2

Una camioneta amarilla descubierta corría haciendo bramar su motor sobre la Valley Road en dirección al hospital del campamento y dejaba tras de sí una espesa nube de polvo. Un egipcio vestido con un mono azul estaba de rodillas en el cajón de carga y entre ellas sostenía el cuerpo sin vida de un obrero. En la planta de transformadores, donde la carretera giraba para seguir en línea recta hacia el norte, a la altura del hospital, el chófer comenzó a hacer sonar el claxon con insistencia para llamar la atención sobre su llegada.

Cuando el conductor y su acompañante se detuvieron delante de la puerta de la clínica, dos enfermeros vestidos de blanco salieron a su encuentro con una camilla.

– ¡Una sacudida eléctrica! -gritó exaltado el acompañante.

Y el chófer aclaró:

– Alí ha tocado un cable con 10.000 voltios. ¡Que Alá esté con él!

Entre los cuatro colocaron el cuerpo en la camilla y corriendo lo llevaron a la sala de reconocimientos al extremo del pasillo de la izquierda. Un timbre situado hacia la mitad del corredor y que se utilizaba para anunciar las urgencias empezó a sonar estrepitosamente y casi de inmediato aparecieron en la sala el doctor Heckmann, director del hospital, y junto a él la doctora Hella Hornstein, su ayudante.

– ¡Una descarga eléctrica! -les gritó a los médicos uno de los enfermeros-. ¡El paciente está sin sentido!

– ¡Desnúdenlo! -ordenó Heckmann, que se volvió a su ayudante-. ¡Conecten el electrocardiógrafo!

Con el estetoscopio auscultó el pecho del accidentado. Movió la cabeza dubitativo y finalmente le levantó el párpado.

– ¡Vaya por Dios! -dijo en voz baja-, la pupila está borrosa, no reacciona.

Ahora que el paciente estaba desnudo delante de ellos, se podía ver en su piel franjas irregulares de color oscuro que iban desde el brazo derecho hasta el pie del mismo lado.

Mientras tanto, la doctora había conectado y puesto en funcionamiento el ECG 1. La aguja describió una línea irregular en zigzag sin grandes oscilaciones. Miró a Heckmann; existían palpitaciones ventriculares.

El médico dirigió una mirada a la línea del gráfico.

– Oxígeno. Respiración artificial.

Uno de los enfermeros les alargó una mascarilla de oxígeno que la doctora puso sobre el rostro del paciente cubriéndole la boca y la nariz. Heckmann presionó varias veces con las manos juntas sobre el pecho del accidentado.

De pronto se detuvo y miró la curva en el gráfico del electrocardiógrafo. La marca de la aguja apenas mostraba oscilaciones. Heckmann aumentó sus esfuerzos y se dejó caer sobre el pecho del hombre. El ECG marcó una última línea irregular, después dejó de zigzaguear y describió sólo una raya continua horizontal.

– Ha fallecido -anunció el doctor Heckmann sin apreciable emoción.

La doctora asintió en silencio y, resignada, comenzó a desconectar los electrodos del cuerpo sin vida. A ella la muerte del egipcio pareció afectarle algo más.

Heckmann notó su desánimo y, mientras recorrían juntos el pasillo que los llevaba a la sala de guardia, comentó:

– Créame, colega, es mejor así. Las descargas eléctricas tan potentes dañan la médula, por lo general, y producen parálisis espásticas y atrofias. En algunos casos hay que añadir a todo eso daños del sistema nervioso periférico y perturbaciones de la conciencia. Si se hubiera salvado habría sido un inválido para el resto de su vida, o un idiota… O ambas cosas. ¿Me daría usted la satisfacción de cenar conmigo esta noche?

Hella Hornstein se estremeció. La forma un tanto despreocupada en que el doctor Heckmann pasaba por encima del orden del día tenía algo que no acababa de gustarle.

Heckmann no era un mal médico, pero consideraba su trabajo como un simple empleo… o al menos así lo aparentaba. Muchas veces, ella tenía la impresión de que eso sólo servía para ocultar su inseguridad personal, lo que sin embargo no representaba ningún obstáculo para asediarla cada vez que se ofrecía la ocasión, pues además, Heckmann estaba convencido de que era un hombre guapo e irresistible.

