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El gran Museo Egipcio de El Cairo, inaugurado en 1902, era un edificio de dos plantas situado en el mismo centro de la ciudad. Lo rodeaba un pequeño jardín decorado con epígrafes y esculturas antiguas y su exterior, de caliza rosada, le confería cierto aire ministerial. Con todos los tesoros desenterrados en el país desde la irrupción de Napoleón, la mayoría en museos extranjeros por derecho de conquista, habrían podido llenarse veinte museos más como él. Y con todos los que, quizá, quedasen todavía ocultos bajo las arenas, cien.

La planta baja ofrecía aspectos de la Prehistoria y de los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo, así como del período Amarna, el Tardío y el Grecorromano. Las estatuas de Amenhotep III y de la reina Tie dominaban el fondo del enorme atrio con solemnidad. En el primer piso se mostraban sillas reales, objetos funerarios, joyas, estatuillas, objetos de la vida cotidiana y, por supuesto, el tesoro de Tutankhamon al completo, incluidos su máscara y su féretro, todo lo hallado por Howard Cárter a las dos de la tarde del 26 de noviembre de 1922, cuando penetró en la tumba que llevaba sellada y a salvo de saqueadores desde hacía tres mil trescientos años en lo más profundo del Valle de los Reyes. Ni en un día completo ni en dos, el visitante podía acabar de ver el museo si quería hacer un recorrido relativamente provechoso.

Joa comprobó su reloj.

Cinco minutos para las cinco de la tarde. El museo pronto cerraría sus puertas.

Durante años había estado esperando un momento como aquél, el privilegio de poder asomarse a la Historia, ver aquello que ahora pertenecía al mundo. Y cuando por fin estaba en Egipto, en el museo, rodeada por la magia del legado del joven rey del que no se habría sabido nada de no ser por el hallazgo de su tumba, lo único que hacía ella era mirar a su alrededor y comprobar su reloj cada diez segundos.

¿Y si estaba equivocada? ¿Y si la cita con su misterioso mensajero del hotel no era allí?

Las cinco en punto.

Contempló la máscara de Tutankhamon, sintiéndose atravesada por aquella mirada inexpresiva. Tutankhamon significaba «Símbolo Vivo de Amón». En realidad la grafía correcta era TUT ANK AMON.

Las cinco y cinco minutos.

Se había equivocado. No cabía la menor duda. La cita era en otro lugar. Eso la hizo sentirse rabiosa. Ya no tenía nada que hacer allí. Quizá aprovechar el tiempo, ver algo más del museo, pero no se sentía con fuerzas ni ánimos para hacer de turista. El misterioso mensaje de la mañana la acababa de conducir a una incógnita pendiente.

Las cinco y diez minutos.

Miró a las personas que se arremolinaban en la sala, todos extranjeros, y buscó en ellos un atisbo de esperanza. Pero nadie se fijaba en ella. Allí dentro era una más, aunque sin cámara fotográfica.

– Se acabó -suspiró rendida.

Dio media vuelta y salió de la sala principal dispuesta a enfilar las escaleras que la conducirían a la planta baja. Se detuvo un segundo frente a una estatua, por simple inercia, porque era una talla impresionante, y entonces alguien pasó por su lado.

Escuchó el susurro en su oído.

– Sígame.

No se sobresaltó. Contuvo incluso el deseo de volver la cabeza abruptamente. Retomó la marcha y fue tras los pasos del misterioso personaje fingiendo mirar a ambos lados. De espaldas parecía un hombre mayor, caminaba ligeramente encorvado y más que levantar los pies los arrastraba. Vestía un gastado traje occidental y los cabellos que orlaban la laguna de su nuca eran blanquecinos, más bien amarillentos.

Los dos descendieron por las escalinatas.

Salieron al exterior.

A los diez pasos, delante de uno de los ventanales de la izquierda y frente a la alta palmera que dominaba aquella zona del jardín, el hombre se detuvo y se colocó de cara a ella. No se había equivocado, era un hombre mayor, con bolsas en los ojos, mejillas flácidas, papada de gallo y cabello amarillento. Llevaba gafas para corregir una fuerte miopía.

Su rostro denotaba tensión.

– Vayase -fue lo primero que le dijo-. Está en peligro. Joa esperaba cualquier cosa menos aquella advertencia.

– ¿Quién es usted?

– Eso no importa -su inglés era bueno, mejor que el del inspector Sharif, aunque con marcado acento árabe, de aristas duras y tono cortante-. Vayase de El Cairo, vayase de Egipto.

– ¿Me ha citado aquí, de forma tan misteriosa, con esa enigmática nota en la puerta de mi hotel, para decirme eso?

