta de lo que sucedía.

Raja mantuvo a Balouet ignorante de su plan hasta el último momento. Cuando la embarcación aminoró su marcha y se vislumbraron las luces de la obra en pleno desierto, se acercó al herido y le dijo en voz muy baja:

– Escucha, Jacques, lo que voy a decirte. Estamos llegando a Abu Simbel donde atracaremos un momento y dejaremos el barco. Iremos a ver al doctor Heckmann, que se encargará de curarte.

– ¡Estás loca! -respondió Balouet, igualmente en voz queda. Le costaba trabajo hablar; la pérdida de sangre lo había debilitado enormemente-. ¡Estás loca! -repitió y añadió a continuación-: Sería mejor que nos pegáramos un tiro.

– Tonterías -replicó Raja con firmeza, aunque en su interior se encontraba cerca de pensar lo mismo.

No tenía grandes esperanzas de que el doctor Heckmann guardara silencio. El médico la había cortejado y juntos salieron algunas noches sin que ocurriera nada, pese a la insistencia de él; ahora le iba a ofrecer en bandeja la ocasión para vengarse por rechazarlo y haber preferido al francés. Tampoco sabía, además, cómo iban a salir de nuevo de Abu Simbel.

– ¡Tienes que comprenderlo, es nuestra última oportunidad! -lo alentó, a la vez que también se infundía ánimos a sí misma.

Jacques no tuvo fuerzas para contradecirla.

El «coronel» le indicó a Raja con una señal que se prepararan para desembarcar.

– ¡Vamos! -le dijo a Balouet.

Sus palabras sonaron casi como una súplica. Lo ayudó a levantarse y acomodó el brazo del herido sobre su hombro.

A continuación todo ocurrió con mucha celeridad. Dos marineros colocaron la pequeña escala y, con cuidado, Raja hizo bajar a Jacques delante de ella. Apenas pisaron tierra firme, el barco zarpó y continuó su viaje. La mayoría de los nubios ni siquiera advirtieron lo sucedido.

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