– ¿Café? -le preguntó la médica para evitar una respuesta. Pero él no dejó de aprovechar la ocasión.

– Con mucho gusto -aceptó-, pero aún no ha contestado a mi pregunta.

«Tú misma tienes la culpa -pensó Hella Hornstein-. Ahora sí que no podrás quitártelo de encima.»

Mientras Hella ponía en marcha la anticuada cafetera eléctrica que se había traído de Alemania -el oscuro café egipcio y su preparación eran un capítulo especial para ella- se dio cuenta de que Heckmann, que se había sentado en un sillón tapizado de verde, la devoraba con los ojos. Hizo como si no se diera cuenta, aunque era plenamente consciente.

La joven doctora estaba muy lejos de condenar a un hombre porque la mirara así. Era una chica orgullosa que se vestía con distinción, dentro de las limitaciones que imponía el desierto, y aia que le gustaba agradar. Su pelo negro, corto, y el tono moreno de su piel, sus ojos llamativos, grandes y negros, y sus pómulos salientes le daban un carácter especial, una clase que ella sabía subrayar con sus labios, añadiéndoles un ligero toque de un color rojo pálido.

Hella era pequeña, delicada y esbelta y llevaba faldas desvergonzadamente cortas que apenas le cubrían la rodilla. Supuestamente eso debía desviar la atención de un pequeño defecto físico que arrastraba desde su nacimiento, cuando la comadrona le rompió la articulación del tobillo izquierdo. Desde entonces, arrastraba un poco el pie, levemente torcido hacia dentro. Si no le hubiera granjeado cierto respeto su cargo de médica, no cabía duda de que Hella Hornstein hubiera tenido que soportar los silbidos de admiración que despertaría a su paso entre la mayoría de los mil obreros nativos que trabajaban en Abu Simbel.

Con respecto al equipo internacional, la doctora Hornstein solía mostrarse notablemente distante y pertenecía a ese tipo de mujeres que pueden permitírselo sin perder su atractivo. Por el contrario, el frío retraimiento que exhibía actuaba como un desafío más para los hombres y apenas si pasaba un día en que no fuera invitada por alguno de los ingenieros o arqueólogos que trabajaban en la obra.

Por lo general, rechazaba esas invitaciones. Sólo en raras ocasiones se la veía en el casino y resultaba impensable que fuera a beber una copa de más, cosa que entre los hombres ocurría con bastante frecuencia.

Mientras preparaba el café, la mirada que sentía clavada en su espalda se le iba haciendo poco a poco insoportable, finalmente, no tuvo más remedio que preguntarle, sin girarse:

– ¿Por qué me mira usted con esa fijeza, doctor Heckmann?

Asustado, Heckmann se vio sorprendido en sus lascivos pensamientos. Se sintió cazado como un jovenzuelo en una travesura, pero no lo dejó ver y respondió con una voz llena de autosuficiencia:

– Dispénseme, colega, pero es usted un milagro anatómico, puede ver por la espalda.

– Ver no, sentir -replicó la doctora Hornstein sin volverse a mirar a su interlocutor.

Éste vio que no le quedaba otra salida que una huida hacia delante y declaró:

– Sí, está bien, la he estado mirando fijamente, como usted dice, pero ¿tengo que excusarme por eso? Es usted una mujer extraordinariamente atractiva; un hombre que no aprovechara la ocasión de poner sus ojos en usted, no sería un hombre…

Hella consideró que aquella frase, dicha con la intención de ser un piropo, resultaba un tanto chabacana, pero se correspondía con alguien que no estaba a la altura de su posición. Tipos como Heckmann, a los que por lo general se les considera estupendos, en Hella despertaban más bien una especie de lástima… el sentimiento que los varones reciben con mayor desagrado.

Ella valoraba a los hombres que renuncian voluntariamente a ser fuertes, es decir, una especie bastante escasa. Y cuando quiso ser sincera sólo tropezó con tipos que únicamente pensaban en ellos mismos y tuvo que vivir su egoísmo de manera más o menos considerable. Y ése, también, era uno de los motivos por los que a sus veintisiete años aún no había tenido ninguna relación amorosa seria y estable.