– Quería saber si era quien se supone que es, de ahí la sencilla clave. Si usted la interpretaba…

No le dijo que era un tanto melodramático. Había demasiadas preguntas que hacer.

– ¿Cómo sabía que estaba en Le Meridien si apenas llegué anoche…? -de pronto recordó que se lo había dicho a Gonzalo Nieto por teléfono-. ¡Usted habló con él antes de…!

– Por favor… -la detuvo más y más dolorido.

– De acuerdo -se cruzó de brazos-. Ha dicho que si interpretaba la clave usted sabría que soy quien se supone que debo ser. Muy bien: ¿quién se supone entonces que soy?

– La hija del profesor Julián Mir.

– ¿Conoció a mi padre? -Joa alzó las cejas.

– Sí, por supuesto. Un gran hombre, un buen arqueólogo, como Gonzalo Nieto -su expresión se revistió de angustia al recordar por qué estaban allí, y paseó una nerviosa mirada a su alrededor antes de insistir-: ¡Vayase, señorita, por su bien, vayase!

– No pienso hacerlo -fue categórica.

– Por favor… -parecía a punto de echarse a llorar.

– Dígame quién es usted.

– Un viejo amigo, nada más.

– ¿Su nombre?

– No, no… -movió la cabeza de lado a lado y abrió ambas manos con impotencia-. Es demasiado… complicado.

– Entonces dígame por qué estoy en peligro.

– ¡Mataron al profesor Nieto!

– ¿Qué encontró? Me hizo venir desde el otro lado del mundo asegurándome haber dado con algo.

– ¿De qué le habló exactamente?

– De una puerta, o una llave para abrirla.

El hombre cerró los ojos, súbitamente cansado. Sus labios expulsaron una bocanada de aire.

– Su padre desapareció, ¿verdad? Y ahora han matado al profesor. ¿No le dice nada todo esto?

Oficialmente Julián Mir estaba desaparecido, sí. La realidad era demasiado insostenible. ¿Cómo revelar que había subido de forma voluntaria a una nave extraterrestre, siguiendo los pasos de su esposa, una de las cincuenta y dos hijas de las tormentas? Optó por seguir formulando las preguntas en lugar de responder.

– ¿Encontró algo Gonzalo Nieto en las excavaciones del Valle de los Reyes?

– El tenía una teoría.

– ¿Cuál?

– No hablaba de ello. ¡Un científico sólo habla cuando está seguro de lo que dice! ¡Nada de especulaciones! Llevaba días excitado. Pero esa tumba apenas si está empezando a mostrar sus secretos. Hay muy poco excavado aún.

– Tuvo que ver algo.

– No lo dijo -lo justificó abriendo de nuevo las manos.

– ¿Le habló de mí?

– Iba a llamarla. Y la llamó, puesto que está aquí. Yo le pregunté, pero sólo me devolvió una sonrisa. El profesor Nieto siempre sonreía, feliz. Dijo que sólo usted lo entendería.

– ¿Sólo yo?

– Sí.

Iba a perderle. Alargaba lo que podía la conversación, para liarle, hacerle soltar la lengua, provocar su rendición, pero el hombre se agitaba más y más, mirando de forma acusada y temerosa a su alrededor.

Jugó fuerte.

– ¿Qué sabe de los Defensores de los Dioses? Provocó la reacción que esperaba. Incluso mucho más. Su interlocutor quedó paralizado. Su mandíbula inferior se descolgó falta de vida. Sus ojos la taladraron con un destello de miedo.

– ¿Cómo…?

– ¿Dónde están?

– No existen -lo negó con un exceso de énfasis-. ¿De dónde ha sacado…?

– Es su forma de matar, ¿no? Tres dagas. Y siguen protegiendo a los dioses.

– ¡Es una leyenda!

– Si es así, alguien quiere desenterrarla. ¿Es por eso por lo que estoy en peligro?

– Quería advertirla, prevenirla -el hombre se rindió.

Dio un primer paso atrás.

– No se marche, espere.

Le fue imposible retenerlo.

– Salga de este país.

– ¿De qué tiene tanto miedo?

– ¡Vayase!

Pudo haberlo alcanzado, pero ni lo intentó. Le bastó con ver su expresión mientras reculaba lejos de ella. En aquel momento surgió un enjambre de japoneses procedentes de la puerta del museo y la figura del huido quedó devorada por su presencia. El medio centenar de orientales se precipitó hacia el exterior, siguiendo a un guía que hacía ondear una banderita por encima de su cabeza.

Para entonces, el hombre ya había desaparecido.

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