Desde los catorce años soñaba con una imagen ideal de hombre, que no existía en ninguna parte salvo en su fantasía. En lo que a Heckmann se refiere, estaba muy lejos de ese ideal; pero eso era algo que él desconocía y de haberlo sabido, con toda seguridad se hubiera negado a creerlo.

Naturalmente, Heckmann también tenía su propia historia, como todos en Abu Simbel, pues sin una razón seria nadie se ofrece voluntario para pasarse seis años en el desierto. Pero no se trataba de la obligada historia de mujeres, con la que dos tercios de los trabajadores justificaban su presencia allí (el otro tercio daba como razón el dinero o ambas cosas), la que había llevado allí a Heckmann, sino un penoso incidente en una clínica de Alemania Occidental.

Los periódicos se refirieron a un error médico, pero se trató más bien de un descuido y él no se sintió, en absoluto, moralmente responsable de lo ocurrido. El seguro profesional pagó a los perjudicados una indemnización considerable en vista de la cual la mujer retiró la denuncia. Sin embargo, el caso -un tapón de algodón olvidado en el vientre de la paciente- causó tal sensación que le pareció aconsejable dejar de prestar sus servicios en el país para que con el tiempo se echara tierra sobre el asunto.

En Abu Simbel nadie conocía esa historia y nadie llegaría a saberla. Cuando se le preguntaban las razones que lo habían llevado a hacerse cargo del hospital del campamento, Heckmann solía decir que se trataba de su afán de aventuras, lo que sonaba bastante convincente.

Aunque trabajaban y se movían en un pequeño círculo, separados por sólo unos metros, entre George Heckmann y Hella Hornstein se había abierto una brecha invisible. Él no se atrevía a confesarle su pasión y ella consideró conveniente hacerle saber que no estaban hechos el uno para el otro.

Finalmente, cuando Hella se giró para dejar las dos tazas que acababa de enjuagar, sobre la mesa al lado de Heckmann, éste casi se asustó al ver el resplandor helado que había en su mirada.

– Nosotros podríamos llevarnos muy bien -dijo la doctora con una sonrisa forzada- si usted se limitara a tratarme sólo como médica, que es para lo que he sido empleada. En mi contrato no hay ninguna cláusula que hable de dormir con el jefe, y supongo que en el suyo tampoco se estipulará nada semejante.

La observación dio en el blanco. La forma superior con que Hella demostró su autocontrol y la capacidad de destrozar sus intentos de aproximación y de llevarlo al borde del ridículo sacaron de quicio a un hombre como él, que se creía más que experimentado en su trato con el sexo opuesto. Por primera vez empezó a formarse en su mente la idea de que tal vez no estuviera a la altura de aquella mujer.

Desanimado, Heckmann removió el café en su taza. No se atrevió a alzar la vista para mirar cara a cara a Hella, que se había sentado a su lado. Fue una inesperada salvación que un enfermero llamara a la puerta para preguntar si podían recibir a Kemal, el herrero.

Antes de que Heckmann pudiera responder nada, Kemal estaba ya presente en el centro de la habitación. Era un hombre de piel oscura, calvo y de aspecto rechoncho. En los brazos llevaba una cesta de mimbre que no dejó mientras chapurreaba una mezcla de árabe e inglés. Explicó que se había enterado del accidente sufrido por el obrero y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata que podía hacer algo para ayudarlo.

Heckmann se puso de pie y se adelantó unos pasos hacia Kemal. Le puso la mano en el antebrazo y le explicó que el hombre acababa de morir de un paro cardiaco; ya era tarde para cualquier tipo de ayuda.

Kemal no parecía dispuesto a aceptar esa explicación. Movió la cabeza con violencia y con la cesta en la mano realizó los pasos de una extraña danza sin dejar de gritar que el hombre no estaba muerto, que el fuego eléctrico sólo lo había paralizado y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata…

– ¿Es que no ha oído lo que le ha dicho el doctor Heckmann? -Hella Hornstein interrumpió aquel extraño ritual-. Ese hombre ha muerto y ni siquiera usted podrá devolverle la vida.

Pero Kemal no estaba dispuesto a dejarse convencer con facilidad.

– ¡No muerto, no muerto! -continuó repitiendo una y otra vez con voz profunda-. ¡El fuego eléctrico ha paralizado al hijo de Alá!

El doctor Heckmann trataba de controlar la situación pero no lo conseguía plenamente y acabó disgustando a la doctora Hornstein al preguntarle al herrero:

– En ese caso, explíqueme cómo quiere sacarlo de su estado de parálisis…

El herrero alzó las cejas, tan gruesas y pobladas que parecieron formar un semicírculo. Era consciente de la importancia del momento y quitó la tapa en forma de hongo que cubría su cesta.

Por la abertura de la cesta apareció la aplanada cabeza de una serpiente, que comenzó a realizar ondulaciones de avance y retroceso mientras sacaba la lengua que movía en todas direcciones.

– Naya-naya -dijo Kemal y en su voz había cierto eco de orgullo. Mientras sujetaba el cesto con la mano izquierda, con los dedos extendidos de la derecha acarició al reptil que se enroscó sobre sí mismo y desapareció en el interior del canasto-. Naya teme a Kemal -afirmó-. Naya hacer todo lo que Kemal decir.

– ¿Y para qué ha traído aquí a esa Naya?

Kemal abrió los ojos desmesuradamente.

– Naya hará que el muerto vuelva a la vida.

– ¿Y cómo va a hacerlo?

Heckmann cruzó los brazos sobre el pecho. La cosa empezaba a interesarle.

Hella se dio cuenta y se indignó con Heckmann:

– ¡No irá usted a dejarse engatusar por un charlatán!

– ¡Chist!

Heckmann se puso el dedo índice sobre los labios y con la mirada señaló la cesta con la serpiente.

Kemal pareció divertido con su ignorancia.

– Naya sorda. Todas las serpientes sordas; sólo buenos ojos…

– ¿Y cómo quiere usted devolver la vida al muerto? -Heckmann repitió su pregunta.

Kemal buscó en el interior de la canasta. El calvo no conocía el miedo. Como un encantador de serpientes en un circo sacó al reptil y lo mantuvo cogido por detrás de la cabeza, cosa que no parecía gustarle, pues mantenía la boca abierta de modo que se podía ver su profunda garganta rojiza.

– Una mordedura de serpiente -dijo Kemal y apretó el cuello del reptil con todas sus fuerzas- y el veneno devolver muerto a la vida. Ya lo sabían antiguos egipcios.

Ante la visión de la serpiente, que bajo la despiadada presión que la mano del herrero ejercía en su cuello había abierto sus fauces hasta el punto de que parecían formar una línea recta, Hella Hornstein comenzó a chillar histéricamente, aunque en sus gritos había más rabia que miedo.

– ¡Ya lo ha oído usted! -Se dirigió al herrero-. El hombree ha muerto. Muerto, muerto, ¿lo entiende? Y ningún veneno de serpiente puede servir de ayuda.

En vista de que Kemal no mostraba la menor intención de marcharse y sostenía a la serpiente frente a la médica para que pudiera ver su diente venenoso y convencerse de la verdad de su declaración, Hella gritó con tal fuerza que hizo que el médico sintiera un escalofrío:

– ¡Heckmann, eche de aquí a este tipo!

El hombre pequeño y regordete miró a Heckmann. En sus ojos parecía estar la pregunta de si tenía que obedecer la orden de la doctora.

– Ya ha oído lo que ha dicho la doctora Hornstein -Heckmann se volvió al herrero-, así que vayase. Créame, el hombre está muerto. Hicimos todo lo humanamente posible.

Kemal le lanzó a Hella, que temblaba de agitación, una perversa mirada. Sus ojos negros relampaguearon como el fuego. Furioso, guardó la serpiente en la cesta. No dijo una sola palabra más, se dio la vuelta y desapareció por la puerta, que no se molestó en cerrar para demostrarles su desprecio a los médicos.

Heckmann la cerró.

– Creo que hoy acaba de ganarse un enemigo mortal en Abu Simbel.

Hella se lo quedó mirando.

– ¿Usted no creerá en esas necias supersticiones?

Heckmann alzó los hombros y adelantó su labio inferior.

– La gente cuenta maravillas de Kemal…

Загрузка...